12. Cuentos de inmortales

No quise darla por acabada. Sabía que tras aquella fase vendría un tiempo indeterminado, y largo, en que no volvería a reunirme con Miguel. Aquellos encuentros con El Maya me resultaban entretenidos y los iba a echar de menos. Para tratar de prolongarlos, al menos aquél, se me ocurrió mencionar una cuestión por la que sentía curiosidad desde que la expuso la supuesta Laura cuando me mostró su catálogo de productos. No me afectaba, pero podía ser útil para disfrutar de unos minutos más de conversación con Miguel; para escuchar sus explicaciones o para ponerle en un aprieto si le sorprendía con una pregunta cuya respuesta no había preparado.

—Permítame, antes de terminar, que saque a colación un tema que me tiene intrigado.

—Usted dirá.

—Los donantes por pareja.

—¿Donantes por pareja?

—Sí, sabrá de qué le hablo. En su día me explicaron que en un matrimonio muy bien avenido, o en una pareja del tipo que sea, podían los dos miembros ser a la vez clientes de su empresa.

—Cierto —admitió un tanto displicente—. Es una posibilidad, pero muy excepcional porque requiere un proceso muy complejo. No me diga que está interesado, no le conocemos pareja.

—No la tengo.

—¿Entonces?

—No quiero cerrarme ninguna puerta. Nunca es tarde para el amor, según se dice ¿verdad? —se me escapó una sonrisa estúpida—. Quién sabe si al salir de aquí, hoy mismo, no encuentro a mi media naranja.

—Ya —la casi imperceptible mueca que exhibió sólo podía significar incredulidad.

—¿Podría hablarme de la pareja donante?

—¿Qué quiere saber?

—Para empezar, ¿por qué dice que requiere un proceso complejo…?

—Pues —suspiró profundamente— si ya es difícil dar con el receptor ideal de un donante imagine lo que cuesta satisfacer a dos donantes a la vez.

—¿Por qué? —no quise hacer el esfuerzo de imaginar nada.

—¿Por qué, dice? ¿No ha tenido en cuenta que lo que pretenden los dos componentes de la pareja es prolongar sus vidas juntos?

—Bueno… sí, supongo que de eso se trata.

—Pues entonces calcule el inmenso esfuerzo que debe hacerse para complacer a los dos si, como suele ser el caso, cada uno de ellos puede opinar no sólo de cómo ha de ser su receptor, sino también de cómo quiere que sea el de su ser querido.

—Comprendo.

—Por lo general se es más exigente con lo que uno (o una) espera que sea su pareja en la segunda vida que con lo que él (o ella) quiera para si en esa segunda vida.

—¿De veras? —simulé que me sorprendía.

—No lo dude. Alguien puede haber vivido cuarenta años con una persona y considerar que ha llevado una vida feliz con ella, pero si le dan la oportunidad de prolongar esa vida en común en otros cuerpos y otras personalidades, inevitablemente salen a relucir todos aquellos defectos que se han soportado (quizá sin queja) tantos años, y se intenta que el receptor de la pareja carezca de esos defectos y en cambio disponga de otras cualidades de las que carece el donante potencial; pudiendo ocurrir con facilidad que el donante potencial no quiera perder todos los defectos ni ganar todas las cualidades en cuestión. En definitiva: misión imposible.

—Claro —admití—. Seguramente habrá historias divertidas que podría contar al respecto.

—Desde luego.

—¿Me regala una?

Se puso serio. No es que hubiese estado sonriendo de oreja a oreja segundos antes, pero de repente su rostro adoptó una expresión grave que no entendí. Al fin y al cabo estábamos pasando el rato y mi petición, si la satisfacía, sólo podía contribuir a continuar una charla distendida.

—¿Quiere que le explique algún caso de pareja de donantes? —preguntó sin abandonar aquella seriedad, a mi parecer, excesiva y fuera de lugar.

—Sí —afirmé un poco cohibido—. Uno ameno, si es posible.

—Bueno —dijo tras pensarlo un instante—. Con usted no habrá peligro.

—¿Peligro?

—Peligro de que use indebidamente la información que puedo darle.

—No le entiendo.

Miró su reloj.

—No es tarde. Tengo tiempo de hablarle de un cliente que tuvimos hace años… Un escritor, uno al que nunca le dieron el Premio Nobel de Literatura, pero que se hizo millonario con novelas que tuvieron mucho éxito. Durante quince años le publicaron alrededor de diez títulos que resultaron ser verdaderos best sellers y ocuparon el número uno, o casi, en la lista de libros más comprados. Pero después de esos tres lustros gloriosos su imaginación se agotó. Para su total desgracia, la falta de inspiración coincidió con el anuncio fatídico de una enfermedad mortal… Bien, a través del canal habitual, tuvo conocimiento de nuestro servicio y recurrió a él. Seguramente ha sido uno de los clientes que con más fervor ha creído en lo que ofrecemos. Aunque también de los más exigentes a la hora de elegir un receptor. Pero esto último no fue lo que nos dio más quebraderos de cabeza. Como le he dicho, el hombre se entusiasmó con nuestro producto. Y también con todo lo que conlleva, especialmente las reuniones de preparación y conocimiento del cliente como ésta que mantenemos ahora usted y yo. Adivinará porqué, ¿verdad? El tipo creyó descubrir un filón en las historias de anteriores clientes que le contaba su preparador para… eso, prepararle, ponerle en antecedentes sobre lo que le esperaba, proporcionarle ejemplos que podían serle útiles para afrontar el antes y el después de la operación de trasvase de memoria. De repente recuperó las ganas de escribir y comenzó la redacción de un libro basado en las experiencias que le explicábamos. Su preparador pecó de inocente y al principio no sospechó de las intenciones del escritor. Tardó en extrañarse de que le enredara con preguntas que inevitablemente desembocaban en el relato de un caso concreto referido a un donante anterior. Tardó, pero cuando lo hizo nos comunicó el comportamiento sospechoso de su pupilo. Fue sencillo averiguar qué pretendía el novelista. Nuestro equipo de seguridad hizo su trabajo: reunió las pruebas suficientes que obligaron al cliente a confesar. Al parecer la inspiración le había vuelto a visitar y no pudo resistir la tentación de escribir una serie de relatos con la información recibida. Tenía ya un título para su libro. Lo iba a llamar Cuentos de inmortales. No puedo precisar ahora si quería que fuese su obra póstuma o la primera de su nueva vida. En cualquier caso no podíamos aceptar que se publicase aquello, no porque lo que hace nuestra empresa no haya sido tratado ya en muchas novelas o películas, desde luego no es un tema original, sino porque descubrimos que él apenas ponía nada de su parte en las historias, se limitaba a contar casi al pie de la letra lo que había escuchado en una habitación como ésta. Además hacía muchas referencias al libro gris, del que copiaba capítulos enteros, y describía con excesiva minuciosidad la figura de su preparador y los lugares en que se había reunido con nuestra gente, los de los primeros contactos (incluido el examen médico) y los de la fase de preparación y conocimiento. No podíamos permitirlo. Por motivos de seguridad de nuestra empresa, y de confidencialidad y respeto hacia nuestros clientes, aquellos que pudiesen verse reflejados en el posible libro.

—Claro.

—Quiso convencernos de que le dejáramos escribir los relatos. Prometió que cambiaría los personajes y las situaciones de manera que nadie pudiese sentirse identificado ni que nuestro negocio corriese peligro. Le dijimos que podía intentarlo, pero que debía enseñarnos el manuscrito y esperar nuestro visto bueno antes de llevarlo a una editorial.

—Eso es censura —bromeé—. ¿Y qué pasó?

—Su enfermedad no le dejó acabar el primer borrador.

—¿Pero hubo trasvase de memoria?

—Sí.

—¿Y en la siguiente vida no continuó con el libro?

—No. Perdió interés. Entusiasmado con su nuevo cuerpo y el nuevo ambiente en el que aterrizó, prefirió dedicarse a otras actividades. Por otra parte, en su segunda vida era un ser anónimo y, según confió a su preparador, no le apetecía volver a pasar por el calvario de llamar a muchas puertas antes de encontrar (si es que lo encontraba) a un editor que hiciera caso de la obra de un escritor novel. Pensó que no valía la pena el esfuerzo. En su otra vida había conseguido muchos éxitos de venta, pero nunca el reconocimiento de la crítica. Después del trasvase de memoria no mejoró su estilo, ni su técnica, más bien al contrario. Entonces se dijo que si el libro en cuestión no servía para alcanzar la gloria literaria no merecía ser escrito.

—Ya… Bueno —traté de recuperar mi petición— de mí no ha de temer que escriba nada que vaya a ser publicado…

—Supongo que no.

—… entonces, ¿por qué no me cuenta una historia jugosa sobre alguna pareja de donantes?

—¿A qué viene tanto empeño? No me lo explico.

—No sé. Quizá porque es nuestra última sesión y quiero aprovecharla al máximo. Le aseguro que me divierte todo lo que cuenta. Y, ¿por qué no?, igual me resulta útil… En mi siguiente vida, si no en ésta, a lo mejor me enamoro y a lo mejor soy feliz. ¿Qué me impediría tener una tercera vida en compañía de la persona con la que he sido dichoso en la segunda?

Miguel sonrió ligeramente.

—Está bien. Deme unos segundos para recordar… —cerró los ojos—. Ya lo tengo —dijo poco después—. A ver qué le parece —bebió un sorbo de agua mientras yo buscaba la posición más confortable en mi sillón—. No sé si le serviría mucho el caso que le voy a contar porque destaca sobre todo por su frivolidad, y a usted muy frívolo no le veo. Aunque sí amante del juego. Y en esta historia sus protagonistas también eran muy partidarios de introducir el juego en sus vidas.

»Se trataba de una pareja muy particular. Los dos declaraban que no estaban ligados por una relación amorosa, que su vínculo era de complicidad. No se amaban al estilo romántico, pero se tenían cariño y creían necesitarse tanto uno al otro, que no podían vivir mucho tiempo separados. A ninguno de los dos le dolía que el otro conviviera con terceros. Incluso, durante algún tiempo, uno de ellos estuvo casado con alguien ajeno a la pareja sin que eso afectara a su relación negativamente… En fin, vamos a lo que importa. Cuando a uno de ellos se le presentó la ocasión de solicitar nuestros servicios, enseguida pensó en el otro y quiso y propuso que la prolongación de la vida fuese para ambos.

—¿A quién se lo propuso, a ustedes o a la pareja?

—¿Quiere saber a quién se lo propuso antes?

—Sí, eso mismo.

—A nosotros, su compromiso de discreción le obligaba a hacerlo así. Y así debió ser porque, una vez le aceptamos su propuesta, lo difícil fue convencer a la pareja, que era mujer y mujer incrédula, de que no bromeábamos cuando la pusimos al corriente de lo que podíamos ofrecerle… Probablemente empezó su aventura con nosotros como usted: sin creer a ciegas en nuestro producto. Pero, supongo que también como a usted, le atrajo la idea de participar en una empresa que ella veía como un juego, un divertimento más apasionante que todos a los que había jugado antes, que habían sido muchos teniendo en cuenta que, como su gran amigo, superaba holgadamente los setenta años. Si a esa edad se le presentaba la oportunidad de regresar a la juventud en compañía de la persona a la que más apreciaba, ¿cómo iba a desperdiciarla por remota que le pareciera?

»No la desperdició, naturalmente, pero para nosotros supuso un enorme esfuerzo poder satisfacer las peticiones de la pareja. Eran peticiones basadas en las ansias de diversión de los dos que, por muchos años que tuvieran, nunca habían perdido. No, no nos lo pusieron fácil a la hora de escoger los receptores, porque no se conformaban con dos, tenían que ser al menos diez.

—No lo entiendo.

—En realidad sólo querían un receptor, un cuerpo, para cada uno, pero las condiciones en que lo querían complicaba nuestro trabajo considerablemente. No sé si fue idea de él o de ella, pero sí que los dos estaban de acuerdo. Su intención era, como ya he avanzado, divertirse a lo grande con lo que el trasvase de memoria podía proporcionarles, y lo que se les ocurrió consistía en convertir en un juego la etapa inmediatamente posterior a los trasplantes. En eso se diferenciaban de usted. Para usted el juego está en lo que hay antes de la operación, ¿me equivoco? —preguntó sin perder su seriedad habitual.

Una sonrisa tímida y un ligero sonido gutural le confirmaron que no andaba errado.

—Como receptores —continuó— nos pidieron a dos personas que formaran parte de un grupo de cómo mínimo diez componentes, todos entre los veinte y cuarenta años y algún atractivo. Un grupo en el que hubiese un ambiente de camaradería muy especial que permitiera cualquier tipo de relación entre sus integrantes sin caer en la trampa del compromiso. En definitiva una pandilla de despreocupados hedonistas, una especie de comuna hippy de los noventa que en lugar de dedicarse a la artesanía y vivir en un espacio común y criar a sus vástagos en plena naturaleza y libertad, tuvieran todos un empleo de alta cualificación y sueldo, residieran en apartamentos caros y tomaran las precauciones necesarias para no tener criaturas.

—¿Existen grupos así?

—Al parecer sí. Y según ellos, en su juventud, habían pertenecido a uno formado por miembros desocupados de familias ricas y artistas bien pagados. No fue fácil encontrar un colectivo como el que querían, pero lo encontramos. Y cuando lo hicimos llegó la petición especial de la pareja. Querían que les ofreciésemos un extenso informe de cada uno de los componentes del grupo, que en concreto estaba formado por doce personas (seis de cada sexo) con edades de entre veinticinco y treinta y seis. Esa petición en realidad no se salía mucho de lo normal, ni siquiera que los doce informes fuesen entregados tanto a ella como a él por separado. Era lógico que él quisiera conocer a los candidatos a receptor de su pareja por si quería opinar al respecto, y viceversa. Pero no lo pidieron para eso, sino para conocer en profundidad a todos los elementos del grupo.

—No veo a dónde quiere ir a parar —metí baza aprovechando que volvía a beber agua.

—Lo verá enseguida. Nuestros dos clientes quisieron que ninguno de ellos influyera en la elección del otro. Pero también que el otro no supiese a quién había elegido el uno. ¿Comprende?

—Comprendo lo que dice, pero no su sentido.

—El plan era que tras los dos trasvases de memoria ninguno de los dos supiera en quién se había convertido el otro. Podían hacer suposiciones y deducciones ayudándose de los informes que les habíamos dado. De hecho los informes los pidieron para tratar de adivinar quién sería el receptor de su pareja teniendo en cuenta la personalidad de los «candidatos». Pero no había ninguna seguridad de que acertaran en su predicción. Además, se impusieron la regla de no dar pistas al otro tras la operación. Nada de comentarios que directa o indirectamente sirvieran para delatarse.

—Entonces, ¿podía ocurrir que ninguno de los dos llegara a saber nunca dónde había ido a parar la memoria de su pareja?

—No necesariamente. Acordaron disponer de una clave que debían usar en una situación muy determinada: después de hacer el amor.

Miguel decidió hacer una breve pausa en el relato que se me hizo excesiva cuando alcanzó los tres segundos.

—¿Puede ser más explícito? —pedí.

—Al parecer quedaron en que cuando nuestro cliente hombre de la pareja copulara con algún miembro de aquel grupo, si creía que era su vieja amiga dijera: ha sido el mejor polvo de mi segunda vida. Si quien estaba con él no era su vieja amiga seguramente se extrañaría y le preguntaría algo como: ¿por qué de la segunda vida? Pero si nuestro cliente había tenido buen ojo y había acertado, la respuesta de la otra persona debía ser: cierto querido, y en la primera no tuvimos muchos como éste.

—Comprendo. Supongo que no me podrá explicar lo que pasó al final porque eso ya sucedió cuando los clientes habían recibido sus servicios y estaba fuera del área de influencia de su empresa —apunté con la esperanza de que me contradijera.

—Supone mal. Y si tiene curiosidad puedo contarle lo que pasó.

—Tengo curiosidad.

—Cuatro años después de la operación nuestro cliente hombre de la pareja de marras se puso de nuevo en contacto con nosotros. Quería pedirnos algo, pero antes de hacerlo contó cómo le había ido con el trasvase. Se lo había pasado bomba, aseguró. El ambiente en aquel grupo escogido era magnífico, y en general, la gente que lo formaba resultó ser como se había descrito en nuestros informes, que él había estudiado a fondo, como a los miembros femeninos de la pandilla; de manera que al mes de la operación de trasvase creyó saber en qué cerebro estaba la memoria de su antigua amiga. Pero no intentó acostarse con la dueña de ese cerebro de inmediato. Quiso hacerlo primero con otra que físicamente le atraía más. Quiso y lo hizo. Después se lanzó a por la que él pensaba que guardaba los recuerdos de su antigua camarada. Le costó conquistarla porque ella se mostraba reticente. Eso le reafirmó en sus sospechas. Según su lógica (la del hombre) ella sospechaba que él sospechaba de ella y posponía (ella), por simple diversión, el momento del descubrimiento. Lo que motivó que él quisiera contraatacar acostándose con otra de las chicas mientras tanto. Y se regodeó al creer percibir que su jugada molestaba a la principal sospechosa… En cualquier caso, el hombre porfió y con algo de paciencia finalmente consiguió holgar con ella. Sin embargo, tras pronunciar la frase clave, la mujer no respondió como estaba previsto. De manera que una de dos, o no era quien había pensado o ella seguía jugando. Para no dejar cabos sueltos decidió y consiguió irse a la cama con todas, pero ninguna respondió con la contraseña convenida. Valoró la posibilidad de que su vieja amiga hubiese elegido como receptor a un hombre. No lo descartó, pero no quiso verificarlo porque no le apetecía liarse con otro hombre. Y más bien se decantaba por la teoría de que ella quería tomarle el pelo y se negaba a ser descubierta. La petición que nos hizo, ya lo habrá intuido, fue la de que le desveláramos en quién se había convertido su amiga.

—Y se lo dijeron.

—No. Ella nos había prohibido terminantemente que lo hiciéramos.

—Vaya. ¿Y por qué no quiso ella manifestarse?

—No lo sé. Nos dijo que le mantuviéramos el secreto, pero no porqué.

—¿Aunque eso supusiera no volver a montar nuevos juegos con su amigo de siempre?

—Qué quiere que le diga —se encogió de hombros—. Yo conozco poco la naturaleza interior de las mujeres y no se me ocurre qué motivos podía llevar a aquella señora a obrar así. Quizá por despecho, quizá el hombre no nos lo contó todo, no nos contó algún suceso que molestara a la mujer. O a lo mejor fue la clave.

—¿Qué clave?

—La que en teoría acordaron para reconocerse. Aquello de que ha sido el mejor polvo de…

—¿Usted cree?

—Pudiera ser. No por lo afortunada o desafortunada que fuese la frase, sino por la condición de que la tenía que decir él; o sea, según lo acordado, si él no pronunciaba la frasecita no habría descubrimiento…

—Así lo habían pactado…

—Ya, pero tal vez después de la operación, cuando ya no podía expresarse en contra sin delatarse, ella consideró que el pacto no le gustaba y decidió no respetarlo porque suponía que fuese él quien tomara la iniciativa y que ella debía resignarse a esperar pacientemente. Igual esa prerrogativa, reservada para el hombre, molestó a la mujer y, a su vez, se reservó la facultad de no manifestarse y de colmar de impaciencia e inquietud a su viejo amigo. O simplemente, quién sabe por qué motivo, ella prefirió que su segunda vida fuese distinta a la primera por lo que, en consecuencia, tenía que librarse de alguien que había sido tan determinante en su anterior existencia.

—Tal vez sí.

—Bien —volvió a consultar su reloj—. Pues con esta bonita historia podemos dar por concluidas nuestras sesiones.

—Es una pena, pero en fin… Supongo que toca pasar a la siguiente fase. ¿Cuál será entonces el próximo paso? —pregunté con la esperanza de reanudar cuanto antes mis contactos con Miguel.

—Le llamaremos cuando podamos ofrecerle una lista de posibles receptores. Hemos empezado ya a buscarlos teniendo en cuenta una peculiaridad que le distingue: su afición por el juego.

—¿Mi afición por el juego? Dicho así, parece que lo que buscan para mí son ludópatas.

Ahora sí dejó escapar una sonrisa y un inicio de carcajada.

—Su afición por el juego, pero no por el de azar. Usted ya me entiende.

—Hago lo que puedo. ¿Cuánto tiempo cree que estarán buscando?

—Depende, pero no será menos de seis meses.