6. Fase previa

El Dr. Ros salió descontento de aquella reunión y convencido de que el proyecto se le escapaba de las manos. Los abogados habían procurado hacerle ver que el tren estaba en funcionamiento y que él, ni era el maquinista que lo pilotaba ni podía bajarse en marcha sin hacerse daño. Al doctor le quedaba la tarea de que no hubiese descarrilamiento. A su favor tenía que contaba con la total confianza del dueño del ferrocarril. En su contra que John X estaba todavía en la «nevera» y, hasta que no le reanimara, tenía que cogobernar la empresa con los abogados. John X lo había dispuesto así antes de entrar en «letargo» porque supuso que el doctor y los abogados se complementarían. Había llegado a conocer al científico y apreciaba de él su gran sensatez. Y conocía también a los abogados y su afán por tener el control de todo. Dio por seguro que habría enfrentamiento entre ambos bandos, pero consideró que ello no tenía que ser forzosamente negativo, sino más bien lo contrario. A fin de cuentas, ya retomaría él de nuevos las riendas cuando despertara. Y si no despertaba… ¡qué más daba todo!

Al Dr. Ros le parecía fuera de lugar que los abogados se hubiesen comenzado a plantear ya cómo iban a explotar comercialmente el producto cuando, pese a que los últimos experimentos habían sido muy positivos, faltaba la prueba definitiva: la operación por la que se había puesto en marcha la empresa, aquella en la que el donante había de ser John X y el receptor… Sobre el receptor habían mantenido el doctor y John X más de una conversación poco antes de la «congelación». Así fue la primera:

—John, tengo que ser una vez más sincero con usted.

—Adelante, no se cohíba.

—No hemos hablado todavía del receptor; del suyo, quiero decir.

—Es verdad, ¿pero no es un poco pronto para hacerlo? Aún no hemos desarrollado nuestro proyecto, seguramente tendré que entrar en la «nevera» y estar en ella un largo tiempo…

—Claro, pero no podemos tener la completa seguridad de que al despertar estará en perfectas condiciones, ni si contaremos con margen suficiente para disponer de un receptor adecuado.

—Comprendo.

—Por lo que sería conveniente que comenzáramos a trabajar ya en ese asunto. No digo que ahora mismo nos hagamos con un receptor porque no sabemos los años que tardaremos en poder utilizarlo, ni cómo estará él al cabo de esos años. Pero sí sería bueno que me diera una idea del tipo de receptor en que ha pensado.

—Pues en un apuesto y joven galán… No, doctor, bromeaba. Me conformo con que sea un tipo sano y de menos de treinta años.

—Debería concretar más, John.

—¿Para qué?, si cumple esos dos requisitos ya me vale.

—Quizá le vale en cuanto a las características físicas del receptor, pero no en cuanto a su entorno.

—¿El entorno del receptor?

—Sí, es muy importante considerarlo porque determina el modo de vida que tendrá el donante. ¿Usted qué vida quiere tener, la del receptor o la suya?

John X no entendió la pregunta.

—No le sigo, doctor.

El Dr. Ros, a su vez, no comprendía que John no le entendiera; pensaba que el jefe supremo y padre del proyecto habría reflexionado sobre el problema igual que lo había hecho él y llegado a las mismas conclusiones. Pero al parecer John había empleado toda su imaginación en la concepción de la idea y no había entrado en detalles, para eso estaban los científicos, claro.

—Quiero decir que si el receptor es una persona muy condicionada por su entorno será más difícil sacarlo de él en el caso de que el donante desee vivir su vida y no la del receptor. Piense en un feliz padre de familia siempre rodeado de los suyos y perfectamente integrado en su trabajo donde se siente muy a gusto. Y piense en un sujeto independiente, que no quiere ataduras y que cambia constantemente de empleo. Si usted desea tener la vida del receptor padre de familia muy bien. Pero si usted no desea esa vida y prefiere orientar la suya a su gusto será más fácil optar como receptor por el sujeto independiente.

—Ya. Bueno, la verdad es que sólo había pensado en prolongar mi vida, la mía. Está claro que si lo hago tiene que ser con otro nombre, otro cuerpo y otra personalidad. Pero no quisiera desprenderme de mi patrimonio.

—Pues en ese caso…

—En ese caso —interrumpió John X porque su cerebro había pensado rápido y necesitaba expresar cuanto antes lo que se le había ocurrido— en ese caso mi receptor debería ser un individuo solitario. Podría adoptar un huérfano ahora, una criatura a la que daría mi protección y mi apellido, y que en su momento, cuando me saquen de la «nevera», sería mi legítimo y legal heredero y seguramente se habría convertido en un adulto listo para llevar mis empresas, sobre todo después de recibir mi memoria.

—Es una posibilidad —admitió el doctor.

Una posibilidad derivada de una idea improvisada que John decidió madurar unos días hasta que, sin dudas sobre la solidez de la misma, dio las órdenes oportunas para desarrollarla. Sus abogados comenzaron a buscar por las inclusas de todo el mundo infantes que se ajustaran a las pautas marcadas por John con el asesoramiento del Dr. Ros. Había que encontrar básicamente un niño de cuatro a siete años de aspecto sano y pinta de inteligente que, ya a tan corta edad, mostrara dotes de liderazgo entre las demás criaturas del orfanato.

Al cabo de unos meses John tenía sobre la mesa una gran carpeta con informes sobre unos cuarenta niños preseleccionados. Los estudió con detenimiento, en especial las fotos que acompañaban cada historial. Solía fiarse de lo que le sugería la expresión de un rostro, y más tratándose de gente tan menuda y en teoría inocente. Guiado por esa impresión a simple vista tanto como por el texto, se quedó con cinco informes. Se los mostró al doctor y a éste le pareció correcta la selección. Pero había que concretar más porque en teoría sólo necesitaba adoptar a un crío.

John decidió visitar los hospicios del quinteto «finalista» para hacer la criba definitiva. Viajó a tres continentes y conoció en persona a los cinco niños. Les vio de lejos, jugando con sus compañeros, y de cerca para hablar con ellos en presencia de algún empleado del orfanato que hacía de intérprete. Quiso conocer también a los responsables de los centros y tener en cuenta la información que estos pudieran o quisieran darle y que previamente no había sido recogida por sus enviados.

Regresó a casa sin haberse decantado por una de las opciones en concreto. Había dos que le habían interesado más que el resto, pero vacilaba entre ambas. Los dos niños eran muy parecidos en carácter y costaba distinguir la personalidad de uno de la del otro. Sin embargo físicamente eran distintos: uno tenía algunos rasgos típicos de una raza originaria de Centroamérica y el otro presentaba bastantes de los del pueblo asiático al que pertenecía. El primero no tenía la piel tan cobriza como cabía esperar porque, como le insinuaron, había algo de mestizaje en él. Y el segundo tenía los ojos escasamente rasgados porque, aun habiendo nacido en Bután, era resultado de una relación fugaz entre una nativa de ese país tibetano y un europeo de clase alta aficionado a los viajes de aventura y a las aventuras.

Después de mucho rumiarlo, y frente a las dificultades de escoger la opción más acertada, decidió quedarse con los dos. Problema económico no había para ello, y si se había equivocado en uno siempre quedaba la alternativa del otro. Por esa misma regla de tres podría haberse quedado los cinco, según le sugirió uno de los abogados. Respondió que no tenía intención de montar una guardería ni de pasar tan a la brava de soltero y sin hijos a padre de familia numerosa. Por otra parte opinaba que la competencia entre dos es más evidente y reñida que la lucha entre cinco, donde las disputas internas quedan difuminadas y se hace difícil saber quién es realmente el rival. Y al fin y al cabo se trataba de competir, de que aquellos mocosos le demostraran con los años quién de los dos merecía heredar su memoria, y con ella todo lo demás. Bien, en realidad se trataba de competir, pero sin saber que competían y menos aún qué premio se llevaría el ganador.

Quedaban unos años para que John fuese «congelado» y en ese tiempo quiso seguir de cerca la evolución de los chiquillos, ahora hermanos adoptivos. No convivió demasiado con ellos, porque tampoco era su propósito ejercer de padre y mucho menos encariñarse de nadie. Los puso en manos de varios preceptores con los que regularmente se reunía y así tener noticias sobre la marcha de sus hijos. Y, antes de entrar en la «nevera», al preceptor que le pareció más competente, le cargó con la responsabilidad de procurar la formación más adecuada para los chicos. Le dijo que tenía para ello presupuesto ilimitado y que en cuestiones monetarias se entendiera con los abogados de la casa. También le informó de que él iba a estar ausente un periodo cuya duración no podía precisar, y que si no había regresado para cuando los muchachos estuvieran en edad de hacer los cursos de secundaria, que buscara un colegio de élite y diera, a los responsables máximos del mismo, instrucciones muy claras de que los chicos recibiesen la formación necesaria para hacer con posterioridad carrera universitaria en estudios empresariales o de derecho. Y si, próximo el inicio de la carrera, aún continuaba ausente, que matriculara a los chicos en la universidad mundial de más prestigio.

Podrá opinarse que era inútil tanta preparación porque, cuando llegara el momento de la transferencia de memoria, el hijo adoptivo elegido debía perder la suya para recibir la de John. Cierto, pero, en un gesto de generosidad impropio de éste, al otro hijo se le habría dotado de la preparación necesaria para moverse con soltura en los ámbitos administrativos más altos de las empresas. Es decir, a priori John no podía saber cuál de los dos infantes acabaría siendo su receptor, y pensó que lo más conveniente y prudente sería procurar para los dos una adecuada y alta formación. En el caso de quien fuese finalmente su receptor porque dispondría de unos conocimientos académicos y profesionales cercanos a los de John y con el trasplante de memoria la sustitución de unos por otros no supondría un cambio excesivo. Y en el caso del otro hijo ya se ha dicho que la preparación recibida le abriría muchas puertas.

Como se ha adelantado en párrafos anteriores, John apenas entró en contacto con sus adoptados antes de la «congelación». Fueron unos años en los que cuando se refería a ellos ante el Dr. Ros o los abogados no les llamaba por su nombre. Para él uno era El Maya y el otro El Oriental. No olvidaba por qué los había ahijado y no se planteó en ningún momento (también ha quedado dicho) mantener con ellos una relación paterno-filial. Contrató los servicios de un grupo de mujeres que, por rigurosos turnos de ocho horas, cuidaron de los críos en una granja alejada de la civilización. Los niños crecieron allí, hasta los inicios de la adolescencia, sin otra compañía que la de los trabajadores de la granja (ninguno de ellos menor de cuarenta años) las mujeres que les atendían y los profesores que les educaban. No fue un crecimiento muy común, pero tampoco infeliz. Excepto la convivencia con otros niños, a ellos no les faltó de nada. En las horas de ocio podían moverse con libertad por las amplias extensiones de la granja, y podían hacerlo a pie, en bicicleta o a caballo. No echaban de menos la figura paterna (ni la materna) porque nunca la habían tenido y porque, en las pocas veces que John se dejaba caer por allí, éste se limitaba poco más que a estrecharles la mano y observarles para reparar en las transformaciones físicas experimentadas desde la visita anterior. Les hacía, sí, preguntas sobre si se encontraban a gusto en aquel lugar o si obedecían a los educadores, con intención de intuir ya cuál de los dos acabaría sucediéndole, cuál le parecía más espabilado. Tarea difícil porque los dos se mostraban ante él de forma idéntica, con sumo respeto y deferencia, como les habían enseñado. También con cierta distancia porque, aunque sabían que legalmente John era su padre, no podían llamarle papá. Los preceptores habían recibido instrucciones de que les informaran quién y qué era John para ellos, incluso de que les explicaran cuál era el verdadero origen de ambos y de lo agradecidos que debían estar a su benefactor por todo lo que estaban recibiendo, pero de «papá» nada.

A los doce años los chavales vieron cómo su vida cambiaba radicalmente. Tuvieron que dejar la granja, a la que sólo regresarían por vacaciones, para ingresar en una institución de enseñanza muy exclusiva ubicada en los Alpes suizos donde recibirían estudios de secundaria. Por fin podrían relacionarse con personas de su misma edad. Lo que no podrían hacer entonces de ningún modo sería contar a su padre adoptivo las experiencias vividas en aquel centro porque John ya estaba en la «nevera» desde poco antes de que ellos llegaran allí.

Cuando se decidió por fin a ser «congelado», John disfrutaba de muy buena salud para su edad. Los chequeos que regularmente se le practicaban sólo detectaban pequeñas irregularidades producto del desgaste que con los años habían sufrido algunos órganos. Con ayuda del medicamento adecuado se ponía el remedio correspondiente y se subsanaba el problema. John era además muy disciplinado y seguía sin esfuerzos ni quejas los consejos médicos.

Los días anteriores al letargo los dedicó a tomar decisiones importantes y cubrir trámites imprescindibles. Dejó al Dr. Ros al mando de todo lo concerniente a los laboratorios y el encargo de moderar el ímpetu comercial de los abogados y no dejar que estos se entrometieran en su trabajo. Y a los abogados les dijo que si el experimento resultaba positivo con él, no había razón para no aprovechar el suculento negocio que por fuerza comportaría la venta de inmortalidad, de modo que podían comenzar ya a estudiar cómo captar clientes. Les dio poderes, instrucciones y fondos para crear una fundación que serviría en primer lugar para construir un hospital de tamaño medio especializado en enfermedades de difícil cura donde los pacientes (personas de alto poder adquisitivo) recibirían atención exquisita. Allí habría mercado de donantes seguro. El problema grande radicaría seguramente en los receptores: no iba a ser fácil encontrar al receptor más acorde a cada donante, ni tampoco convencer al Dr. Ros de que casi nunca (por no decir nunca) iban a poder encontrar receptores voluntarios y sería obligado recurrir al engaño, al rapto o a ya veríamos qué otras acciones deshonestas e ilegales. Y una cosa debía quedar muy clara: a todos los efectos él estaba de viaje de negocios. Y si la hibernación se alargaba mucho y todo el mundo comenzaba a preguntar demasiado (incluida la prensa) la información que había que dar era la siguiente: John X está temporalmente retirado y descansando en un lugar remoto donde no desea ser molestado.

Y así, con todos los cabos atados, en muy buenas condiciones físicas, con la promesa del Dr. Ros de que no estaría mucho tiempo en el «frigorífico» porque la investigación avanzaba satisfactoriamente, y con la memoria repleta de la información y de la sabiduría que había acumulado durante su existencia, se dispuso a iniciar la gran siesta.

Estuve leyendo más de lo que había previsto. Se me pasó el tiempo sin darme cuenta. Y, sin advertirlo, me había puesto en la piel de John X. Por mucho que tuviera el convencimiento de que lo leído era pura ficción, y por mucho que me resista siempre a dejarme llevar por ideas fantásticas, no pude evitar imaginarme en la situación de John X. Pensé que si tuviera la oportunidad que se le brindaba a él, también yo seguramente intentaría aprovecharla, ¿por qué no? ¿Qué mejor sucesor de uno mismo que uno mismo? Sería magnífico «recomenzar» con el imperio ya montado, y superada la engorrosa etapa de la infancia. Quizá yo no hubiese adoptado a dos posibles receptores. Me parece más prudente tener un único heredero y que ése acabe siendo yo… O no. ¿De verdad me gustaría repetir la misma vida? ¿Sería en realidad la misma? En el supuesto de John X parece que él, aunque con un cuerpo más joven, va a continuar en el mismo ambiente, va a moverse por los mismos escenarios y a trabajar y relacionarse con la misma gente. ¿A mí me gustaría gozar de esa misma posibilidad? ¿No me satisfaría más vivir una segunda vida diferente a la primera? ¿Podría vivir reiteradamente la misma vida sin hartarme? Cierto que con los años los decorados irían variando y la gente de mi entorno también, pero en esencia yo seguiría llevando la misma vida; en distintos cuerpos (los de los infelices que sucesivamente habría ido adoptando) pero la misma vida. ¿No me cansaría de esa rutina? ¿Soportaría bien contemplar sin cesar la marcha por muerte o jubilación de mis más fieles empleados? Bueno, al final, si me hartaba, con no volver a instalar mi memoria en otro cuerpo… ¿Y cómo sería vivir una vida radicalmente diferente? Podría hacerlo, podría, ya veríamos cómo, tener siempre a mi disposición un gran fondo financiero que me permitiera indefinidamente prolongar mi existencia aunque eligiera receptores de vida sencilla y sin posibilidades de acumular dinero… ¿Soportaría entonces estar a las órdenes de otro, ser tratado con desprecio por mis jefes o tener que convivir con esposa e hijos?

¡No es posible! No puedo creer que esté fantaseando de esta manera. El puñetero libro está siendo capaz de hacerme perder mi valioso tiempo con historias increíbles que no conducen a nada.