1. Movimiento de apertura

Acabé el libro gris sin que se hubiera despertado en exceso mi interés por lo que ofrecía. Sobre la posibilidad de prolongar la vida a través del trasplante de memoria, en aquel momento me declaraba agnóstico o, como poco, indiferente. Me daba igual que aquella posibilidad tuviese fundamento. Lo que sí me provocó la lectura de aquel libro fue la necesidad de hacer balance de mi vida, que me preguntara si había tenido una existencia feliz, si no hubiese preferido vivir de otro modo… y otras cuestiones por el estilo. Pocas veces o nunca me había parado a pensar sobre mi grado de felicidad y, por supuesto, de ninguna manera se me hubiera ocurrido desear otro tipo de vida que la que había elegido. Sin embargo, puestos a meditar si valía la pena vivir muchos años más, tenía dudas, incluso en el supuesto de hacerlo en plenitud de salud y recomenzando en un cuerpo joven. No estaba harto de este mundo, pero tampoco sentía una ilusión enorme por continuar en él indefinidamente. Quizá ese escaso entusiasmo lo originaba el cansancio físico y mental que soportaba aquella noche después de una semana llena de problemas laborales, de noticias preocupantes en la política internacional, de las previsiones pesimistas sobre el futuro de nuestro planeta que había visto en un documental de televisión mientras cenaba, de estar casi un mes sin ver el sol por culpa de una borrasca persistente y de la equivocada elección de un réquiem para acompañar la lectura de los últimos capítulos del libro gris.

Al día siguiente, en cambio, el panorama cambió radicalmente. El cielo estaba completamente despejado y una intensa luz solar llenaba el comedor durante el desayuno. El vistoso colorido de la hierba y de las flores del jardín que contemplaba a través de un gran ventanal, perfecta, sencilla y tópicamente complementado por el canto de los pájaros que anidaban en los árboles más próximos, fue suficiente para convencerme de que no había prisa por dejar de existir. Al fin y al cabo disponía de una gran fortuna y no la había disfrutado más que en una pequeña parte. Mi actividad principal durante muchos años había sido acumular riqueza y no había dispuesto de tiempo para gozar de toda ella como era debido. ¿Qué iba a hacer entonces? ¿Iba a llenar mi tumba con lingotes de oro y piedras preciosas para convertirme en el cadáver más rico desde la época de los faraones? Absurdo.

Con el último sorbo de café sonó mi móvil más privado. En la pantalla leí el nombre de mi difunto colega. ¡Qué casualidad!, me dije, aunque la verdad es que no me sorprendió la llamada, de hecho la esperaba. Lo curioso es que se produjera justo pocas horas después de que hubiera terminado la lectura del libro gris.

—Diga.

—Buenos días —saludó una voz que no era la de Robert ni la de quien tras la muerte de mi amigo me había llamado diciendo ser él. No es que recordara mucho la voz de éste último, pero sí que era masculina. Sin embargo ahora me había deseado buenos días una mujer.

—Buenos días —respondí.

Sin darme tiempo a preguntar qué quería, aquella voz se adelantó con otra pregunta, la que me anunció Robert en su carta.

—¿Le interesa nuestro más allá?

—Depende —contesté de inmediato—. Necesito conocer los detalles.

—Estamos a su disposición para aclarar cualquier duda, y cuando usted desee podemos tener un primer contacto.

Repasé mentalmente mi agenda de ese día y recordé que a media mañana tenía una reunión que ni era urgente (al menos para mí) ni requería expresamente mi presencia.

—¿Qué le parece hoy a las diez y media?

La voz tardó en responder, pareció sorprenderle tanta premura en la cita.

—Bien —dijo al fin—. ¿Dónde?

—En mi coche.

Propuse reunirnos en un punto concurrido de la ciudad donde yo llegaría con un chofer y dos guardaespaldas. Estos se apearían y cachearían a la única persona que yo autorizaría a entrar en el vehículo.

Aceptaron la propuesta y a la hora indicada mi conductor, dos de mis gorilas más fornidos y yo llegamos en una berlina blindada al lugar acordado. Una elegante mujer de mediana edad no tuvo inconveniente en que la registraran antes de sentarse a mi lado en el asiento trasero del auto. Algún viandante contempló extrañado la escena del cacheo, pero no se atrevió a decir nada cuando mis matones, que se quedaron en la acera, le miraron con cara de pocos amigos a través de sus gafas oscuras.

Aquella mujer podía ser la misma con la que había hablado por teléfono porque me pareció que el «buenos días» que me deseó al entrar en el coche sonaba igual que el que había oído por el auricular.

—¿Nelson? —me dio la mano—. Encantada. Soy Laura.

—¿De veras? —sonreí estúpidamente.

—¿Lo duda? ¿Qué duda, si estoy encantada o si soy la «Laura» del libro que ha leído?

—Pues…

—Estoy encantada y mi nombre para usted será Laura. No necesita saber nada más sobre mí. Todo el interés lo concentraremos en usted.

—Bien —acepté—. ¿Dónde vamos?

—Donde usted diga.

—¿Qué tal el lugar donde trabajan y me enseña las instalaciones?

Laura, o como quiera que se llamara, hizo una mueca de desaprobación.

—Esto es sólo una primera toma de contacto. Hoy puedo hablarle de nuestros productos y poco más. Si acaba interesándose por lo que ofrecemos y asume cierto grado de compromiso con nosotros, podremos profundizar en nuestra relación y…

—De acuerdo —la corté—. ¿Le parece bien aquella cafetería? —señalé un local próximo.

—Muy bien.

Salimos del coche, di las correspondientes instrucciones a los guardaespaldas y poco después ocupamos una mesa y fuimos atendidos por un camarero que tomó nota con diligencia.

—Supongamos —dije en voz baja para que no pudieran escucharnos los demás clientes del local— que estuviera interesado en lo que ofrecen, ¿cuál sería el siguiente paso?

—Después de un exhaustivo examen médico se haría un estudio de su personalidad con especial atención a su carácter y sus deseos, sobre todo a sus deseos, porque lo que procuramos, y conseguimos siempre que disponemos de tiempo suficiente, es proporcionar a nuestro cliente lo que llamamos un traje a medida. Es decir, aquello que más se le ajusta.

—Para ese estudio ¿cuántas horas harían falta?

—Eso está en función de lo compleja que sea su personalidad.

—Ya.

—Pero un factor importantísimo es su estado de salud. Según sea éste podemos disponer de más o menos tiempo para que su traje sea lo más a medida posible. Así pues, lo primero de todo es el reconocimiento médico.

—Si ese fuese el principal problema yo les pondría las cosas fáciles. Periódicamente me dejo hacer mil y una pruebas para comprobar que aún me queda cuerda y, con independencia de algún achaque, me queda cuerda.

—Fantástico. Las prisas no suelen ser de ayuda. De todas formas no tendrá inconveniente en que nosotros le hagamos también las pruebas pertinentes, ¿verdad?

—Supongo que no… si me decido a comprar lo que venden.

—Por supuesto.

Como muchos otros que se dedican en mayor o menor medida a lo mismo que yo, a fin de encontrar gusto en el trabajo, siempre he intentado tomar cualquier negocio como un juego, (¡ojo!, como un juego pero nunca a broma) tanto por lo que de ameno tiene jugar, como por lo satisfactorio que resulta ganar. Siendo así puedo vanagloriarme de haber tenido una existencia muy gozosa porque he jugado mucho y he ganado en casi todas las ocasiones… La propuesta de prolongar mi vida podía ser un juego más. Bien mirado, podía ser el último. O el primero de una nueva vida. La apuesta sería alta, me jugaría mi propia persona; concretamente, si perdía, perdería los años que pudieran quedarme en este mundo. Si ganaba… iba a decir que ganaría una segunda vida, pero no, el juego en realidad, tal como me lo planteaba, consistiría en tratar de averiguar si los de la empresa de Laura querían convertirme en víctima de un timo monumental o si por el contrario no pretendían engañarme y eran capaces de dar lo que prometían. Partiría de la base de que el trasvase de memoria tanto podía ser cierto como una estafa. Perdería si me convencían de que era viable no siéndolo. Ganaría si descubría que trataban de engañarme y sacaba provecho de mi descubrimiento. Podía considerar también la alternativa de que me convencieran sin mentirme, y llamar a eso un empate; pero lo cierto es que, llevado por mi natural escepticismo, por mucho legado de Robert, por mucho libro gris o por muy sincera que hubiera sido la furcia de lujo que se fijó en mi Gauguin, apenas contemplaba la posibilidad de que en realidad no fuese todo un gran montaje para desplumarme. Bueno, podía ser entretenido relacionarse con aquélla gente e intentar desentrañar si iban de farol o tenían una buena mano. Para empezar se habían negado (Laura había rehusado mi petición) a enseñarme sus instalaciones. Podía ser mera y lógica prudencia por su parte o una excusa para evitar tener que mostrarme lo que no existía. Seguí sondeándoles.

—¿Podría ver a Robert?

—Robert falleció —dijo Laura con una sonrisa amable.

—Claro, pero ya sabe a qué me refiero.

—¿A si podría ver al receptor de su memoria?

—Eso es.

—No. Al menos no sabiendo que es él. Distinto sería que casualmente se cruzara o hablara con él sin saber que es él. Y en ese caso él no podría dirigirse a usted como Robert.

—¿Por qué?

—Nuestros clientes tienen una nueva vida y una nueva personalidad a condición de que no se manifieste la anterior personalidad como tal ante cualquier persona que no sea de nuestra empresa. No queremos correr riesgos.

—Pero Robert habló conmigo después de morir, ¿no?

—¿Usted le vio?

—No, fue una conversación telefónica. ¿Pero era él o no?

—Excepcionalmente autorizamos algún tipo de contacto, incluso lo promovemos porque suele ser útil para la captación de nuevos clientes, pero, ya le digo, por lo general no se permite que un donante se presente en calidad de tal ante sus antiguos conocidos, a menos que se trata de los donante-pareja. Le hablo de matrimonios muy bien avenidos, de amantes… en fin, de dos personas (todavía no nos atrevemos con más de dos) ligados por un fuerte vínculo que desean prolongar en la siguiente vida. Pero no es su caso, ¿verdad?

—No es mi caso —admití.

—¿Le parece que hablemos de tarifas? —propuso de repente, tal vez porque le interesaba cambiar de tema.

—Hablemos —acepté sin entusiasmo.

Regresó el camarero y dejó dos tazas sobre la mesa mientras Laura abría una cartera de piel a juego con su indumentaria y extraía un folleto; también una gafas que no tardó en ponerse. Con tono y lenguaje de agente comercial, como si en lugar de inmortalidad vendiese cualquier producto de uso común, se refirió a los tres grupos tarifarios que se mencionaban al final del libro gris. Dio precios y remarcó que en principio no había grandes diferencias en el coste básico de las tres tarifas, pero que, a la larga, el precio final, sobre todo del producto más sofisticado, aquel que precisaba del conocimiento y la autorización del receptor para el trasvase de memoria, podía ser mucho más alto según el tiempo, personal y capital necesarios para encontrar y persuadir a ese tipo de receptor… Mientras continuaba desplegando su muestrario me percaté de que aquella mujer no podía ser la misma Laura del libro gris. Si no había leído mal, la Laura del libro rondaba o había cumplido los cuarenta en los años ochenta; y ahora, dos décadas más tarde, la atractiva dama que me acompañaba no podía tener sesenta años, como mucho cuarenta y cinco y muy bien llevados. No era una cuestión relevante, pero pensar en ello y en ella pese a que, o porque, la tenía delante, me sirvió para eludir el aburrimiento durante los fragmentos de su exposición comercial referidos a puntos que no me interesaban o ya conocía.

—… Y por último —escuché que decía cuando volví a prestarle atención— debo recomendarle un servicio extra muy importante y valioso en nuestra oferta que añadimos al producto base si el cliente está de acuerdo, y generalmente lo está porque sabe lo que le conviene. Le hablo de una medida de precaución que, diríamos, equivale a un seguro. Porque, piense en la posibilidad de que el cliente, una vez que acepta y contrata nuestros servicios, antes de ver satisfecho su pedido, sufre un percance y muere. Puede ocurrir, ¿verdad? Desgraciadamente tuvimos dos experiencias lamentables que valdrían como siniestros ejemplos al respecto. Lo que nos llevó a recapacitar sobre la necesidad de mejorar nuestra oferta. La hemos mejorado, en efecto, y ahora, si lo desea, proporcionamos al cliente una copia de seguridad de su memoria que, a buen recaudo en nuestro banco de memorias, en caso de fatal accidente le permitiría prolongar la existencia cuando contásemos con el receptor adecuado. ¿No le parece una gran idea?

Ahí concluyó el monólogo. Tomó un sorbo de su taza y se dio un respiro a la espera de que yo me manifestara. Lo que acababa de contar sobre la copia de seguridad me dio que pensar y me sugirió preguntas que quizás fuesen comprometidas.

—Sí, es una gran idea, pero, por favor, acláreme un par de puntos sobre esa copia de seguridad.

—Desde luego.

—¿Cuál es el proceso?, ¿le sacan la memoria al cliente, hacen la copia con la memoria fuera del cerebro y después devuelven la memoria a su lugar?

—Más o menos, aunque estamos perfeccionando la técnica de manera que no sea necesario extraer la memoria…

—Ya, pero de momento sí es necesario… ¿Cuánto se tarda en hacer la copia?, ¿cuánto tiempo tienen al cliente sin memoria?

—No más de dos horas.

—Entiendo… Disculpe si le molesto con tantas preguntas y mi ignorancia sobre el tema, pero es que la conversación que mantenemos me parece tan increíble, tan surrealista…

—No se preocupe, es comprensible y usual.

—Por ejemplo, no me entra en la cabeza otro asunto relacionado con esa copia de seguridad…

—Dígame —exhibió una magnífica sonrisa de vendedora capaz de eliminar todo rastro de duda en el cliente potencial.

—Supongamos que me intereso por su producto y supongamos que me parece bien la idea de la copia de seguridad y accedo a que me la hagan. Supongamos que, al día siguiente de que la copia esté en el banco de memorias, muero. Y muero, claro, sin que haya habido tiempo para el trasplante de memoria. En ese caso, y siguiendo mi costumbre de no pagar por adelantado, ustedes no habrían cobrado de mí más que la habitual provisión de fondos para gastos. Y supongamos que efectivamente encuentran un receptor para mi memoria y hacen el trasvase. Supongamos entonces que la persona de ese receptor, en la que ya estaría mi memoria, se desentiende y se niega a pagarles la factura que ustedes le presentan cuando ya han podido calcular su monto tras el tiempo y el personal y material invertido.

—Bueno —continuaba con la sonrisa que no había perdido en ningún momento mientras escuchaba todos mis «supongamos»— por lo general nuestros clientes son gente seria y de palabra. De todos modos, para contingencias como ésa, tenemos nuestros recursos. En primer lugar, y eso es algo que estaba a punto de decirle, la operación de la copia de seguridad se paga al término de la misma y su importe alcanza el coste medio estándar del producto elegido por el cliente.

—Ya. Y esa copia de seguridad, ¿la piden muchos clientes?

—La inmensa mayoría. Y optan por conservarla después del trasvase de memoria porque la consideran un verdadero seguro de vida.

—¿De veras? —hice como que me sorprendía.

—Claro. Pongámonos en lo peor e imaginemos que un cliente, al poco de recibir nuestro servicio fallece inesperadamente. ¿De qué le ha servido todo lo que hemos hecho por él?, ¿en qué ha quedado su inversión? Una pena, ¿verdad? Pero si acordamos guardar una copia a cambio de una prima periódica razonable es posible reinstalarla en otro receptor.

—Exacto, un verdadero seguro de vida y nunca mejor dicho —le di la razón aunque sin privarme de añadir un «pero»—. Sin embargo esa copia puede quedar desfasada con los años… O sea, si el cliente muere a los cinco años de la operación, esos cinco años no estarán en la copia de memoria.

—También está previsto eso. El cliente tiene la opción de hacerse sucesivas copias con la periodicidad que él mismo disponga.

—También a un precio razonable, claro. Y tanto hurgar en el cerebro, ¿no es perjudicial?

—No nos consta.

—Muy bien —dije—. Creo que la reunión está siendo muy provechosa y que la atención que recibo de usted es espléndida.

—Gracias.

—Veo que ciertamente tienen muy en cuenta los deseos del cliente.

—Así es.

—¿Y aceptan sin reparos sus condiciones?

Por un momento la supuesta Laura dejó de sonreír para mostrar sorpresa.

—¿Puede ser más preciso?

—Quiero decir que no tienen inconveniente en prestarme el servicio que yo desee, lógico, claro; pero aún no sé si ese servicio me sería prestado en las condiciones que yo impusiera.

—Bueno —recobró la sonrisa— todo es negociable.

—Perfecto, es lo que quería escuchar. A ver qué le parece mi condición.

—A ver.

—Ese estudio psicológico que se hace al cliente… quiero que me lo haga el Dr. Ros.

Ahora sí se puso seria.

—El Dr. Ros no existe.

—Supongo que quien existe es Miguel, o el equivalente a Miguel, ¿no?

—Bueno…

—¿Es real o no la historia que se cuenta en el libro que me dejó Robert?

—Es real, pero allí no se dice que el Dr. Ros fuese psicólogo.

—No es necesario que lo sea… o lo fuese. Si el Dr. Ros mereció la confianza de John X también merece la mía. Y también espero que dirija el reconocimiento médico… Por cierto ¿dónde me harían ese reconocimiento?

—En una de nuestras clínicas, pero le recuerdo que el doctor…

—Sí, ya sé que el Dr. Ros no existe como tal y que Miguel es músico y no tendrá ningún título científico, pero si me tienen que meter en un tubo claustrofóbico para fotografiarme el cerebro desde todos los ángulos, quiero que el Dr. Ros o Miguel o como se llame, controle la prueba y personalmente me informe del resultado.

—Su petición se aparta mucho de lo ordinario.

—Seguramente —la interrumpí—, pero no es una petición, es una condición.

—No entiendo a qué viene…

—Pues se lo explico. Mejor dejar las cosas claras. La idea de prolongar la vida a través de un trasplante de memoria me parece fantástica, pero fantástica en todos los sentidos. No tengo, por tanto, la certeza de que lo que me ofrece su empresa sea posible. Para aceptar que es posible, ¿en qué puedo basarme?, ¿qué hay de momento? Un libro que un amigo decide legarme, una llamada telefónica tras la muerte de mi amigo de alguien que dice ser mi amigo y una encantadora mujer que dice llamarse Laura, como un personaje importante del libro que me deja mi amigo. El libro sigue siendo ficción para mí, la llamada la hace alguien que no tiene la voz de mi amigo y la encantadora mujer no puede ser la Laura del libro porque es veinte años más joven de lo que la Laura del libro sería hoy en día. Robert no era tonto y no se dejaba engañar fácilmente, pero no sé de qué manera llegaron ustedes hasta él ni en qué situación le encontraron, el caso es que, embaucado o no, él quiso que el libro llegase a mí. Ignoro cuánto le sacaron a Robert, pero sí sé que a mí me podrían sacar mucho más, porque no tengo familia de la que acordarme en el testamento, y que cualquier plan que monten para dejarme en cueros, por caro que resulte, sería rentable si tuviese éxito —intenté adivinar el efecto que mis palabras estaban causando en la autodenominada Laura. No detecté ninguna emoción en su rostro, que se mantenía serio y sereno—. Resumiendo, todavía no me fío de ustedes aunque no renuncio tajantemente a lo que venden. Pero si lo acabo comprando ha de ser con mis condiciones.

—Muy bien —dijo sin pestañear—. Tomo noto de sus condiciones para trasladarlas a mis superiores. Si son aprobadas se lo haremos saber.

Se despidió con un apretón de manos y un «encantada de conocerle» que acompañó con una discreta sonrisa, mucho menos intensa que la que había exhibido durante su labor de vendedora.