Al abrir los ojos tardó poco en recordar quién era, dónde estaba y por qué estaba donde estaba. Se encontraba tumbado sobre una cama de un cuarto que parecía de hospital. En realidad era una pequeña clínica de su propiedad anexa al centro de investigación también suyo. ¿Qué hacía allí? De momento despertar, librarse lentamente de los efectos de la anestesia. Si todo había salido según lo planeado, acababa de recuperar la consciencia en el cuerpo de El Oriental. Para comprobarlo se acercó una mano a la cara. La observó nervioso y vio muy emocionado que no era la mano vieja, peluda y arrugada que recordaba, sino otra de piel lisa y sin vello. La examinó por delante y por detrás cerrando una y otra vez el puño…
—¿Se encuentra bien?
John X miró hacia el rostro del que provenía la pregunta y sólo vislumbró la cara borrosa de una mujer con atuendo de enfermera.
—Creo que sí.
Aunque esperaba y deseaba oír la voz que salió de su boca, no dejó de impresionarle que fuese distinta a la que durante tantos años había tenido.
—Permítame —volvió a hablar la enfermera mientras le colocaba unas gafas.
Al instante la visión se tornó clara y pudo distinguir con nitidez cuanto le rodeaba, comenzando por la joven que le atendía en aquel momento. Movió las piernas para comprobar que no había perdido movilidad. Se tocó el pecho y echó en falta ahí también el vello que en los últimos años había encanecido y le acompañaba desde la adolescencia. No le importó, todo lo contrario, notar que la epidermis era suave. Levantó un palmo la sábana que lo cubría y vio que estaba desnudo excepto por un slip que, por supuesto, no recordaba haberse puesto y que tenía una forma y un color poco ajustados a su estilo. Pero, estilos aparte, la ojeada, aunque breve, duró lo suficiente para quedar encantado con lo visto.
—¿Y el Dr. Ros? —se extrañó de que no estuviera allí el hombre al mando de la operación.
—Está avisado y enseguida vendrá.
Efectivamente, al momento se abrió la puerta de la habitación y apareció el doctor.
—¿Todo ha ido bien? —quiso saber John.
—¿Quién me lo pregunta?
—¡John X!
—Entonces ha ido de maravilla, ha sido un éxito.
—Magnífico —intentó incorporarse—. ¿Puedo levantarme?, quiero verme.
—Claro. Se encontrará un poco débil por la anestesia, pero puede apoyarse en mí si es necesario.
El doctor le dijo a la enfermera que podía irse al tiempo que ayudaba a John a ponerse de pie. Juntos dieron unos pasos hasta el cuarto de baño. Se encendió la luz del mismo y John se vio en el espejo por primera vez con la cara que iba a tener en su segunda vida.
—Increíble —exclamó al verse.
Ya no era sólo la voz distinta, ni el nuevo cuerpo; de repente descubrió también que podía sonreír sin esfuerzo, que le salía de un modo natural, y que además era una sonrisa encantadora y total, no su hasta entonces habitual gesto con el que estiraba ligeramente los labios para mostrar más sarcasmo o perversidad que simpatía.
—¿Cómo me llamo? —preguntó sin dejar de mirarse en el espejo.
—¿Perdón? —al doctor le extrañó la pregunta.
—De tanto llamarle El Oriental he olvidado su verdadero nombre.
—Le llamamos (o le llamábamos) Jig, abreviatura de Jigme, típico nombre butanés. Y de apellido… usted le dio el suyo.
—Jig X… No me gusta mucho, pero tendré que acostumbrarme… Es fantástico —volvió a sonreír mientras seguía sin poder apartar la vista de su nueva imagen—. Me encuentro realmente bien. Fíjese qué musculatura —se tocó un bíceps y el vientre duro—. Soy todo un atleta.
—Sí, Jig practicaba bastante deporte. Tenis, sobre todo, y acudía con regularidad al gimnasio.
—No lo diga en pasado. No hay motivo para que deje de hacer ejercicio.
—Claro que no.
John (ahora Jig) permanecía embobado frente al espejo. No sentía ninguna prisa por dejar de contemplarse. Precisamente, en su «vida anterior», actitudes como ésa las consideraba una enorme tontería. Ni en sus años mozos había querido malgastar su valioso tiempo en esfuerzos por lograr un buen aspecto.
—Doctor —dijo agrandando la sonrisa que tampoco podía evitar.
—¿Sí?
—Quedamos en que lo que se transfería era sólo la memoria, el carácter no.
—En efecto.
Por fin John (ahora Jig) apartó la vista de su imagen y la dirigió a los ojos de su más diligente colaborador.
—Pues acabo de descubrir que Jig es mucho más simpático y presumido que John —declaró con una expresión que únicamente podía significar «gracias».
Hasta aquel momento el Dr. Ros, de su jefe, sólo había recibido felicitaciones y reconocimiento por el trabajo bien hecho. Por primera vez era obsequiado por John con su afecto y una señal inequívoca de que le estaba agradecido. El científico no quiso recrearse más de la cuenta en esa sensación y, haciendo gala de su profesionalidad, le recordó a Jig (dejemos ya de llamarle John) una cuestión pendiente.
—Si le parece… deberíamos ocuparnos de su anterior cuerpo.
—Tiene razón —aceptó Jig—. ¿Dónde está?
—No muy lejos, pero sería mejor que se vistiera primero si quiere salir de aquí.
—Vuelve a tener razón. ¿Dónde está mi ropa?
—Probablemente en ese armario —señaló unas puertas empotradas en la pared.
Comprobaron que efectivamente había allí unos pantalones vaqueros, un polo y unas zapatillas deportivas.
—No estoy familiarizado con este atuendo tan informal, pero no creo que sea difícil colocársela.
Le satisfizo la agilidad, rapidez y vigor con que movía los dedos en la tarea de abotonarse el pantalón y, sobre todo, atarse los cordones del calzado. También el paso ligero con el que acompañó al doctor hasta una sala de quirófano donde permanecía extendido sobre una mesa de operaciones el cuerpo de John X.
—¿Qué quiere que hagamos con su antiguo «yo»? —preguntó el doctor cuando ambos llegaron junto a la mesa.
Jig ya no sonreía. Ver su antiguo físico le impresionó mucho más de lo que había supuesto a priori. Era evidente, por el movimiento del pecho, que aquella masa de carne seguía respirando, pero aún así no reprimió la pregunta.
—¿Está vivo?
—Lo está.
—¿Y en qué condiciones seguiría viviendo si lo despertásemos? ¿Sería sólo un vegetal?
—Pues… le hemos vaciado la memoria. No recuerda nada, no tiene nociones de nada, no conoce nada… Sería como un recién nacido. Habría que enseñárselo todo. Quizá a caminar no, pero a hablar sí, por ejemplo. En fin, por la edad que tiene, para comenzar a valerse por sí mismo seguramente necesitaría más tiempo que el que, en circunstancias normales, le queda de vida si consideramos que…
Jig prefirió no entrar en consideraciones. Desde hacía tiempo tenía decidido lo que iba a hacer y a última hora no iba a cambiar de planes. De modo que interrumpió al doctor para darle la orden fatídica.
—Acabemos el trabajo.
El doctor ya estaba preparado. Sólo debía inyectar la dosis justa del producto que, a través de la sonda que desembocaba en la muñeca del cuerpo sin memoria, paralizaría el corazón del antiguo John. Se hizo con la jeringa y la dirigió hacia la bolsa del suero. Antes de llegar a ella, Jig le cogió por el codo.
—Lo haré yo.
—¿Seguro? —se sorprendió el doctor.
—Claro. Si lo hace usted será asesinato. Eso sí sería asesinato. Si lo hago yo es suicidio —dijo mientras pulsaba el émbolo para empujar el líquido mortal.
Al cabo de pocos segundos, la máquina que reflejaba el movimiento cardíaco del viejo magnate comenzó a emitir el sonido continuo que anunciaba la ausencia de vida. Entonces el Dr. Ros abandonó el quirófano en busca de un médico con el que regresó poco después. A él le encargaron el papeleo de la certificación del fallecimiento. Por orden de Jig, también los abogados acudieron de inmediato para ser testigos presenciales del «relevo».
En el corto espacio de tiempo en que Jig permaneció solo con el cadáver, tuvo ocasión de meditar lo que quería decir a los abogados; y así, nada más recluirse con éstos en una pequeña sala del centro de investigación fue directo al grano.
—Caballeros, pueden ya hacer pública la muerte de John X. Comiencen los preparativos del funeral y el entierro… —Jig calló al advertir que los tres miembros principales de su equipo jurídico le miraban perplejos—. Parecen sorprendidos. Y no entiendo el motivo. Todo está resultando como lo teníamos previsto. Poseo otro cuerpo, otra voz y otro nombre. Deberán acostumbrarse cuanto antes a esos cambios. Es posible que noten alguno más. Pero, en definitiva, siguen trabajando para mí y tendrán que acatar mis órdenes. Recuerden que se planeó todo de manera que no hubiese en ningún momento vacío de poder. Y muerto John, es Jig quien manda, aunque todavía no se haya leído el testamento donde así se establece. No tendrán dudas, ¿verdad?
—No, señor —respondió el abogado más veterano.
—No, señor —repitieron los otros dos.