La semana y media de descanso en Las Antillas fue para Da id (para Laura) una espléndida ocasión de tomar conciencia de lo ocurrido con su persona. El trauma emocional experimentado apenas le había permitido a la memoria del abogado caer en la cuenta de que ahora habitaba en un cuerpo de mujer. El cambio no era baladí, desde luego, porque David podía haber sido en su primera vida un varón homosexual, pero un varón al fin y al cabo, acostumbrado a una fisiología y un físico masculinos. En su otra vida David había vestido prendas femeninas en la intimidad de habitaciones de hotel durante sus viajes profesionales, y estaba hasta cierto punto habituado a ellas, pero no a las formas y a ciertas partes de su nuevo cuerpo. Por fortuna tenía unas espléndidas vacaciones para familiarizarse con ellas, y oportunidades no le faltaron de profundizar en el conocimiento de las mismas; ni le faltaron ni las desaprovechó. Después de toda una vida de contención, de no atreverse a mantener relaciones sexuales con ningún hombre, pudo, sin ningún pudor ni remordimiento, entregarse a un fogoso caribeño utilizando todas las vías de unión posibles entre un hombre y una mujer. También tuvo la suficiente sensatez de imponer el uso del condón. Corría un año de los ochenta en que el SIDA era ya bastante conocido, al menos en el llamado primer mundo. Pero si David/Laura obligó a la utilización del preservativo fue sobre todo por su ignorancia sobre el cuerpo que ocupaba. El trasvase de memoria se había realizado precipitadamente y no había habido tiempo de estudiar los hábitos de Laura, ni sus condiciones morfológicas. No se sabía, porque no se había comprobado, si consumía la pastilla anticonceptiva, ni si usaba cualquier otro sistema para no quedarse embarazada, eso en el caso de que fuera fértil, lo que también se ignoraba. Lo único cierto es que ella no portaba DIU cuando la raptaron.
Lo primero que pensó la nueva Laura, tras su primera cópula, fue que, nada más regresar a Inglaterra, tenía que enterarse de quién era su médico de confianza para que la pusiera al corriente de su historial clínico. En realidad tenía que enterarse de casi todo sobre ella misma. No sabía ni si tenía padres o hermanos, ni quiénes eran sus amigos, ni si se veía a menudo con unos y otros. Empleó mucho tiempo de su estancia en el Caribe para meditar sobre si quería o le convenía relacionarse con los parientes o amigos de la antigua Laura. Concluyó que mejor no. Nueva Laura, nueva vida. Ni la de Laura ni la de David. Nueva vida de la nueva persona que había salido de la mesa de operaciones con el cuerpo de ella y la memoria de él.
Nueva vida debía significar nuevo trabajo. O no. Seguiría trabajando como abogado, que era su oficio, el de Laura y el de David. Pero sí nuevo empleo porque había pensado que podría trabajar para Jig y dejar a Lucas. Era lo más conveniente, y seguro que a Jig le parecería bien. Tal vez a los dos socios del difunto David no les agradara la idea de tener a Laura con ellos en un papel que la colocaba por encima, con más poder de decisión y más sueldo; es posible que eso les disgustara incluso sabiendo qué memoria se alojaba en el cerebro de Laura.
Bien, ya sabía dónde y en qué quería trabajar cuando volviera a Londres, pero en lo personal, ¿cómo iba a ser su nueva vida? Para empezar, ¿dónde iba a vivir? Apenas había pasado una noche en el piso de la antigua Laura y aún no sabía si continuaría en él o buscaría otra vivienda. Si aplicaba a rajatabla lo de la nueva vida no le quedaba más remedio que mudarse. Sí, eso haría. De ese modo los viejos amigos de Laura no sabrían dónde encontrarla y no se presentarían por sorpresa. En cuanto a parientes cercanos, si los tenía, ya averiguaría quiénes eran y cómo dar con ellos por si era necesario, aunque sólo fuera para comunicarles que le habían dado trabajo en Nueva Zelanda o Canadá y que no les vería en mucho tiempo.
Volviendo a la pregunta anterior: en lo personal, ¿cómo iba a ser su nueva vida? Se le presentaba un fuerte conflicto sentimental. La antigua Laura estaba unida afectivamente a Lucas Carlile. Pero al antiguo David tampoco le era indiferente Lucas. De hecho, el enorme aprecio que David sentía por Lucas era más viejo que el de la abogada por el mismo hombre. En sus inicios, Lucas había sido empleado de David. Éste, unos doce años mayor, no tardó en convertirle en su mano derecha cuando descubrió su gran valía profesional. La colaboración diaria, codo con codo, provocó que David acabara enamorándose de Lucas. Pero nunca se lo dijo, fiel a su principio autoimpuesto de llevar en secreto todo sentimiento que perjudicara a su buen nombre y al de su familia. No se lo dijo, pero sí tuvo con él más de un gesto cariñoso calculadamente ambiguo; es decir, lo bastante claro como para que Lucas pudiera entender su significado. Lo entendiera o no, Lucas no acusó recibo y el asunto nunca fue objeto de comentario entre ellos. De modo que David prefirió callar y al menos aprovecharse de las aptitudes laborales de su empleado. Lamentablemente ese provecho también acabó cuando Lucas, al casarse con la hija de otro abogado de prestigio, dejó el bufete de David para incorporarse al de su suegro.
Ahora se le brindaba a la nueva Laura (el viejo David) la oportunidad de reencontrarse con Lucas, y no precisamente en el trabajo porque la decisión de servir a Jig era firme. ¿Iba a dejarla perder? Meditó y mucho al respecto.