4. La elección del receptor

Encauzada la técnica precisa para conseguir el objetivo que se había propuesto John X (y no entraremos en detalles sobre los estudios, trabajos y experimentos realizados para ello porque es tan secreto de empresa como para un fabricante de cola la fórmula de su bebida) podía emprenderse otra tarea, en principio mucho más simple, pero que también requería su ciencia: la elección del receptor. El Dr. Ros había dirigido desde el comienzo todo el trabajo de investigación y aún lo hacía cuando fue necesario afrontar esa nueva tarea. Habían pasado varios lustros desde que comenzó a trabajar para John X, era casi un anciano, pero mantenía la mayoría de sus cualidades. Una de ellas consistía en saber lo que se necesitaba en cada momento sobre todo lo perteneciente o vinculado a su ámbito de actuación. Supo por tanto, cuando convino, que sería menester recurrir a psicólogos para acertar en la elección del receptor. No se trataba simplemente de raptar al primer infeliz que pasara por la calle. Ese «infeliz» debía como mínimo ser joven y gozar de buena salud, pero también poseer una personalidad que no chocara con la del donante. (En adelante, para entendernos, llamaremos receptor al sujeto poseedor del cuerpo cuya memoria ha de ser reemplazada, y donante al individuo cuya memoria va a ser instalada en otro cerebro). Volviendo al razonamiento anterior, no sería bueno que la memoria de, por ejemplo, un pensador de prestigio fuese a parar al cerebro de un cabeza de chorlito incapaz de efectuar tareas más complejas que las de apretar tornillos o de expresarse con un lenguaje que no fuese vulgar ni de vocabulario reducido. ¿Por qué? Porque o resultaría muy sospechoso y nadie entendería que de repente alguien de tan pocas luces se mostrara como un intelectual redicho, o a la rica memoria transportada le «frustraría» dedicarse a ocupaciones rutinarias y participar en conversaciones de bajo nivel.

Antes de imponer ese tipo de argumentos, el Dr. Ros hubo de explorar y discutir con los abogados de la empresa las diferentes posibilidades que se barajaban sobre el perfil del receptor. En primer lugar había que decidir si se optaba por el sistema «legal» o el «ilegal», es decir, si iba a contarse o no con el consentimiento del receptor. Los abogados no consideraron viable el sistema «legal» porque descartaban que hubiese alguien dispuesto a dejarse borrar la memoria, lo que equivale a morir si se acepta que somos lo que recordamos. Y desde luego nadie iba a firmar un documento consintiendo el cambio de memoria en su cerebro. O sea, a ceder su cuerpo, y cederlo en vida. Ninguna Administración Pública aceptaría tampoco operaciones de esa índole. Por lo que darle forma legal al asunto no sería posible. El sistema «ilegal», por su parte, implicaba más riesgos de incurrir en delito. Para empezar suponía tener que secuestrar al receptor y trasladarlo por la fuerza a nuestras instalaciones. Además, previamente, habría sido necesario invadir la intimidad del sujeto para poder realizar un estudio profundo del mismo y, así, asegurarse de su buena salud y familiarizarse con su entorno. ¿Es necesario esto?, preguntaron los abogados. Por supuesto, respondió el Dr. Ros. ¿Qué sentido tendría ocupar un cuerpo enfermo al que le queda poca vida? Y en cuanto a lo de familiarizarse con el entorno… supongo que dependerá de la voluntad del donante. Una vez esté en el nuevo cuerpo puede elegir no aparecer en los lugares que frecuentaba el receptor antes de la operación o puede querer hacerlo. Tengan en cuenta también que si la familia y amigos del receptor no vuelven a verlo no tardarán en denunciar su desaparición. Los abogados habían previsto contingencias de ese tipo.

—Nuestro cliente, inmediatamente después de la operación, podría aparecer fugazmente por su casa y anunciar que se iba porque quería reiniciar su vida en otras tierras.

—¿Y la familia lo aceptaría sin más? Si estuviese casado, ¿su mujer le dejaría marchar tranquilamente?

—O podría llamar por teléfono, sin presentarse en casa, y decir que no pensaba volver y que no intentasen buscarle.

—Dudo que la familia se quedase quieta.

—¿Qué podría pasar? —preguntó el más joven de los letrados—. Incluso en el caso de que le encontraran, si él libremente manifestase que había roto por completo con su pasado, nadie podría obligarle a regresar a su antigua casa. Y si estuviera casado y tuviese hijos todo se resolvería con el pago de una pensión.

Acababa de intervenir, como se ha dicho, el abogado más joven y por ello el más vehemente, aunque tampoco mucho, todo lo vehemente que puede aparentar ser un hombre de leyes. Aún así, lo suficiente como para que el letrado de mayor edad se decidiera a tomar la palabra.

—Bien, doctor, ¿qué le parece si hacemos un poco de historia? Usted, que está desde el principio en esta empresa, la conoce perfectamente. Recordará sus inicios, cuando el inspirador de todo, nuestro John X, le expresó su idea y confió en usted para llevarla a término. Usted no le falló y con el tiempo y el esfuerzo de un magnífico equipo de investigadores, está en condiciones de materializar la idea. Comprendo sus escrúpulos. Nadie puede reprocharle que los tenga. Pero se ha llegado hasta donde se ha llegado, que es muy lejos. Se ha invertido mucho tiempo y dinero para conseguir el objetivo marcado. Y alcanzado el punto en que nos encontramos debemos ser conscientes de que no hay vuelta atrás y de que debemos seguir adelante. Nuestra empresa ha elaborado un producto maravilloso que, estoy seguro, mucha gente está dispuesta a comprar al precio que sea, y sin importarle demasiado cómo se ha obtenido ese producto. Tampoco a usted le importará demasiado cómo se ha tejido la ropa que lleva, ni lo que ha sido necesario utilizar (por no decir sacrificar) para construir su casa o fabricar la mayoría de los muebles de su casa…

—Sé lo que quiere decirme —aseguró el Dr. Ros.

—Mejor, así no hará falta que le ponga más ejemplos.

—No. Y yo no soy un empresario, ni entiendo de estrategias empresariales. No pretendo entrar en su terreno. Lo que me atrevo a decir es que, sí, seguramente habrá mucha gente dispuesta a pagar muy bien por nuestro producto, y precisamente por eso debemos esforzarnos en ofrecer nuestro producto con la mayor calidad posible.

—Estoy de acuerdo.

—Perfecto, pues así entenderá que es completamente necesario, para ofrecer el mejor producto, saber escoger el material que se va a emplear, en nuestro caso saber escoger el receptor que mejor se adapte a la personalidad del donante.

—Es posible. Tengo mis dudas, pero es posible. Lo que no veo del todo acertada es su sugerencia de que sería preferible contar con el consentimiento del receptor.

—No he dicho que sea preferible disponer del consentimiento del receptor, pero sí digo ahora que ese consentimiento puede ser espontáneo o inducido —explicó el doctor.

—Sea de la clase que sea. No me parece buena idea. Para obtener su consentimiento primero habría que contarle al receptor lo que queremos hacer con él, y eso no es prudente. Puedo aceptar que se haga un estudio profundo para elegir al receptor idóneo, pero, una vez elegido, sería temerario ponerle al corriente de todo. ¿Qué seguridad tendríamos de que no se iría de la lengua? Además, se perdería mucho tiempo esperando su visto bueno, en el caso improbable de que llegase. Lo entiende, ¿verdad?

—Claro.

—Usted es un científico, un gran científico. No entraremos a considerar si los problemas de conciencia juegan un papel determinante en sus experimentos. Son sus experimentos y nosotros, como abogados, no interferimos en su labor. Pero la cuestión legal, querido doctor, sí es asunto nuestro, igual que lo referente a la gestión empresarial. Para su tranquilidad le diré que no permitiremos que se hagan las cosas de manera que nuestra empresa ni ninguno de sus integrantes puedan verse perjudicados legalmente.