Desde el punto de vista de Jig, cualquier reclamación y protesta que pudiese formular Miguel sobre la herencia no tenía justificación y era absurda. Si John pasaba a ser Jig, lo de John pasaba a ser de Jig. Cierto que El Maya ignoraba lo ocurrido y que Jig sabía que lo ignoraba. Si no fuera por eso ya se habría enfrentado a su hermano. Le habría dicho a la cara que no importunara y le hubiese amenazado con graves consecuencias si se empecinaba en sus exigencias sobre el patrimonio de John. Podía extrañar que Jig esperase que Miguel se conformara tranquilamente y aceptase sin reservas las disposiciones del testamento. ¿Por qué no habían previsto, Jig y sus abogados, que Miguel no se quedaría con los brazos cruzados? En realidad sí consideraron la posibilidad de que diese algún paso en defensa de sus intereses, algo como solicitar ayuda a Jig si no prosperaba al acabar los estudios, o pedirle financiación para algún proyecto musical. Y Jig hubiera accedido, sobre todo en lo segundo porque, ¿quién sabe?, igual hasta le sacaba rendimiento al préstamo. Pero no se les ocurrió que Miguel recurriese a los servicios de un bufete de prestigio. ¿Con qué dinero iba a hacerlo si apenas tenía el necesario para adelantar una provisión de fondos? Error de cálculo. No contaron con el factor sentimental: Miguel había pasado de tener un hermano por el que sentía alguna estima y una relación más o menos amistosa, a tener un enemigo, un ser que se negaba a verle y que, en su opinión, le había robado. Y no contaron tampoco con el factor casualidad: que Miguel hubiese conocido a una ambiciosa letrada con suficiente influencia en el gabinete de renombre al que pertenecía como para que ese gabinete aceptase llevar el caso de impugnación sin exigir ningún anticipo de la minuta.
—Me da mala espina —dijo el abogado David casi al final de la reunión convocada por Jig para analizar la crisis abierta.
—¿Tan mal lo ve? —preguntó El Oriental.
—No digo que el asunto sea gravísimo de momento, pero da que pensar. Es para preocuparse que el bufete de Lucas Carlile acepte como cliente a Miguel sabiendo que si su demanda no tiene éxito no van a cobrar ni un penique. Deben creer que tienen algo a lo que agarrarse.
—Probablemente sea sólo un farol —apuntó el abogado más joven—. La herencia de John X es considerable y habrán calculado que Jig estaría dispuesto a prescindir de una parte, que por pequeña que sea no será una bagatela, antes que enredarse en litigios y sufrir publicidad negativa.
—Tal vez —intervino el tercer letrado—, o tal vez lo que buscan Lucas y los suyos es algo que hace mucho que persiguen: tener en su cartera de clientes a John, ahora Jig, y quizá han…
—Bien —interrumpió El Oriental— todo eso no son más que conjeturas, suposiciones, especulaciones o como quieran llamarlo. Lo mejor será conocer cuáles son exactamente sus intenciones. David, prepare un encuentro con la gente de Carlile.
A ese encuentro Jig prefirió acudir con la sola compañía de su abogado más experto. Quería hacer evidente desde un principio que él, Jig, podía tener tanta autoridad en sus opiniones como el antiguo John y que sus asesores estaban con él para eso, asesorarle, y no para dirigirle. De la otra parte no se presentó el mismísimo Lucas Carlile, tampoco Miguel, sino Laura Connors y un ayudante de ésta que se limitó a tomar notas. La reunión tuvo lugar en el comedor privado de un restaurante. Se trataba de una primera toma de contacto extraoficial en la que Jig y David esperaban que sus contrincantes mostraran las cartas con que contaban e hicieran su apuesta.
—No entendemos vuestra postura —comenzó David—, el testamento es plenamente legal y no ofrece dudas. John X quiso que las cosas fueran como han sido y lo dejó clara y documentalmente especificado.
—Ya… Sin embargo sí surgen dudas, hay preguntas sin respuesta, zonas oscuras… —repuso Laura.
—Por favor, Laura, no divagues —le pidió David.
—Eso es —quiso intervenir Jig—. No se ande con rodeos y díganos qué quieren.
Laura le dedicó una sonrisa que era a la vez de suficiencia y perplejidad. ¿Qué hacía allí aquel niñato? Su presencia no encajaba en la hipótesis de que sólo era una marioneta en manos de David y sus socios. Y que además tomara la palabra con aquellos aires y aquel aplomo podía dar a entender que actuaba con independencia del criterio y los consejos de sus abogados, más amantes de la diplomacia y la retórica. En cualquier caso ella también fue directa.
—El cincuenta por ciento. Es lo justo. Dos hermanos: división por dos.
—¡Ni hablar! —exclamó Jig.
—Es lo mínimo y podemos aspirar a más —aseguró Laura.
—Bobadas. No tienen nada en que basar sus pretensiones.
—Tenemos indicios. Sólo nos falta convertirlos en pruebas, y eso es cuestión de tiempo.
—¿Indicios? —puso cara de extrañeza David—. ¿Qué indicios?
—¿Qué indicios? Mira, durante diez años nadie ha visto a John X, de repente se vuelve a hablar de él, pero precisamente de que ha muerto. Hay un certificado de defunción con una fecha, hay un testamento con otra fecha muy próxima a la de la muerte, de muy pocos días antes que la de la muerte. Hay dos posibles herederos: dos hijos adoptivos de John, dos hijos que apenas han visto a su padre en toda su vida, y que en esos diez años en que John estuvo «desaparecido» tampoco le vieron. De manera que el padre sabe de sus hijos tanto como yo de física cuántica y, en consecuencia, por ellos tendrá un cariño que me resulta imposible de calcular, pero que seguramente se acerca mucho a cero. En todo caso, ya que no se relaciona con ninguno de ellos, si siente algún aprecio será el mismo por los dos. Ninguno de ellos hace nada que pueda causar disgusto a su padre. Sin embargo, aparece un testamento según el cual uno de los dos hermanos se lo queda todo. ¿Por qué?
Jig sonrió, David también.
—Veo que no estás tan bien informada —comentó el abogado—. Dices que ninguno de los dos hijos ha hecho nada que pueda disgustar a su padre… El hecho es que sí ocurre algo que desagrada mucho a John X.
—¿Qué es?
—Uno de sus hijos renuncia a estudiar lo que John quería que estudiase y se decanta por la música.
—¿Y qué? ¿Es suficiente motivo para desheredarlo?
—Para John lo fue.
—¡Qué tontería!
—Ninguna tontería. John quería que sus herederos se hicieran cargo de sus empresas, y para ello les exigía que se formaran en una carrera adecuada: de economía, de leyes… Por supuesto, no la música.
—¿Y ellos lo sabían? —preguntó Laura.
—¿Qué quieres decir?
—¿Les dijo a sus hijos que si no estudiaban lo que él quería los desheredaría?
Jig y David se miraron.
—Pues…
—¿Les hizo firmar un documento que les obligaba a estudiar una carrera de empresa si no querían quedarse sin la herencia? Por cierto, Jig, usted, que yo sepa, todavía no se ha graduado. ¿No debería haber vuelto a la universidad para acabar la carrera que quería su padre?
—Eso es irrelevante —opinó David.
—Quizá no, y quizá sea necesario dejar en manos de los tribunales la decisión de si es o no irrelevante.
—Mire… Laura —quiso zanjar el asunto Jig—. Lo verdaderamente relevante es la voluntad de mi padre, y él quiso que el testamento se redactara como se redactó.
—¿Él? —sonrió escéptica la mujer.
—¿Quién si no? —preguntó David.
Laura Connors quiso ayudarse de un silencio teatral para responder a la pregunta de su colega.
—Tengo muchas dudas de que el testamento leído fuese obra de John X. Tengo dudas de que John X estuviese consciente el día de la fecha que figura en ese testamento.
—¿Por qué esas dudas? —se interesó David.
—¿Podéis disiparlas? ¿Podéis demostrar siquiera que John estuvo un solo minuto consciente en los últimos diez años? ¿Habéis hablado con él en los últimos diez años?
—Sí —respondió el abogado.
—¿Podrías demostrarlo?
—Claro.
—Vamos a ver, Laura —volvió a intentar zanjar Jig la cuestión— usted ha comenzado afirmando que tenía indicios. Aún espero conocer alguno. Hasta ahora sólo ha expuesto dudas, ha insinuado una trama oscura en la que, si no he entendido mal, figura que no fue mi padre quien redactó el testamento. ¿Y el móvil? ¿Por qué esa supuesta trama?
Laura, como antes, sabiendo que sus interlocutores estaban expectantes por su respuesta, la hizo preceder de otro silencio, pero esta vez quiso subrayarlo con una sonrisa entre irónica y maliciosa.
—¿El móvil? Tenía uno, pero ahora ya son dos.
—Estamos deseando oírlos —también sonrió David.
—Bien —la abogada tomó un sorbo de su copa de vino—. Admitiré en primer lugar que tenía antes de esta comida una opinión de usted —miró a Jig— distinta a la que tengo ahora. Antes no le creía capaz de ser el inspirador de esa posible trama, ahora sí, y su presencia aquí apoya mi creencia. Lo cierto es que usted regresa a Londres y abandona la universidad (a la que aún no se ha reincorporado para continuar una carrera que no ha terminado) muy pocos días antes de la fecha que consta en el certificado de defunción de John X. Eso no prueba nada, pero es un dato, al menos es un dato si es que no quiere darle la categoría de indicio. Y como móvil, ¿le parece poco móvil quedarse con todo el imperio de su padre? —se dio dos segundos para examinar los rostros de sus adversarios—. En el segundo móvil —continuó al constatar que Jig y David, sin inmutarse, parecían más pendientes de saber lo que diría del segundo móvil que impresionados por lo que había dicho del primero— los inspiradores de la trama seríais tú —miró a David— y tus socios. Habéis gestionado las sociedades de John X en los años en que él no dio señales de vida, lo que no era mal negocio para vosotros. Y como no era mal negocio habéis querido continuar con él y para ello os habéis conchabado con Jig acordando que él lo herede todo a cambio de que os ceda la gestión del imperio heredado.
—Como fantasía no está mal —dijo Jig—. El problema para usted es que su teoría solo puede alimentarla con imaginación y suposiciones, y no con pruebas tangibles.
—Ya veremos.