14. Saber lo que se quiere

Decididamente la nueva vida en el nuevo cuerpo supuso una alteración importante en las prioridades del millonario Jig. Ahora que disponía de un horizonte vital mucho más lejano, tenía mayores deseos de aprovechar su paso por este mundo, y de hacerlo corriendo algún que otro riesgo. La repetición de la juventud conllevaba renovadas ansias de diversión y aventuras, de experimentar con lo desconocido y de darle gusto a la curiosidad. Jig pensó que con aquella chica, la hija del banquero, tendría suficiente ración de todo eso. La llamó y quedaron.

Para empezar, el lugar de reunión, punto habitual de encuentro entre los jóvenes, le era extraño, pese a que el anterior Jig debió frecuentarlo con cierta asiduidad. Tuvo que hacer indagaciones para saber dónde estaba y que se trataba de un gran complejo comercial, en el extrarradio londinense, con diferentes áreas de actividades también diversas, pero todas relacionadas con el ocio o la compra.

El local escogido por la chica para la cita era un gran pub con una barra de largo perímetro en forma rectangular. Jig llegó antes, quizás porque en el desplazamiento utilizó un deportivo recién adquirido que se movía a una velocidad muy superior a la que recordaba de cuando era John, o más bien a que salió temprano de su mansión. Aguardó sentado en un taburete de la barra. En los diez minutos que duró la espera tuvo ocasión de saborear la mejor cerveza negra del pub y de examinar el comportamiento del público juvenil que era el predominante en el local. Comprobó que su lenguaje incluía muchas palabras que él no usaba o ignoraba. ¿Había aterrizado en un mundo nuevo? Se planteó si realmente quería integrarse en él. Sus años mozos quedaban muy atrás y seguramente habían sido muy distintos a los que vivía en aquel momento. Ya se sabe que en la juventud se cometen locuras y se adquieren bastantes vicios. Imaginaba que las locuras y vicios de su anterior juventud no coincidían con los que le esperaban. La duda sobre si estaba dispuesto a vivir estos últimos no resistió más de dos minutos: se iba a dejar llevar por la nueva corriente.

La chica, de la que ya sabía que se llamaba Carol, vino acompañada de cuatro jóvenes, dos de cada sexo. Al parecer todos eran amigos de Jig, pero la memoria de El Oriental sólo reconocía y muy superficialmente a Carol. No pretendió engañar a nadie: les dijo que no sabía quiénes eran ni cómo se llamaban, a pesar de que le saludaron todos muy efusivamente, las chicas con un beso sonoro en cada mejilla y los chicos con un apretón de manos cuya mecánica era nueva para él pero que había observado antes en otros jóvenes que también se habían encontrado en el pub. El aparente despiste de Jig los otros lo consideraron una estrategia burda con la que eludir costear la juerga que iban a correrse para celebrar que ahora era rico. Pero, ya que él continuó insistiendo en que no les conocía, los demás acabaron por tomárselo como un juego y decidieron participar en él, sobre todo cuando Jig aseguró que de todos modos invitaba, a las pintas y a todo lo que viniese después.

Lo que vino después trató de recordarlo Jig a la mañana siguiente en medio de una enorme resaca. Le costó poner orden en sus ideas. Al despertar descubrió que estaba desnudo, como Carol, quien continuaba dormida en su misma cama, la gran cama del mejor y mayor dormitorio de su suntuosa mansión que ocupó el mismo día en que fue declarado heredero universal, sin importarle que estuviese decorado al gusto de un anciano.

Mientras dejaba que el agua de la ducha terminara de despertarle, rememoró las horas recién vividas. Puro desenfreno. En el mismo pub en que se encontró con Carol y los demás, cuando iban por la segunda pinta, apareció un individuo de edad indefinida que era todo un mercado ambulante de sustancias psicotrópicas. Con la mayor discreción posible, que no hizo falta que fuera excesiva, le compraron (Jig pagó) varias dosis de cocaína y un surtido variado de pastillas de éxtasis, que en aquellos años de los ochenta ya hacían furor. Después del pub fueron a un establecimiento de comida rápida en el que, haciendo honor al calificativo, apenas estuvieron un cuarto de hora, lo justo para dar cuenta de una hamburguesa y un refresco de cola. La siguiente y mucho más larga parada fue en una macro discoteca. Música repetitiva y en elevado volumen a la que la memoria de Jig no estaba habituada, pero que en combinación con la raya de cocaína y un juego de luces disparatado, condujeron a El Oriental hasta el medio de la pista de baile para moverse y saltar durante un tiempo prolongado cuya duración al día siguiente no sería capaz de precisar. Sólo recordaba a un enjambre de jóvenes a su alrededor moviéndose como él y afectados por una iluminación cambiante que al incidir en los rostros les hacía irreconocibles. De vez en cuando Jig se acercaba a la barra y pedía un combinado que bebía acompañado de quien tuviese al lado, unas veces Carol, otras alguna de los amigas con los que había entrado en la discoteca, y ocasionalmente chicas que le habían llamado la atención mientras bailaba, y a las que invitaba sin el menor asomo de timidez envalentonado por el alcohol. La chica de turno tampoco se mostraba reacia a la invitación, ni de la bebida ni de la pastilla que le mostraba con descaro Jig. Y ella, desinhibida a su vez por el efecto del éxtasis y del combinado, no tenía reparos en dejarse besar y manosear por El Oriental, ni en corresponderle del mismo modo. Lo que siguió a la discoteca estaba más confuso en la mente de Jig. Le pareció recordar que llegó a casa con sus teóricos amigos, y que llegó de milagro por las incontables imprudencias que cometió en el manejo del deportivo a causa de las drogas consumidas y de los aullidos con que le jaleaban sus acompañantes, tan eufóricos como él. Por suerte, ni sufrió ni provocó ningún accidente y consiguió aparcar el coche en el jardín de su casa en medio de un gran escándalo de risas y gritos desaforados. Poco después el jolgorio continuó bajo techo, en una gran sala con piscina. Allí no tardaron en quitarse toda la ropa y lanzarse al agua. Lo último que tenía en mente Jig era la imagen del grupo de jóvenes, unos dentro de la pileta y otros fuera, entregándose a toda suerte de encuentros sexuales entre ellos.

Al salir de la ducha, mientras se secaba el cabello y contemplando a Carol todavía dormida, trató de recordar si también había follado con ella. Menuda noche la que terminaba de vivir si había mantenido relaciones íntimas a discreción y no sabía con quien. La resaca era muy fuerte, pero no tanto como para impedirle pensar si deseaba tener muchas veladas como aquella. Ya lo había probado, ya sabía cómo se divertían los jóvenes de buena posición, y… bueno, no había estado mal, pero el nuevo Jig, con la vieja memoria de John, tenía gustos más refinados y serenos. En cuanto a música, la de la discoteca, que era buena para danzar como posesos, no podía compararse a la clásica ni al jazz ni a ninguna de las que a él le gustaban. Y para bailar prefería los sones de una big band y la voz de un buen crooner. Desde luego, la hamburguesa de un fast food no era ni será nunca alta cocina. Una cerveza, cuando apetece, no es despreciable, pero seguro que no es difícil acompañar la comida con algo mejor que un refresco de cola. Las drogas, es sabido, colocan, pero matan o deterioran el cuerpo. Jig tenía el cuerpo de un joven y los conocimientos de un anciano. Los dos, el joven y el anciano, saben que las drogas son nocivas, pero el joven las consume descontroladamente por diversión y el anciano bajo prescripción médica para soportar mejor los achaques de la edad. Jig, joven y viejo a la vez, convencido de que su memoria era su vida e informado de que el abuso de los estupefacientes afecta a las neuronas perjudicando a la memoria, se dijo que mejor los reservaba para ocasiones muy esporádicas y escogidas. En cuanto al sexo, el de la noche de juerga podía considerarlo divertido, pero no del todo satisfactorio. Por lo que recordaba, que era poco y difuso, había habido demasiadas prisas, exceso de precipitación, poca sintonía con la otra persona y escaso interés de ésta en complacerle. En materia de sexo, pensó, mejor señoras experimentadas que saben llevar el tempo adecuado y estimular las zonas erógenas del hombre como es debido. Y sobre las conversaciones ¿qué decir? No se trataba sólo de que aquellos mocosos tuvieran un lenguaje diferente al suyo, sino que los temas que tocaban o no le interesaban o le sonaban a chino. Él permaneció siempre en su papel, no fingido, de no enterarse de nada. Una actitud que sus acompañantes tomaron a broma y aceptaron porque les convenía. Únicamente cuando habló a solas con otra persona, e intentó ser él quien iniciaba el diálogo, pudo intercambiar más de diez frases seguidas, aunque todas ellas insustanciales.

En resumen, repasando cómo había ido la noche y pese a la hermosa panorámica que le obsequiaba Carol desde la cama, tomó la determinación de no volver a sufrir resacas como la que le estaba torturando en aquel momento, ni cometer tantos excesos como en las últimas horas, ni recurrir para divertirse a personas con menos de treinta años, quizá treinta y cinco. Si se trataba de tener compañía femenina, seguro que con su planta, juventud, experiencia, conocimientos, clase y fortuna no iban a faltarle mujeres interesantes y atractivas tirando a maduras que supieran apreciar sus encantos y, en justa correspondencia, ofrecerle los suyos. Aunque, con una memoria tan longeva, ¿qué era para él una mujer madura si le parecía joven cualquiera que tuviera menos de cincuenta?