10. Sondeo de escrúpulos

La imagen que me había dejado del Dr. Ros la lectura del libro gris era la de un tipo serio, con gran sentido común, entrado en años, cabello escaso y canoso y siempre embutido en una bata blanca. El sujeto que tenía ante mí, que decía llamarse Miguel, no se ajustaba por entero a esa imagen. Era sensiblemente más joven, no vestía bata blanca sino traje, peinaba abundantes rizos cortos muy oscuros, pero sí aparentaba ser serio y sensato. Al Dr. Ros nunca le había visto como al caricaturizado científico loco, inmerso en sus experimentos, encerrado en su mundo sin importante lo que ocurre fuera del mismo ni tener problemas de conciencia por las consecuencias de su trabajo. Sí me lo imaginaba como un buen profesional, un amante de su oficio, pero sin llegar a la obsesión, ni a despreocuparse del todo por las repercusiones de lo que hacía. Según la lógica de cuanto me habían explicado, ni aun en la hipótesis de que en el llamado Miguel estuviera la memoria del doctor cabía pensar que El Maya sentía lo mismo que el Dr. Ros. Tal vez, por ejemplo, Miguel tenía menos (o más) escrúpulos que el científico. Quise tantear esa posibilidad para ver a dónde me llevaba.

—Una cosa es experimentar con ratones y monos y otra hacerlo con seres humanos sin el consentimiento de éstos. A mí, personalmente, no me importa —admití— mientras no sea yo la cobaya, y seguro que a John X tampoco le importó en su momento, pero ¿al Dr. Ros?

Miguel, una vez más, no mostró ninguna emoción.

—¿El Dr. Ros? —preguntó, no sé si para que fuese más explícito en mi interrogante o para ganar tiempo.

—¿No se planteó el doctor nunca la alternativa de abandonar el proyecto, sobre todo cuando se entró en la fase en que fue necesario el uso y abuso de personas?

—¿Por qué quiere saber eso? ¿Cree que puede serle de utilidad? —pareció ponerse a la defensiva.

—Quizá sea simple curiosidad, y en cuanto a que sea útil… nunca se sabe. Lo cierto es que siento admiración por el doctor, le tengo en buen concepto y sólo intento averiguar si es, o era, como imagino. Y ¡por favor!, no me pregunte cómo lo imagino, no viene al caso.

—¿Seguro que no viene al caso?

—No me enrede, Miguel. Le he hecho una pregunta sencilla y no creo que perjudique a nadie contestándomela.

—A mí no me parece tan sencilla.

—De acuerdo —traté de atajar— pues se la simplificaré. Dos hombres fueron raptados para ser sometidos a experimentos. Tuvo que ser una tortura para ellos ver que, al despertar en un lugar desconocido, su cuerpo era diferente al que tenían antes de sentirse presos, y más aún que eso ocurriera dos veces y nadie les explicara nada. ¿Al Dr. Ros no le afectó tener una participación muy principal en esa tortura?

—No —fue rotundo—. A aquellos dos desgraciados no había quien les echara de menos. Distinto hubiese sido que alguien se preocupara por su desaparición. Por otra parte, aunque estuvieran encerrados, se les atendió con corrección exquisita y en aquellos meses de cautiverio su calidad de vida aumentó considerablemente. Tenían una estancia muy bien amueblada, tenían televisión, radio, prensa, libros… Tenían un cuarto de aseo que usaban con frecuencia. Tenían un gran patio donde caminar y tomar el sol. Tenían la compañía ocasional del equipo del Dr. Ros, incluido el propio doctor. Y estaban sana y convenientemente alimentados. El sujeto A aprovechó mejor que B todo aquello, aunque no se privó nunca de hacer preguntas. Y el pordiosero B no paró de protestar a pesar de que tampoco despreciaba lo que poníamos a su alcance, excepto los libros, que no los tocó; pero sí las revistas pornográficas que le ofrecimos para que «leyera» algo.

—O sea, que todavía les hicieron un favor —ironicé.

—Por lo menos yo no lo llamaría tortura. Y a lo mejor sí les hicimos un favor, no sólo por el tiempo que les tuvimos a pensión completa, sino también porque igual la experiencia vivida les hizo reflexionar e intentar regenerarse.

—¿Usted cree?

—¿Por qué no? Efectivamente debieron preguntarse muchas cosas y estrujarse el cerebro para hallar una explicación a lo ocurrido, pero a ese ejercicio no creo que se le pueda denominar tortura. Por el contrario, pudieron pensar que aquella extraña aventura (vivida o soñada, realidad o alucinación) había sido culpa del alcohol y que igual era hora de esforzarse en dejar la bebida. Nosotros les pusimos en el camino para conseguirlo, porque mientras fueron nuestros invitados sólo probaron el vino en cantidades moderadas, un vaso corto con la comida y otro con la cena, y no les dimos ninguna otra bebida alcohólica.

—Sí —se me escapó una sonrisa burlona— definitivamente les hicieron un favor.

—Percibo de nuevo su escepticismo —dijo muy serio.

—Hombre, no negaré que me sorprenden sus palabras.

—¿Le sorprenden?

—Sí, porque la forma en que les devolvieron a su rutina de vida arrastrada, una vez les usaron todo lo que quisieron y les convino, no hace pensar que les preocupara mucho el futuro de aquellos dos infelices.

Miguel mantuvo un breve silencio sin dejar de mirarme directamente a los ojos. Deduje que quería intimidarme haciéndome creer que aquella mirada grave y profunda era la del Dr. Ros. Sin embargo lo que yo pensé es que trataba de encontrar una respuesta que desvalorizara mi último comentario.

—No veo qué sentido tiene hablar de tortura refiriéndonos a dos vagabundos, que devolvimos al mismo lugar en que les encontramos y en las mismas condiciones, y olvidar que nuestros trasvases de memoria se hacen generalmente sin el consentimiento del receptor… Pero bueno, permítame que cambie de tema y, ya que ha dicho que le han sorprendido mis palabras, le diga que todavía puedo sorprenderle mucho más.

—¿De verdad? —pregunté interesado y curioso por saber con qué pretendía asombrarme.

—Sí, señor. Seguro que le costará creerme si le digo que la labor de mi empresa contribuye a la conservación de nuestro planeta.

Desde luego parecía una declaración sorprendente, pero necesitaba que la desarrollara para ver hasta dónde llegaba la sorpresa.

—¿Qué quiere decir, que parte de sus beneficios se destinan a grupos ecologistas?

—No. No les damos un penique. No es necesario.

—¿Entonces?

Durante un breve instante pareció sonreír.

—Usted, por ejemplo —volvió a mirarme muy serio a los ojos— antes de conocernos seguro que pensaba: me importa un cuerno el cambio climático, la capa de ozono y demás zarandajas sobre el calentamiento de la Tierra y sus consecuencias. Si hay realmente consecuencias a mí me pillarán criando malvas. ¿Me equivoco?

—No —concedí sin reservas, pero sin añadir que seguía pensando eso mismo.

—En cambio, ante la perspectiva de vivir muchos años más, a lo mejor sí comienza a tener en cuenta los argumentos de los conservacionistas y acepta reducir algo el margen de beneficios de sus empresas adoptando medidas en sus procesos de producción que eliminen o atenúen el efecto contaminante. Imagine ahora a otros cuantos señores en su misma situación, gente con poder e influencia en los foros económicos y en los órganos de gobierno, que se deciden a frenar el deterioro medioambiental…

¡Maldito Miguel! Tenía respuesta para todo y la daba con una seriedad que casi no dejaba margen a la duda. ¡Casi!, porque yo continuaba sin tenerlas todas y no descartaba que lo de aquel hombre fuese más bien una magnífica exhibición de cinismo. En cuanto al efecto invernadero, la acción de la mano del hombre sobre la naturaleza y todas esas teorías catastrofistas sobre el futuro del planeta… efectivamente siempre me habían importado un bledo; no porque los hipotéticos graves desórdenes naturales, si se producían, llegaran cuando ya estuviera muerto, sino porque, aunque quizá parezca paradójico, creo en las leyes naturales, y una de ellas se refiere a la supervivencia del más fuerte. Para entendernos, la Tierra podrá ser más o menos habitable, pero en todo caso la habitará quien esté en condiciones de hacerlo. Si no hay recursos para todos los seres humanos, sucederá lo de siempre: unos, los países más fuertes (los más ricos y militarmente más potentes) no tendrán reparos en eliminar directa o indirectamente a los otros, ni en ocupar sus territorios si los fenómenos meteorológicos hacen difícil o imposible la vida en las regiones de los estados fuertes. Será un «sálvese quien pueda» acorde con una humanidad regida por la universal e intemporal ley de la selva. Por mi condición de habitante rico en una nación fuerte, no me preocuparía demasiado que el cambio climático y sus teóricas consecuencias me cogieran vivo. Pero no quise iniciar una polémica con Miguel al respecto.