8. Antes de la operación

John dedicó los días previos al trasplante de memoria a familiarizarse con el mundo que había encontrado a la vuelta de su dilatado sueño, pero sobre todo a conocer la personalidad de quien había escogido como receptor. Leyó extensos informes que detallaban las costumbres de El Oriental, cuáles eran sus aficiones y con quién se relacionaba. Complementaba la información bastante material fotográfico. Por otra parte, el Dr. Ros, fiel a su «estar en todo», le sugirió la ayuda de psicólogos para preparar anímicamente el cambio de cuerpo. John respondió que no hacía falta, que le bastaba con que ambos mantuvieran una conversación cordial y franca.

—De hecho —dijo John— tampoco hay tanta diferencia con cuando me «congelaron». Todo se reduce a dormir y despertar.

—Alguna diferencia hay —quiso discrepar el doctor—. En la «congelación» pasaron diez años desde que se durmió hasta que se despertó. En la operación de sustitución de memoria todo ocurrirá el mismo día. Eso seguramente juega a su favor. El problema… o, más bien, la principal diferencia ahora será que, cuando despierte, se encontrará en otro cuerpo.

—Bueno, si es un cuerpo más joven, ágil y sano que el que usted tiene delante, creo que podré conformarme y acostumbrarme fácilmente —dejó escapar una ligera sonrisa.

Al doctor no le hizo excesiva gracia la ocurrencia, pero pensó que podía utilizarla para comprobar hasta dónde llegaba la resistencia mental de su jefe. No era psicólogo, pero si tenía que hacer las veces de tal, aunque fuese de modo improvisado, podía tirar de la lengua a John con el fin de medir su egoísmo y falta de escrúpulos y, con ello, tener una idea aproximada de si el trasvase de memoria podía causarle algún conflicto emocional.

—¿Y en su hijo ha pensado?

John X cambió la sonrisa por un gesto de desagrado.

—Usted sabe de sobra que nunca le he visto como un hijo… Y no lo voy a hacer ahora. No creo que deba sentirme culpable, si es eso lo que pretende. Y no creo que debamos sentir lástima por él. Como yo, se dormirá y despertará.

—Él no despertará.

—Su cuerpo despertará. Su cerebro despertará. Su memoria no despertará, pero despertará la mía que es mucho mayor.

—Sí, pero es la suya y no la de él.

—¿A dónde quiere ir a parar? ¿Insinúa que estamos planeando un crimen?

—Legalmente no, claro. Pero sí se va a matar su memoria.

—Para salvar otra.

—Ya. Ese argumento tendría más peso si el propietario de esa memoria accediera voluntariamente a que se la cambiaran por otra.

No era el caso. El Oriental ignoraba lógicamente lo que estaba previsto hacerle, y, por supuesto, nadie iba a preguntarle si estaría dispuesto a que le hicieran un pequeño cambio en los sesos.

—A ver, doctor. Imagine que tiene un accidente, que le cae un ladrillo en la cabeza, por ejemplo, y pierde la memoria. La amnesia es total y no recuerda nada que le hubiera pasado antes del accidente. ¿Estaría usted muerto?

—Tendría la memoria bloqueada, y si el daño fuese irreversible sí podría decirse que mi antigua memoria habría muerto, que mi «yo» anterior en cierto modo había muerto. Pero habría sido por un accidente y no premeditadamente como va a ocurrir en nuestro caso. Todos sabemos la diferencia que hay entre homicidio y asesinato.

—¿Asesinato? Esa es una palabra muy fuerte.

Al Dr. Ros no le gustó detectar cierta contrariedad y enojo en la reacción de John, podía significar que un poco culpable sí se sentía. Hubiese estado mejor un poco de cinismo y de naturalidad en la respuesta.

—Lo que va a suceder con el chico, —continuó el científico su experimento con la esperanza de que al final John se relajara y no acabara perdiendo los nervios— lo que le vamos a hacer no hay ley actual que pueda considerarlo asesinato, pero permítame recordarle que en la operación trasplantaremos la memoria, no el carácter.

—¿Y?

—Que es posible que El Oriental tenga más escrúpulos que usted.

—¿Y?

—Que la conciencia le…

—Ese muchacho es como yo. Si no mienten los informes que me han pasado, ese muchacho tiene la misma conciencia que yo; o sea, ninguna —ahora sí habló sin parecer molesto, incluso sonriente y en tono burlón—. La conciencia no es útil en los negocios, luego no la necesito; y si a él le han enseñado bien en los cursos de empresariales, habrá aprendido que tener conciencia es un estorbo. También le habrán explicado que la función social del empresario consiste básicamente en invertir con el fin de generar riqueza. ¡Desde luego! ¡Sin duda! Seguro que el chico habrá sabido interpretar eso correctamente y llegado como yo al convencimiento de que la misión del empresario es crear riqueza, por supuesto; ¡su propia riqueza! A ver doctor, ¿qué pretende exactamente? ¿A estas alturas va a intentar que tenga remordimientos de conciencia? ¿Quiere que entremos en el terreno de la moralidad? Para no perder tiempo le diré lo que hace mucho que usted debería saber: no tengo moral, o tengo la justa para pasear por la calle sin que me detengan por escándalo público, o sea, vestido. Ética, moralidad… son cargas que sólo soporto si no tengo más remedio. Ya sé que de ellas derivan las normas que regulan la convivencia. Pero disfruto de poder suficiente para saltarme impunemente esas normas si contravienen mis fines. Cuando actúo, o antes o después de hacerlo, no me paro a valorar si la acción es buena o mala; ni creo que vaya a ser recompensada o castigada por un inexistente juez divino. Y menos ahora, que se me presenta la oportunidad de vivir eternamente. Sí, mi cuerpo morirá, pero se lo comerán los gusanos, no arderá en las brasas del infierno… Resumiendo, ya ve que conciencia, la que se entiende según el diccionario como la facultad que censura nuestros actos y nos impulsa a obrar bien y con consideración al prójimo —recitó de corrido—, no tengo.

—Sí, ya veo —dijo el doctor más calmado tras escuchar las frases que esperaba de John. Aquella era la actitud que confiaba ver en su jefe, la que éste necesitaba para acceder sin problemas a una segunda vida.

—Y si alguna vez la tuve —John aún no había terminado su discurso sobre la conciencia—, que lo dudo, huyó de mí para siempre al comprobar que yo era un caso perdido y que cada vez que he querido hacer una cosa me he atenido al sisino.

—¿Cómo? —eso último no lo entendió el Dr. Ros.

—¿Nunca ha oído hablar del sisino? Es muy viejo. Ya existía cuando yo era crío. En los barrios donde crecí era lo primero que se aprendía. Y consistía en algo muy simple. «Sí», «sí» y «no», por este orden, eran las respuestas que tenían que darse para saber si se podía emprender alguna acción. Eran las respuestas a las tres preguntas claves: «¿Quiero?». «¿Puedo?». «¿Me van a pillar?». Que sisino, en algunas lenguas latinas, suene muy parecido a asesino es mera casualidad.

—Claro —al doctor se le escapó media sonrisa.

—Pero cambiemos de tema. Es usted un excelente científico y sería una pena perderle. Dígame, doctor, ¿no le gustaría prolongar su vida y continuar contribuyendo al avance de la ciencia?

—¿Me lo pregunta por curiosidad o me lo propone?

—De momento lo primero.

—Pues no sé. En todo caso me lo plantearía de modo diferente a usted. Con otros objetivos, quiero decir.

—¿De veras?

—Sí. Por lo que veo, usted sólo pretende continuar con su vida sin más, alargarla más allá de lo que la Naturaleza habitualmente permite.

—Si estoy contento con lo que tengo y soy, ¿para qué aspirar a algo distinto?

—Lógico. En cambio yo, si tuviera la oportunidad, no sé si desearía llevar la misma vida.

—¿No ha tenido una existencia feliz?

—No ha estado mal. He tenido y tengo un trabajo que me ha dado muchas satisfacciones, pero en lo personal he echado de menos algunas cosas y he sufrido algunas frustraciones… Creo que si pudiera prolongar mi vida lo haría en el cuerpo de un receptor que me permitiera vivir experiencias nuevas.

—Comprendo.

—¿No le he dicho nunca que me gusta la música?

—¿Usted también? Al final va a resultar que la música es peligrosa para mis intereses.

—Estudié solfeo de niño —explicó el doctor pasando por alto el comentario de su jefe— y empecé a tocar algún instrumento. Pero era torpe y aparqué la música inclinándome exclusivamente por mi otra pasión: la ciencia.

—Entonces…

—Entonces… si pudiera elegir, intentaría quedarme con un receptor con habilidad en el manejo de los instrumentos musicales. Y por otro lado… Bueno, yo tengo algún escrúpulo más que usted.

—Lo sospechaba.

—Quiero decir que procuraría que el crimen no fuese completo…

El doctor vaciló. Parecía no saber cómo continuar.

—Explíquese, por favor —le pidió John X.

—Si el crimen consiste en borrar toda una memoria… procuraría conocer en lo posible la vida de mi receptor en potencia para guardar parte de esa memoria.

—Ya… ¿Y no bastaría con guardar la memoria del receptor en el banco de memorias?

—Pues…

El Dr. Ros quiso meditar sobre esa posibilidad, pero John interrumpió sus pensamientos completando la propuesta.

—De esa manera no habría matado la memoria, sólo la tendría secuestrada y, si su conciencia es tan fuerte como para no dejarle en paz, siempre cabría la posibilidad de reintegrar la memoria raptada a su cuerpo original.

El científico dibujó una mueca difícil de interpretar, tanto podía significar que le gustaba la sugerencia y tomaba nota de ella, como que pensaba que su jefe le estaba tomando el pelo.

—No está mal pensado —reconoció al fin.

—¡Claro que no! —exclamó John antes de soltar una gran carcajada.

El trabajo me había mantenido muy ocupado y llevaba bastantes días sin coger el libro. Casi me había olvidado de él. Lo había dejado en la estantería, mezclado con los volúmenes antiguos, y su lomo gris apenas se distinguía entre otras encuadernaciones en su mayoría de tonos grises. Si regresé a él y leí el capítulo de la conversación entre John X y el doctor sobre los escrúpulos y la conciencia, fue gracias a una fulana. Entendámonos, una fulana de lujo. Que la chica sea fina, vista ropas caras con elegancia, tenga clase y cierta cultura, no la libra de ser lo que es: una prostituta, por mucho que legalmente figure en la plantilla de una empresa de modelos… Pero esa no es la cuestión. A lo que iba. Mi propósito era enlazar lo de los escrúpulos con una declaración supongo que innecesaria: yo también carezco de ellos. Y no me importa de vez en cuando recurrir a «empresas de modelos» para solicitar la compañía de su mejores empleadas, las más caras. Las facturas que pago por ellas prueban lo mucho que me cuestan. Pero soporto sin dolor el gasto al recordar que es muy inferior al que me supondría estar casado… En fin, cuestiones puramente financieras aparte, diré que el trato frecuente con ellas me ha servido para conocerlas y valorar con muy buena nota su trabajo, también para sentir predilección por una señorita en concreto, Julia, que suele últimamente acompañarme en los viajes de negocios y pasar conmigo las noches o los fines de semana en que me apetece tenerla al lado. Tampoco ella demuestra remilgos al relacionarse con un tipo mucho mayor y de una catadura moral tan poco encomiable como la que me adorna. Si finge… finge muy bien. De acuerdo, no soy joven ni atractivo, pero huelo a colonia varonil cara y nada de lo que me rodea produce repugnancia sino todo lo contrario. La chica, como ya he dicho, tiene clase y sabe apreciar la decoración de los lugares a los que la llevo, y desde luego los objetos de valor que abundan en mis casas. Precisamente la última vez que estuvimos juntos, mientras yo atendía una llamada, la descubrí mirando con gran atención los cuadros de mi salón. Al colgar el teléfono ella estaba delante de uno al que llevaba contemplando no menos de dos minutos.

—¿Te gusta Gauguin? —quise saber.

—Mucho. ¿Es un original?

—La duda ofende.

—Claro. Es curioso. El otro día estuve hablando de este cuadro con un amigo tuyo.

—¿En serio?

—Totalmente.

—¿Qué amigo?

—No sé su nombre real. Era la primera vez que me veía con él y me dijo que de momento le llamara Eric. Me aseguró que había sido amigo tuyo muchos años… Aunque por su edad…

—¿Qué edad?

—Pues relativamente poca. No creo que pasara de los treinta.

—No tengo muchos amigos tan jóvenes. Y casi nadie ha estado en este salón, que reservo para los más íntimos. No debería serme difícil saber quién es, aunque seguro que Eric no es su nombre real, porque nadie con ese nombre ha pisado esta habitación. ¿Hablasteis de este cuadro?

—Sí, y de ti. Me confesó lo mucho que le gustaba esta pintura y que tú sabías cuánto le gustaba y que era lo único que te envidiaba.

Pensé de inmediato en Robert, claro, pese a que la lógica obligaba a no hacerlo: cuando él tenía treinta años, Julia aún no había nacido.

—¿Cuándo te dijo eso?

—La semana pasada.

—Absurdo. Robert llevaba varios meses muerto.

—No lo entiendo —murmuré para mí aunque ella me oyó.

—¿No lo entiendes? ¿Y si te digo que él sabe que tú y yo nos vemos con frecuencia y que aprovechando eso me pidió que te diera un mensaje?

—¿Cómo? ¿Qué mensaje?

—No lo grabé ni escribí, pero sus palabras fueron aproximadamente: dile a Nelson que espero que me pague el favor y sea generoso conmigo en su testamento, aunque me conformaría con el Gauguin y con que se porte bien y haga con el libro que ya sabe lo que le pedí.

Estuve paralizado por la sorpresa unos instantes. Cuando pude reaccionar insté a la chica a ser lo más descriptiva posible respecto al individuo con el que había hablado de mí. Julia detalló algunos rasgos físicos, pero no me sirvieron para asociarlos a nadie conocido. No se ajustaban ni al hijo de Robert, que fue el único del que se me ocurrió sospechar. Pregunté sobre el lugar en que se habían visto y resultó ser un hotel de Milán en el que mi difunto amigo solía hospedarse. Algunas veces habíamos coincidido en él porque también era el que yo escogía durante mis estancias en la ciudad italiana. Atónito, sólo fui capaz de pedir a Julia que se marchara. Obedeció sin protestar aunque no resistió, antes de decir adiós, preguntarme si me pasaba algo. Nada, mentí.

Cuando ella se fue, dudé unos segundos hasta que finalmente dirigí la vista hacia el lomo del libro gris.