3. La empresa

Hombre de empresa como era, John no dudó en fundar una sociedad mercantil (por una vez sin ánimo de lucro) cuyo objeto para él era el que era, pero que oficialmente sería el de la investigación, sin concretar demasiado qué tipo de investigación.

El primer paso consistió en reunirse con su abogado de máxima confianza y exponerle el propósito que le movía. John no tenía problemas de expresión, sabía transmitir perfectamente lo que quería comunicar fuese quien fuese el destinatario de sus palabras. En este caso, sin embargo, había una dificultad con la que no solía enfrentarse porque siempre que se dirigía a otra persona era para exponer asuntos muy terrenales y prácticos, mientras que ahora su discurso, además de comprensible, debía ser creíble. Debía hablar lo suficientemente claro para que se le entendiera y lo suficientemente en serio para que no se le tomara a broma. Contaba con la ventaja de que su interlocutor era un profesional del Derecho y, como tal, estaba acostumbrado a recibir los encargos de sus clientes desde el prisma objetivo, sin hacer juicios de valor y registrando mental o por escrito todo cuanto le dicen porque todo puede ser útil y usado cuando convenga. El abogado ofreció una muy convincente cara de póker y sólo, aunque había que ser muy perceptivo y observador para notarlo, arqueó levemente una ceja la primera vez que salió de la boca de John el término «inmortalidad».

—Más cadáver que el suyo no va a haber, por lo que el cuerpo del delito…

—Efectivamente, cadáver sólo el mío, y estará religiosamente enterrado en el cementerio, si es que no me decido por la cremación.

—Claro. Lo único que me preocupa es que otra persona le denuncie por…

John no le dejó acabar.

—¿Por usurpación de personalidad? ¡Que me denuncie! Y que me lleve la denuncia a la tumba.

—Ya —sonrió tímidamente el abogado.

—Y eso no ocurrirá. No podrá denunciarme porque antes de introducir en su cerebro mi memoria se habrá borrado todo vestigio de la suya. Seré yo en su cuerpo. Y no me voy a denunciar a mí mismo.

—Lógicamente.

Contactar con científicos no fue problema. Bastó poner un anuncio de oferta de trabajo bien remunerado para que acudiesen muchos aspirantes a integrarse en la plantilla de una nueva empresa de investigación. Se hizo un estudio concienzudo de los currículos presentados y en primer lugar se contrató a un reputado investigador de mediana edad que reunía mejor que nadie los requisitos que entre John y sus asesores habían impuesto, una eminencia al que llamaremos Dr. Ros y que a su vez, y como primera función en la empresa, tuvo un papel muy relevante en la selección del resto del equipo, del que sería su equipo.

John X sintonizó rápidamente con el doctor. Ya en el primer encuentro que mantuvieron dedujo que era un tipo con el que podía entenderse. Y no tardó en ir al grano y hablarle sinceramente sobre lo que se proponía. El doctor usó las mismas armas en la contestación.

—Verá, Sr. X, es cierto que la ciencia avanza con rapidez. Y mucho más cuando es apoyada con aportaciones como la suya. Es cierto también que ni yo ni ningún otro investigador se arriesgaría a poner barreras a los progresos de la ciencia, a decir «hasta ahí se puede llegar y no es posible cruzar esa línea». Pero, hoy por hoy, lo que usted pretende no puede lograrse. No sé cuánto tiempo será necesario para conseguirlo. Sí puedo decirle en cambio que habría que emplear más años de los que usted puede vivir todavía.

Para John X aquella respuesta fue desoladora, pero también le sirvió para reafirmarse en su opinión de que ante él tenía a una persona honesta en cuyas manos podía ponerse. Digirió la mala noticia, que por otra parte había previsto, y volvió a la carga.

—Comprendo muy bien, doctor, lo que acaba de decirme, y que, francamente, no me sorprende. Y como no me sorprende permítame que le exponga una alternativa que me guardaba en la manga. ¿No sería factible mantenerme en hibernación hasta que dé, usted o alguien como usted, con la técnica necesaria para lograr lo que me propongo?

Veremos más adelante si la respuesta del doctor fue positiva, si John fue «congelado» y «despertado» años después. Pero sí anunciamos ahora ya, con orgullo, que la empresa siguió adelante y tras un laborioso, meticuloso y hábil trabajo de investigación obtuvo al fin el objetivo que su fundador se había marcado.

Consideré que era literatura de evasión, sólo eso, lo que había leído hasta entonces de aquel libro, y no iba a permitir que afectara mi vida por mucha recomendación de Robert que la avalara. Ya era mayor para dejarme arrastrar por fantasías, ni siquiera falto como estaba de un merecido descanso. Hacía… ni recuerdo cuántos años que no me tomaba unas vacaciones prolongadas. La edad comenzaba a notarse y el trabajo intenso y sin reposo ya sí repercutía en mi estado de forma. Sin embargo, ni en esas condiciones permití que el librito dichoso me influyera y lo volví a colocar en la estantería para que reposara allí indefinidamente… Hasta que una mañana, días después, recibí una llamada anómala en mi móvil más personal, aquél cuyo número sólo saben unos pocos elegidos. Al coger el aparato y leer en la pantalla el nombre de quien teóricamente me llamaba, sufrí varias sensaciones, todas muy diferentes entre si. Primero, al ver su nombre, pensé, ¡hombre, Robert!, ¡cuántos días sin tener noticias tuyas! Al instante, una milésima de segundo antes de apretar el botón que me permitiría iniciar el diálogo con quien estaba al otro lado, recordé que no podía ser mi amigo porque estaba muerto. ¿Quién era entonces el que usaba su móvil en aquel momento? El interrogante me inquietó. Traté de serenarme, y a ello contribuyó la suposición de que la llamada la hacía un familiar allegado de Robert que había heredado el aparato.

—¿Sí? —dije cuando me decidí a contestar.

—Hola, Nelson —saludó una voz que no había oído nunca.

—Hola, ¿con quién hablo?

—Te sorprenderá oírlo, pero soy Robert.

Me enojé, claro.

—Haga el favor de no tomarme el pelo, y no me moleste…

—Ya veo que no has leído el libro.

La perplejidad que me causó esa frase me impidió cerrar la conexión bruscamente, que era lo que estaba a punto de hacer.

—¿Cómo?

—Si lo hubieras leído —continuó la voz extraña con mucha tranquilidad— comprenderías que te llamara y que lo hiciera con una voz diferente a la que conoces.

—Pero…

—Lástima, Nelson. Creía que por una vez, aunque sólo fuese por complacerme, dejarías a un lado tu escepticismo.

No podía ser. Aquello era absurdo.

—Perdone, pero me parece de muy mal gusto esta broma.

—Y a mí me duele que pienses que es una broma.

—Mire, voy a colgar, y espero que no se le ocurra volver a importunarme.

Lo hice, colgué. Corté con brusquedad la comunicación para impedir que el bromista, el gamberro o el indeseable que intentaba colarme una bola tan gorda, a saber con qué intención, continuara la farsa. Huelga decir que la llamada me puso de muy mal humor y me alteró los nervios. Me fastidió que tres horas después no hubiese podido todavía quitármela de la cabeza, también que comenzara a sopesar la posibilidad de hablar con el entorno familiar o laboral de Robert para tratar de hallar una explicación. ¿Por qué calentarme la cabeza con una cuestión a la que no debía conceder ninguna importancia? ¿Y por qué iba a perder tiempo molestando a los íntimos de Robert por una tontería? El caso es que conocía muy bien al hijo mayor de mi difunto amigo y no me costaba nada reunirme con él.

Nos vimos en un restaurante al que yo le había convocado con la excusa de tratar algunos asuntos que llevaba a medias con su padre. Dejé pasar bastantes minutos hablando del ausente, de lo mucho que le echaba de menos y de alguna operación mercantil en marcha, antes de entrar en aquello que me tenía preocupado.

—Oye, ¿qué ha sido del móvil de tu padre?

—¿Cómo?

—Supongo que usaba varios móviles, pero había uno al que yo le llamaba y en el que, me consta, él tenía memorizados los números de teléfono que le parecían más importantes, entre ellos uno mío que doy a muy poca gente.

—Pues… —reflexionó—. Sí, sé a cuál te refieres, y ahora que lo dices… no tengo ni idea de lo que ha sido de él. Pero sí, tendría que localizarlo.

—Igual lo tiene tu madre.

—Igual. Y si quiere quedárselo no me importa. Pero debería comprobar si en el directorio hay algún número que a mí me convenga tener.

—Claro.

No quise insistir. Él había sustituido a su padre, le había sucedido en la mayoría de los cargos que ostentaba el viejo antes de morir, y por fuerza nos veríamos más veces y tendría ocasión, si valía la pena y me apetecía, de hacer alguna averiguación más sobre el móvil.

Antes de una semana volvimos a coincidir. Se sentó a mi lado en una reunión de principales accionistas de una empresa, cuyo nombre no hace al caso, y lo primero que me dijo tras saludarme fue que el teléfono por el que me interesé días atrás estaba «desaparecido». ¿Desde cuándo?, quise saber. Respondió que nadie sabía nada de él, que nadie recordaba haberlo visto tras la muerte de Robert. Lo que significaba que el aparato ya estaba fuera de control de sus legítimos propietarios legales cuando recibí la llamada misteriosa. Y ello hacía suponer que quien llamó, o había robado el móvil o lo había encontrado o lo había recibido de Robert. Había que pensar en esto último. Y había que pensar que el sujeto conocía lo del libro, bien porque Robert se lo había contado o bien porque… No se me ocurrió otro por qué.

—Oye —le pregunté al hijo de mi amigo aprovechando que la sesión de trabajo demoraba su comienzo— ¿notaste algo raro en el comportamiento de tu padre durante sus últimos días?

—No —me miró algo extrañado—. Entiéndeme, nada raro en alguien que se encuentra en su estado de salud y que sabe que va a morir…

—Comprendo, y perdona que te traiga malos recuerdos e insista, pero… ¿Robert no hizo nada recientemente que te llamara la atención o te sorprendiera?

—¿Por qué lo preguntas?

—Simple curiosidad relacionada con el móvil perdido.

Volvió a mirarme perplejo.

—La verdad es que sorpresa sólo nos ha dado una —confesó—. Y nos la hemos llevado después de que nos dejara…

Pareció dudar, como si no se atreviera o no quisiera seguir. Pero no podía quedarme sin saber lo que quizá me interesaba saber.

—¿A qué te refieres? —le animé a explicarse.

—Repasando las cuentas he visto que hace unos meses mi padre, sin avisar a nadie, desvió fondos hacia una empresa que presta servicios sanitarios. Y en el testamento ha dejado una buena suma a esa misma empresa.

Efectivamente me interesaba la información.

—¿Conoces la empresa? —pregunté de modo automático—. ¿Sabes dónde tiene su sede?

—Más o menos. De hecho es la dueña de la clínica que atendió a papá en los últimos años.

—Pues para no haber evitado su muerte ha sido muy generoso con ella, ¿no?

—Eso opino yo también. De todos modos, en casa tampoco lamentamos demasiado esa generosidad. El fisco la considera donación benéfica y por tanto deducible del impuesto de sucesiones. Así que, en parte, lo que perdemos con la donación lo ganamos pagando menos impuestos.

—Ya.

—Y por otro lado, como es lógico, cuando necesitemos los servicios de esa empresa seremos bien atendidos.

—Claro.

—Aunque espero que no los necesitemos nunca. Lo digo porque la clínica está dedicada exclusivamente a las enfermedades más crueles, las más mortales, como la que se llevó a mi padre.

—Entiendo.

—Al menos no sufrió. En ese hospital, si no pueden curarte, al menos procuran que el dolor sea mínimo y soportable.

—Os queda el consuelo de que el dinero de Robert será bien empleado.

—Es probable. Pero no directamente en el hospital. En ese centro no hay problemas de dinero. Tú lo conoces, visitaste a mi padre allí. Te darías cuenta de que la clientela es muy selecta, formada por enfermos que se pueden permitir un desembolso enorme para ser curados o tener una muerte dulce.

—¿Entonces?

—La empresa se dedica también a la investigación. Tiene unos laboratorios donde estudian las enfermedades mortales y tratan de encontrarles remedio…

El anuncio de que comenzaba la sesión acabó con aquel diálogo, que en realidad ya estaba agotado. Poca información más podía proceder del hijo de Robert que me interesara. Admitiré ahora que sus confidencias, junto a la extraña llamada, reavivaron el deseo de avanzar en la lectura del libro gris.