Era innegable que la ciencia había avanzado mucho, pero también que seguía sin resolver un problema, el problema: la muerte. La medicina podía alargar algunos años la vida de una persona, pero no hacerla imperecedera. Y si la muerte era un problema, en opinión de John X había otro casi peor: el envejecimiento. No es que creyera que fuese preferible morir a envejecer, pero sí le desagradaba haber de sufrir el desgaste de su cuerpo, un deterioro cada vez más evidente. ¿O es que sus piernas y sus brazos tenían la fuerza y agilidad de veinte años atrás? Y la cabellera, ¿era tan oscura y abundante como cuando tenía quince años? En el ejercicio comparativo entre el antes y el ahora de su personalidad sólo en un aspecto ganaba el presente: era más sabio. Cierto, pero no era una cualidad corporal sino mental.
No pudo eludir fantasear sobre lo que sería volver a la juventud sabiendo lo que sabía en la madurez. Se regodeó recordando pasajes remotos de su vida e imaginando lo que hubiese hecho de contar con la experiencia acumulada en setenta años. Cuando superó el momento de nostalgia y dejó de fabular sobre lo que no pudo ser y no fue, le dio por pensar en la importancia de la mente, más aún, en que la mente está por encima del cuerpo y en que éste sólo es un instrumento para realizar lo que la mente le manda, está supeditado a ella. Él nunca había estado por completo satisfecho de su cuerpo. Y no se trataba solamente de una cuestión de belleza o formas elegantes. Bien mirado, no dejaba de ser una carga, una parte demasiado importante de sí mismo a la que debía estar constantemente atendiendo. Tenía que darle de comer y beber para más tarde devolverle a la naturaleza parte de lo comido y bebido, tenía que vestirlo para que no pasara frío ni herir la sensibilidad de otros individuos, tenía que estar en continua vigilancia de que ninguna de sus piezas se estropeara más de la cuenta… en fin, había todo el tiempo que cubrir sus necesidades y mimarlo para que no le fallara. Y eso que era un elemento a las órdenes de otro superior, y eso que el cuerpo está supeditado a la mente. Daba miedo imaginar que ocurriría si fuese al revés. John se horrorizó con esa idea, con la de que los caprichos del cuerpo tuviesen tanta fuerza que no permitiesen regir a la mente, que no la dejasen pensar y la mantuvieran esclavizada. Equivaldría, concluyó, a comportarse como una bestia, como un animal irracional. Pero lamentablemente sucede en situaciones extremas, en las guerras, por ejemplo; sucede también con aquellos desgraciados que, arrastrados por el hambre o el síndrome de abstinencia, hacen lo que sea por apaciguar a su cuerpo.
Tras dejar atrás ese tipo de pensamientos pasó a hacer balance de su vida. Desde el punto de vista contable (que a su parecer era el único punto de vista fiable) creyó que su existencia había tenido superávit, o había sido beneficiosa o… en definitiva, las ganancias habían sido mayores que las pérdidas. No tenía dudas en considerarse un triunfador. Se sentía satisfecho de la vida llevada y no sufría envidia por ningún otro ser humano. Pero con siete décadas a sus espaldas ¿podía ser optimista respecto al futuro?, ¿tenía garantías de que en los años que le quedaban iba a librarse de todo sufrimiento, o de que éstos iban a ser menos que los placeres que le aguardaban?, y, sobre todo, ¿podía tener alguna esperanza de que un triunfador como él no acabaría finalmente derrotado por la, hasta ahora, invencible parca? Despreció las primeras preguntas y se centró en la última. La lógica, el sentido común y la evidencia le decían que esa batalla la perdería seguro. Y él pocas veces se dejaba llevar por los impulsos, pocas veces daba un paso sin prever las consecuencias, pocas veces (o nunca) desoía lo que la lógica, el sentido común y la evidencia tuvieran que decirle. Así era cuando por culpa de un error podía sufrir un descalabro. Pero en una supuesta guerra contra la muerte no tenía nada que perder. Posibilidades de ganar tampoco tenía muchas (o ninguna, siendo sensatos) pero, si la ganaba, la victoria sería memorable y desde luego sería su mayor victoria. Valía la pena, dedujo, por una vez arrinconar la sensatez y tirarse al vacío a ver dónde y cómo caía.
En los círculos por los que se movía, y entre los camaradas de su generación, no era extraño que surgiera de vez en cuando el tema de la vejez y el de la muerte, porque con frecuencia se producía la baja de algún conocido. Nadie se hacía ninguna ilusión al respecto. Cuando te toca, te toca, solía ser la expresión más usada. Pero también en alguna ocasión alguien se acordaba de Walt Disney y se hacía eco del rumor según el cual al famoso dibujante lo habían congelado en vida y permanecía en letargo a la espera de despertarlo cuando se encontrara cura a la enfermedad que amenazaba con enviarle al otro mundo. John X se reía siempre al escuchar eso, y no porque lo considerase increíble sino porque le parecía absurdo prestarse a la hibernación y ser «resucitado» no se sabe cuántos años después, anciano, para vivir seguramente menos años de los que había estado en la nevera. Distinto sería que se lo hicieran a un niño o a un adolescente, con independencia del posible trauma que probablemente tendría la criatura al volver a la vida y descubrir que se había perdido unos años y que las cosas, la familia y los amigos ya no eran como antes de comenzar la gran siesta. En cualquier caso, si se decidía a pelear contra la bestia negra, bromeaba ante sus contertulios, no sería con ayuda del congelador. Tenía que haber métodos más refinados y con mejor resultado. Poseía una gran fortuna y no le importaría ponerla en manos de quien le ofreciera, no unos años de propina vividos entre achaques, sino la eterna juventud. Quienes le oían pensaban que no hablaba en serio pero, pese a que las conversaciones sobre la vida y la muerte discurrían entre risas y de un modo informal, no faltaba quien diera una brizna de trascendencia al coloquio con preguntas del estilo «¿a qué viene ese interés por prolongar la vida?», «¿por qué no aceptar que todo lo que tiene un principio también tiene un fin?». John X impedía que la tertulia entrara en el terreno de lo importante y respondía: pues aunque sólo sea por curiosidad, por saber lo que pasará en los próximos quinientos años; me sabría mal abandonar este mundo desconociendo lo que será de él en el futuro.
Las chanzas y las bromas quedaban aparcadas cuando en solitario abordaba el tema. Y de tanto darle vueltas y entre tanta cábala, una imagen expresada más de una vez en las charlas con sus congéneres se le fijó en el cerebro. Era la imagen de un joven con una mirada inteligente y misteriosa provocada por la improbable y extraña circunstancia de que la mente de aquel muchacho no tenía veintipocos sino setenta y pico años. Y es que, en distintas ocasiones, más de un contertulio había manifestado el tópico deseo de gozar en un cuerpo de adolescente de la sabiduría y experiencia de la vejez. Sí, es un deseo que toda persona entrada en años tarde o temprano acaba expresando. Y lo hace siempre sin ninguna esperanza de que se cumpla. Pero John, a quien constantemente le rondaba esa descabellada ilusión, un día se levantó de la cama resuelto a trabajar en ella. Su inmensa fortuna le había proporcionado todos los placeres y lujos deseados. Ahora que ya no disfrutaba tanto, porque estaba un poco viejo y un poco harto, de esos placeres y lujos, ¿por qué no emplear su fortuna en dar con el modo de prolongar indefinidamente y a voluntad esos placeres y lujos y de gozarlos con la misma intensidad de sus mejores tiempos? Por supuesto no podía limitarse a acudir al comercio de la esquina, poner un par de bolsas de oro sobre el mostrador y pedir que le vendieran unos años de juventud. Y aunque directamente se dirigiese a los científicos poseedores de la técnica más avanzada, tampoco podía presentarse con peticiones ambiguas. No, tenía primero que saber con exactitud lo que quería antes de transmitir su demanda directa o indirectamente a quien pudiera concedérsela.
No entraba en mis planes avanzar tanto con el libro aquella velada. Me había propuesto leer sólo el capítulo relativo al padre de la idea. Pero, no sé si por afinidad con el tal John X o por mera curiosidad, leí también el que se titulaba «La idea». El tema me interesaba, ¿para qué negarlo?, y me captó hasta el punto de que olvidé momentáneamente las circunstancias en que el libro había llegado a mi poder, y hasta el extremo también de suponer que lo que leía era una novela, una ficción sin más.