Fueron siete meses y en ese periodo me aburrí soberanamente. Tenía ante mí una perspectiva doble: la muerte sin más o la incertidumbre de una segunda vida. Por primera vez en mi larga existencia veía cerca la muerte, pese a que mi salud no era mala, al menos la física. Anímicamente, en cambio, sufrí un bajón que nunca había pensado que pudiera afectarme. Lo curioso es que para combatir el abatimiento sólo se me ocurrió refugiarme en la posibilidad del trasvase de memoria, la segunda perspectiva, y esperar con creciente impaciencia que Miguel o cualquiera de su empresa se pusiera en contacto conmigo. Continuaba sin creer ciegamente en el producto que vendían, pero mi escepticismo parecía debilitarse y ya sí comenzaba a otorgar la categoría de probable a la inmortalidad ideada por John X. Paralelamente iba también en aumento la desgana con que afrontaba día tras día las tareas cotidianas que siempre me habían apasionado y, en su mayoría, llenado de satisfacción.
Podía seguir sin tener plena confianza en la eficacia real del trasvase de memoria, pero de lo que no tenía duda alguna es de que se trataba de un negocio (que fuese sucio u honesto esperaba descubrirlo más adelante) como me recordó la anhelada llamada de Miguel en que me informaba de que ya habían preparado una lista de receptores en potencia y proponía una reunión para comentarla. A decir verdad lo que me llevó a asociar la actividad de su empresa con un negocio fue lo que agregó al final de nuestra conversación telefónica.
—Le agradeceríamos que trajera con usted el libro gris —dijo— y una relación de posibles nuevos donantes a los que enviárselo.
Por un momento no supe qué decir.
—El libro gris… —susurré tras dejar atrás la sonrisa estúpida que me había dejado la petición de Miguel.
—¿Algún inconveniente?
—Pues… —vacilé— sólo uno: no sé a quién poner en esa lista que me pide. No tengo amigos…
—No hace falta que lo sean —me cortó—. Puede poner simplemente a tres o cinco personas que conozca, le caigan bien y confíen en su palabra.
—No creo que haya tantas. Oiga —traté de recuperar la iniciativa— supongo que no tengo ninguna obligación de hacer esa lista, ¿verdad?
—Claro que no. Es sólo un instrumento para hacernos un favor mutuo.
—¿Favor mutuo?
—Claro, a nosotros nos proporciona posibles nuevos clientes y usted puede sentir la satisfacción de ayudar a un amigo.
—No tengo amigos —insistí.
—O a alguien que usted crea que merece recibir nuestros servicios… No se preocupe. Sólo medite si hay alguien así entre sus conocidos y escríbanos su nombre.
¿Era o no un negocio lo que la gente de John X se traía entre manos? ¡Si hasta el supuesto primer científico de la compañía participaba en tareas comerciales! Sin embargo El Maya no acudió sólo a la reunión que acordó conmigo en un terreno neutral: el comedor privado de un restaurante céntrico. Lo hizo con su hermano. Ambos se pusieron de pie cuando me vieron entrar y saludaron, Jig sonriente y Miguel con su parsimonia y sobriedad acostumbradas. El Oriental anunció que esta vez no le apremiaba el tiempo y prometió, mirando su reloj, dedicarme no menos de una hora.
Tras el apretón de manos, tomar asiento, recibir la atención del maître y sernos servido un aperitivo, Jig quiso dar un rodeo preguntándome por mi salud y mis empresas; en concreto por un par de éstas que últimamente habían sido noticia en la prensa económica por motivos diversos que no vienen al caso. Le puse al corriente y de ahí pasamos a comentar la situación financiera de otras sociedades. Jig pisaba con aplomo el terreno por el que nos movíamos. Miguel, por su parte, permanecía callado y oía nuestra conversación con señales de aburrimiento y aparente despiste. Sólo reaccionó cuando estábamos a punto de concluir el primer plato y su hermano atacó el tema que nos había reunido.
—En fin —dijo Jig después de mostrar su admiración por los buenos resultados de una firma de gestión informática que en las últimas semanas no dejaba de acaparar titulares en las páginas financieras— ya veremos hasta dónde llegan. Vayamos ya a lo que nos importa y nos ha reunido aquí. Miguel, por favor, entrega a Nelson los expedientes prometidos.
—Muy bien —obedeció El Maya girándose hacia la silla que tenía al lado. De una cartera que había sobre ella extrajo un sobre grande y cerrado que, por el peso que noté al cogerlo, debía contener mucho material.
—No lo abra ahora —me sugirió El Oriental—. Tendrá tiempo de leer con calma su contenido, valorar las características de cada aspirante —sonrió para poner comillas a la palabra «aspirante»— y escoger el que le parezca más adecuado.
—De acuerdo —acepté dejando el sobre en un espacio vacío de la gran mesa que ocupábamos.
—No le adelantaremos aquí información sobre los posibles receptores uno a uno, pero sí me gustaría hacer hincapié en lo siguiente: como usted supondrá, ellos no saben que están ahí —apuntó con el índice hacia el sobre— y es preferible que sigan sin saberlo, lógicamente. Hemos utilizado nuestros recursos, primero para detectar su existencia en un laborioso trabajo de búsqueda en pos de un perfil de persona determinada y, segundo, para reunir una extensa información sobre cada uno de ellos. No le negaremos a usted su derecho a contrastar la información que le ofrecemos, pero sí le rogamos que no se comunique con ninguno de ellos. Es primordial lo que pido. Es tan primordial que si no lo cumple nos veríamos obligados a romper nuestro compromiso —Jig se expresó con extrema simpatía, pero no dejaba de ser una amenaza lo que acababa de pronunciar.
—¿Y por qué tendría que comunicarme con ellos? —pregunté inocentemente.
—Nunca se sabe qué mueve a la gente a hacer según qué… Lo que sí sé es que resultaría contraproducente molestar a personas que ignoran nuestro propósito y que exigirían muchas explicaciones si alguien les fuera con el cuento.
—¿Qué cuento? —inquirí aprovechando una palabra tan relacionada con la fantasía, la imaginación, lo inventado, lo tramado… en definitiva: la mentira.
—Ya sabe a qué me refiero —eludió la respuesta.
—Pues… —me hice el tonto.
—Ha habido algún cliente que, sobrado de tiempo, impaciencia e iniciativa, se ha acercado demasiado a los individuos que le habíamos propuesto, y las consecuencias han sido nefastas. Al posible receptor le hemos debido neutralizar para que no constituyera un peligro, y al donante le ha costado una pérdida de tiempo innecesaria que ha incrementado nuestra factura y, lo que es peor, nos ha obligado a actuar improvisada y precipitadamente cuando el cliente se encontraba cerca de la muerte corporal o dominado por la ansiedad. Como ya le he dicho, es usted muy libre de obtener por su cuenta información de quienes integran su lista de receptores, no se lo vamos a reprochar, pero, por favor, que ellos no se enteren. Cuando elija a uno ya podrá relacionarse con él, pero no antes de que le preparemos el terreno. Recuerde que primero tenemos que convencerle de que acepte ser su receptor… Y cabe también la posibilidad de que no le guste ninguno de nuestros candidatos. No hay problema, nos dice porqué y reiniciamos la búsqueda orientados por sus indicaciones.
Aproveché la llegada del camarero, que venía con el segundo plato, para poner sobre la mesa, convenientemente oculto en un sobre, el libro gris.
—Me lo habían pedido, ¿verdad?
—Sí, gracias —dijo Jig tras ver lo que le había entregado y traspasarlo a su hermano, quien de inmediato lo guardó en la cartera.
—Lo que no puedo proporcionarles es una lista de posibles clientes…
—Lástima —exclamó El Oriental.
—Espero que eso no enturbie nuestra buena relación.
—Claro que no. Su compromiso con nosotros sólo le obliga a pagar por nuestros servicios.
—Siento que conmigo se rompa la cadena.
—Y nosotros lamentamos que no tenga a nadie a quien dejarle el libro. Es una pena, no por el cliente que no ganamos, sino por lo que supone para usted no contar con amigos… Bien —forzó Jig una sonrisa— me estoy metiendo donde no me importa. Seguramente goza usted de la situación personal que ha escogido.
—Sí —respondí— como en otra época el viejo John X, ¿no es así?
Jig dejó escapar una carcajada sonora. Miguel sólo ofreció un débil movimiento de labios.
—Bueno —dijo El Oriental cuando terminó de reír— él tuvo dos hijos.
—Ya… —asentí contemplando indistintamente a las dos personas que tenía delante— pero los tuvo… para lo que los tuvo… No fue un padre convencional según lo refleja el libro gris. Por cierto, el libro, ¿realmente les funciona como estrategia de venta?
—¿No ha funcionado con usted?
—Yo todavía no he comprado su producto —quise aclarar—. Y le aseguro que no hubiese leído una página del libro sin la recomendación de mi amigo Robert.
—Usted lo ha dicho: libro y recomendación. Ésa es nuestra fórmula. Y, en confianza, el libro no es sólo un objeto de lectura. Nos sirve también de espía —bajó un poco la voz para dar un aire de confidencialidad a sus palabras— nos dice hasta qué punto nuestros posibles clientes le prestan atención. En determinadas hojas hemos integrado unos dispositivos microscópicos y sensibles a la luz que usamos para saber en cada momento la parte del libro que está siendo leída. Cada vez que el cliente en potencia llega a una página con el dispositivo, la incidencia prolongada (de no menos de quince segundos) de la luz, activa el dispositivo y recibimos la señal de que el lector ya está en esa página. Si transcurre un tiempo excesivo sin que nos llegue la siguiente señal es por lo general síntoma de que nuestro posible cliente pierde interés por el libro y lo está dejando de lado. Entonces actuamos. Si es necesario, como lo fue en su caso —se encogió de hombros en un gesto simple de disculpa— recurrimos al donante que envió el libro, y le pedimos que haga una llamada al amigo escéptico o le envíe algún mensaje a través de terceras personas para que no abandone la lectura del libro gris. También podemos ofrecer otro tipo de estímulos a los lectores renuentes, pero no entraré en detalles. Ya le he hablado mucho de las propiedades «mágicas» del libro que, dicho sea de paso, algún efecto le han hecho porque en caso contrario no estaríamos aquí ahora.
—Ya.
—Usted dice que todavía no ha comprado nuestro producto, pero la relación comercial que mantiene con nosotros es sólida y no comprendo del todo esa pizca de desconfianza que parece guardarnos.
Jig me invitaba sutilmente a ser franco como, al parecer, había sido él. Acepté el envite.
—No sé todavía si lo que ustedes venden vale la pena o es una broma. Lo único seguro es que, si me decido a comprarlo, al final de la operación de trasvase de memoria habrá un cadáver, el mío.
—No lo niego —dijo Jig muy tranquilo.
—Y no tengo —añadí— ninguna garantía de que cuando otro cuerpo más joven que el mío despierte tras la intervención su cerebro albergue mis recuerdos.
—¿No le hemos dado suficientes pruebas?
—No. Y si no son capaces de hacerlo difícilmente aceptaré someterme a ninguna operación con ustedes.
—Comprendo.
—Quiero pruebas o al menos garantías. Aunque de las garantías puedo ocuparme yo mismo —aseguré.
—¿Cómo?
—Por el sencillo método, usado tantas veces, de dejar una carta en un despacho de abogados.
—El socorrido sistema de la carta que se abrirá en un plazo concreto si antes el depositario no recibe instrucciones precisas a través de una clave etcétera, etcétera…
—Exacto. Y la clave sólo la sabré yo y sólo podrá pronunciarse si es mi memoria la que despierta a una segunda vida.
Jig volvió a ofrecer su mejor y más amplia sonrisa, y la sostuvo un buen rato sin aparentar el más mínimo nerviosismo.
—Sí le voy a dar garantías —anunció—. Lo que voy a decirle incluso podría servirle como prueba. Verá, Nelson, usted no es nuestro primer cliente. Estará entre las más importantes, pero desde luego no es cronológicamente el primero. Antes ha habido bastantes y la mayoría, si no todos, eran, son, personas inteligentes y con no menos suspicacia que usted. No nos preocupa que escriba esa carta, porque ese mismo recurso seguro que ha sido utilizado por otros clientes (de hecho, más de uno aseguró que lo usaría) y hasta ahora no hemos tenido problemas al respecto.
Como argumento no era malo, pero como prueba no me bastaba porque yo no descartaba ninguna posibilidad, no descartaba por ejemplo que en realidad sí fuese yo el primer cliente, el primero y único. En ese caso, si lo que pretendían era hacerse con todo mi patrimonio, después de que yo lo dejase en herencia a quien eligiera como receptor, cualquier inversión dedicada al montaje del gran timo, por alta que fuese, sería rentable. Callé, no quise exponer esa hipótesis. Seguro que Jig hubiese intentado desmontarla hablándome de Robert, de la carta que me llegó tras su muerte en compañía del libro gris. No hubiese tenido éxito, yo le habría respondido que probablemente aquella carta sí era de mi amigo porque me había llegado vía un bufete de abogados serio con el que tanto Robert como yo habíamos trabajado, pero que no podía tener la completa seguridad de que aquel mensaje lo había escrito Robert libre y voluntariamente, que… ¡a saber de qué tretas se habían valido para obligar a un pobre moribundo a firmar aquel documento!, ¡a saber de qué modo le habían coaccionado, con qué le habían amenazado, quizá! Lo cierto es que apenas vi a mi desdichado colega en sus últimos meses de vida. Le visité un par de veces en la clínica. La primera tras la extirpación del tumor, de todo lo que pudieron extirparle. Estaba muy débil y deprimido y no cruzamos más que cuatro frases de cumplido. La segunda ni pude hablar con él. Había entrado ya en coma. ¿Cómo no pensar en que desde que ingresó en la clínica pasó a estar en manos de John X? ¿Cómo podía sustraerse el pobre a la influencia del personal, sanitario o no, que le trataba? ¿Qué defensas podía interponer si su moral andaba por los suelos? ¿Cómo no iba a agarrarse a un clavo ardiendo que llegaba en forma de promesa de una segunda vida en un cuerpo joven y sano? En definitiva, lo que de ningún modo rechazaba era el supuesto de que habían utilizado a Robert de cebo para pescarme, que de él hubiesen obtenido una ganancia económica sólo modesta, pero un botín importantísimo materializado en la carta que me llegó junto al libro gris.