Laura, pues, aceptó verse con Lucas Carlile. Él, algunas semanas después de su operación, había recobrado fuerzas suficientes para regresar al bufete y trabajar unas horas al día, unas horas en las que se veía libre de las atenciones de su esposa y que le servían de coartada para sus movimientos, para desplazamientos como el que le permitió verse con Laura.
El encuentro fue en un restaurante. Lucas, que llegó antes, recibió a su ex empleada y ex amante con un rostro afligido que igual valía como reflejo de dolor que de arrepentimiento. Ella aceptó un beso en la mejilla antes de sentarse frente a él e intentó parecer seria para hacer evidente el agravio que teóricamente sentía. Dejó que Lucas hablara largo rato, que comenzara rogando ser disculpado por su mal comportamiento, que después tratara de justificar esa mala conducta, que siguiese con un balance muy negativo y completo sobre su estado de salud, que dijera a continuación que se había dado cuenta de que no podía vivir sin ella cerca y que concluyera suplicando que volviera junto a él.
Nada de lo que dijo se apartaba de lo que Laura había previsto que diría, así que la mujer pudo iniciar la respuesta con lo que había al principio de su guión mental: una declaración de orgullo herido. Aseguró sentirse muy dolida, menospreciada. Le explicó lo mal que lo había pasado, como demostraba el hecho de que había tenido que tomarse unas vacaciones y cambiar de empresa. Le dijo que no sabía si sería capaz de perdonarle, que difícilmente podría de momento volver a trabajar con él, pero que, en contra de su voluntad, le echaba de menos… En fin, supo conducir la conversación de manera que el resultado de la misma fue la decisión aprobada por ambos de pasar las siguientes horas en el piso de ella.
Hicieron el amor con alguna dificultad por parte de Lucas, temeroso de que sus problemas de salud impidieran una buena erección. Laura se encargó de estimularle lo justo a través de maniobras que la memoria de David no recordaba haber empleado nunca (aunque sí recibido) pero que las manos y la boca de Laura debían conocer de sobras. Consumado el acto, Lucas sintió la necesidad de hacer promesas. En concreto le aseguró a Laura que no se sometería a ningún tratamiento químico que le debilitara y estropeara su aspecto, y que mientras tuviese fuerzas las concentraría en ella; es decir, quiso precisar más, en ella en exclusiva.
Los acontecimientos continuaban desarrollándose como Laura esperaba. Según su plan, había llegado ya el momento de hablar a Lucas del trasvase de memoria. No lo hizo de golpe. Comenzó por decir aquello de que somos lo que sabemos y que nuestra vida está en nuestra memoria y es nuestra memoria. Y antes de continuar quiso asegurarse de que él estaba de acuerdo.
—Sí —afirmó Lucas— básicamente somos memoria, pero eso no es más que teoría filosófica.
—Imagina que te dicen que puedes vivir más de lo que te pronostican los médicos, pero no en el cuerpo que tienes ahora porque ese cuerpo lo va a destruir el cáncer…
—¿De qué hablas?
—Imagina que te dan la posibilidad de seguir en otro cuerpo, un cuerpo sano y más joven que el tuyo actual. ¿Aprovecharías la ocasión o preferirías morir sin más?
—Por favor, Laura, no fantasees.
—Tú responde. ¿Qué harías?
—Lo que todo el mundo: supongo que nadie quiere morir, y si además me garantizan un cuerpo más joven… Pero habría que leer la letra pequeña. ¿En qué clase de cuerpo seguiría viviendo?, ¿sería un cuerpo artificial? ¿Qué tendría que pagar?, ¿tendría que dar toda mi fortuna, tendría que vender mi alma?
La sonrisa de Lucas dejaba claro que se estaba tomando a broma la conversación. Laura decidió ser más directa, abandonar las suposiciones y pasar a los hechos.
—Lucas, tú me conoces y sabes cuándo hablo en serio, ¿verdad?
—Sí.
—Pues ahora te voy a hablar en serio. Nada de lo que voy a decirte es fruto de mi imaginación. Haz el favor de escuchar y no interrumpirme antes de que acabe mi discurso.
—Vale —aceptó él conservando un resto de sonrisa que no podía evitar porque en aquel instante, por vez primera después de muchos días de sufrimiento carnal y moral, se sentía feliz.
—Pues deja de sonreír ya. Lo que tengo que contarte te va a hacer gracia, pero porque te va a gustar, no a hacer reír.
—Vale —repitió Lucas ya con expresión seria.
—Iré al grano —anunció ella—. Trabajo para una empresa que ha desarrollado una técnica que hace posible extraer la memoria de una persona y en su lugar instalar la de otra. Ateniéndonos a nuestras conclusiones anteriores sobre lo que somos, ¿qué te parece que eso supone si a alguien se le sustituye su memoria por la de un moribundo?
Lucas se tomó su tiempo para responder. Hizo el ejercicio mental que se le había demandado tras intentar comprender la información recibida.
—No puedo creer que esa técnica exista. ¿Intentas convencerme de que unos tipos con bata blanca han encontrado el modo de sorberle a uno la memoria?
—De sorbérsela y de inyectarle otra.
—¿Inyectarle? ¿Es que la memoria es una masa líquida que cabe en una jeringuilla? Por favor, si quisiera que me tomaran el pelo permitiría que me aplicasen quimioterapia.
Laura no premió aquella muestra de humor grosero y permaneció seria. Todavía no quería confesarle toda la verdad. Se había propuesto decirle que ella tenía la memoria de David (y era David) sólo como último recurso. Probó otro camino, intentó parecer ofendida por haber sido puesta en entredicho su credibilidad.
—¿Cuándo te he tomado yo a ti el pelo? ¿Por qué lo iba a hacer con algo tan serio como tu salud?
—¿A cuento de qué sacas a relucir mi salud?
—Deja los cuentos aparte. La técnica de la que te he hablado existe, lo puedo garantizar porque he sido testigo de su eficaz funcionamiento. Y a tu salud… no, a tu salud quizá no, pero a ti te interesa esa técnica y te la estoy ofreciendo.
Lucas volvió a sonreír. Fue una sonrisa boba e involuntaria que reflejaba la perplejidad en que estaba sumido y que, por otra parte, le servía para ganar tiempo mientras se le ocurría algo coherente que decir.
—A ver Laura, déjame comprobar que lo entiendo. Por lo que has asegurado parece que estás en condiciones de conseguir (tú o la empresa en la que trabajas) que mi memoria (que, según hemos deducido, es mi vida) vaya a parar al cuerpo de otro individuo al que, parece, primero se le habrá privado de la suya. Se me ocurren muchas preguntas, la mayoría de ellas relacionadas con los procedimientos seguidos para alcanzar esa técnica prodigiosa, pero dejemos eso y aceptemos que los científicos de tu empresa son unos genios; de momento me limitaré a interrogarte sobre dos cuestiones. ¿Dónde se encuentra a los sujetos dispuestos a ofrecer su cuerpo para que los ocupen las memorias de otros sujetos? Y, como el asunto tiene toda la pinta de no ser legal, y por lo tanto no creo que lo cubra mi seguro médico, la operación, que debe ser delicadísima y carísima, ¿cuánto me costaría?
—¡Esas son las dos cuestiones que realmente deben importarte! —exclamó casi eufórica Laura porque por fin el diálogo se encaminaba hacia donde quería y porque, sin él pretenderlo ni saberlo, había dado en el clavo con su par de preguntas—. Todo lo demás son detalles que sólo pueden valer para saciar tu curiosidad, y como además no eres hombre de ciencias tampoco llegarías a comprender aunque te los explicaran; y si fueses capaz de comprenderlos no te los explicarían porque mi empresa no tiene intención de divulgar sus secretos, entre otras razones porque, como has apuntado, la técnica a la que nos referimos no es legal, lo que nos impide ampararnos en una patente que nos dé todos los derechos sobre su explotación.
—Claro —ahora la sonrisa de Lucas rezumaba ironía.
—Pero volvamos a lo que de verdad importa. Te informo que precisamente lo que ocurre con el individuo que acoge la memoria de otro y lo que le cuesta a este otro la operación son cuestiones directamente relacionadas. Hay varias tarifas y están en función de la necesidad de apaciguar su conciencia que tenga el cliente.
—¿Cómo?
—Cuantos más escrúpulos tenga el cliente y más desee no sentir remordimientos, más caro le costará.
—Explícate, por favor.
—Simplificando te diré, antes, que a nuestros clientes les llamamos donantes, porque donan su memoria a otro cuerpo; y al sujeto en que se coloca esa memoria se le llama receptor.
—Un poco cínico me parece.
—Es probable —admitió Laura—. Pero vayamos a lo que interesa. Empecemos por el cliente sin escrúpulos, el que quiere seguir viviendo como sea, a costa de lo que sea, y no le importan las consecuencias. En tal caso mi empresa sólo se preocupará de encontrar el receptor más adecuado y ese tipo de cliente recibirá la factura más baja. Si nuestro donante tiene algún escrúpulo y le da por pensar que eliminando la memoria del receptor se le está matando, le ofrecemos un producto más elaborado que consiste en conservar la memoria del receptor en un banco de memorias. ¿Durante cuánto tiempo? Ese punto se acuerda con el cliente y afecta al importe de la factura en función del tiempo de conservación de la memoria. Pero el cliente en este caso está más tranquilo porque ya no piensa que ha habido asesinato sino sólo secuestro, y que si, se echa atrás, es posible recuperar la memoria del banco y reinstalarla en el cerebro del que fue extraída.
—Comprendo —seguía Lucas sin poder reprimir la sonrisa, que ahora tenía ya más de picardía que de escepticismo.
—Y hay un tercer producto para el cliente más escrupuloso posible. Por supuesto a este cliente le corresponde las tarifas más altas porque exige el servicio más completo. Para empezar requiere que el receptor acepte serlo.
—¿En serio? —se sorprendió Lucas—. ¿Pero puede haber alguien que consienta que le hurguen los sesos para quitarle la memoria y ponerle otra?
—Con determinadas condiciones sí.
—¿Qué condiciones?
—Sobre todo la de que se le compense adecuadamente. Por ejemplo, que antes de la operación pueda disfrutar de los lujos que se le antojen y con la cantidad de dinero que se acuerde, más que para él, para su familia en caso de que él desaparezca porque al donante no le interese llevar la vida del receptor ni convivir con su gente. Ésa sería la condición económica o material. Habría otra, más del tipo espiritual o moral, según la cual donante y receptor confraternizarían durante un tiempo previo a la operación para que el segundo le contara su vida al primero y éste se empapara hasta donde fuese posible de las vivencias de aquél. De este modo la memoria del receptor, al margen de conservarse en el banco de memorias, tampoco se perdería del todo en la cabeza que la había estado albergando siempre.
—¿Y no sería más práctico que al receptor le colocaran la memoria del donante sin quitarle la suya?
—Parece que eso ocasionaría problemas de identidad, que podría generarse, incluso, cierto grado de esquizofrenia porque sería como si dos vidas diferentes compartiesen el mismo cuerpo.
—Ya… ¿Y alguno de vuestros clientes ha optado por esta tercera modalidad?
—No.
—Lo suponía.
—Ni por las otros dos tampoco.
—¿Ah, no? ¿Por qué? ¿Aún no habéis empezado con el negocio?
—No. Tenemos problemas para dar a conocer nuestro producto. Evidentemente no podemos anunciarlo por televisión.
—Claro. Pero se me ocurre…, así a bote pronto, que, como lo vuestro sería un negocio clandestino, podríais encontrar clientes precisamente en la economía clandestina. Estoy pensando en grandes capos de la mafia, en aquellos amenazados por largas penas de prisión y a los que no les importaría gastar una buena cantidad de su dinero negro en dejar un cadáver al que cargar todas las culpas y camuflarse en otro cuerpo.
—Seguro. Seguro que hay muchos clientes potenciales, pero resulta difícil mostrarles lo que vendemos. Y hemos pensado en ti como solución.
—Reconozco —dijo Lucas tras un par de carcajadas— que la tarde está siendo divertida. Hacía tiempo que no me reía tanto.
—¿Sigues pensando que te estoy tomando el pelo?
—Es tan increíble lo que cuentas… Pero bueno, continuemos con el tema. Tengo curiosidad por saber de qué manera habéis pensado que yo sea la solución a vuestros problemas para captar clientes.
Laura contempló muy seria a Lucas. Lamentaba que le costara tanto quebrar la incredulidad con que él recibía sus palabras.
—¿Ves?, tu reacción es una prueba evidente de nuestra principal barrera para llegar al cliente. ¿Cómo podemos vender un producto si el posible comprador no cree en él? ¿Cómo podemos ganarnos la confianza de individuos ricos, que son los únicos que pueden pagar nuestro servicio, pero, en tal que ricos, por lo general desconfiados?
—Me temo que sólo hay un modo: demostrando la eficacia real del producto.
—Exactamente, y para eso contamos contigo.
—¿Me vais a utilizar de conejillo de indias?
—No. Ya se han hecho las pruebas necesarias y hemos podido verificar la real eficacia del producto.
—¿Entonces?
—Te ofrecemos gratis nuestro servicio. Te damos a elegir entre cualquiera de las tres gamas de nuestro producto. A cambio te pedimos en su justa medida y al mismo tiempo, aunque te parezca imposible, discreción y publicidad. La discreción justa para que nadie que no deba enterarse se entere, y la publicidad justa para que se entere quien sí debe enterarse. Te lo vamos a contar todo sobre nuestra empresa, desde el origen de la idea que la puso en marcha hasta los últimos ensayos realizados. Vas a conocer a los protagonistas de la historia. Y la información recogida la transmitirás a unos pocos escogidos, a varios de tus amigos de edad avanzada y gran fortuna. Pero lo harás cuando estés muerto, es decir cuando el cuerpo de Lucas haya recibido sepultura y tu memoria habite en un organismo joven y rebosante de buena salud.
—Lo dices como si estuvieras segura de que voy a aceptar tu propuesta.
—¿Y por qué no lo vas a hacer? Aceptándola tienes mucho que ganar y nada que perder, ¿no te parece?
—Pues…
—El negocio de mi empresa es la venta de inmortalidad. Y como todo negocio consistente en eso, sólo necesita que sus clientes tengan fe. Si quieres, nuestro negocio es una religión más, pero con dos características que la hacen especial: va dirigida a una minoría muy selecta y la inmortalidad que ofrece es verificable. La fe de sus adeptos se basa en hechos comprobados y no exige saltos al vacío.
—¿Qué hechos comprobados?
—Los que conocerás si estás dispuesto, y a partir del momento que quieras… Pero déjame decirte algo muy importante antes que nada y siguiendo con las metáforas religiosas… Toda creencia que se precie necesita un libro con el que expandir su mensaje, o vender su producto. La empresa en la que trabajo, a sugerencia mía, ha pensado en ti para escribir nuestra «biblia».