Miguel se sentía un artista, un músico más concretamente, y no deseaba nada tanto como dedicarse a su arte. Pero eso no suponía renunciar así como así a una fortuna que le sirviese de sustento, que le permitiera despreocuparse por el modo de ganarse la vida y disponer de un servicio doméstico que se lo diera todo hecho. Igual con el tiempo y la experiencia podía ser muy bueno tocando o componiendo y mundialmente reconocido, pero ¿qué garantías había de eso? Le angustió pensar en el posible día en que se agotara la renta asignada y que, sin más remedio, debiera trabajar para vivir (o malvivir), ya fuese como músico de tercera en grupos desconocidos, dando clases de solfeo o enseñando a tocar un instrumento.
Era inconcebible que Jig se lo quedara todo. Y era colosal el desengaño que se había llevado con él. Nunca habían sido enemigos ni rivales. Habían vivido muchos años juntos sin más conflictos que los típicos en una relación fraternal bien llevada. Sólo con el inicio de los estudios superiores dejaron de verse con asiduidad y únicamente coincidían en épocas vacacionales que ambos disfrutaban en la mansión principal de John X como principales señores de la casa porque el propietario hibernaba en el «congelador». Incluso, si le hubieran preguntado, Miguel se hubiese atrevido a afirmar que se llevaba muy bien con Jig y que el aprecio era mutuo y grande. Al menos tanto como para que El Oriental fuese consecuente con esa buena relación y reparara en parte el agravio del testamento, eso en el caso de que no quisiera darle la mitad de la tarta, que era lo que en justicia correspondía. Sin embargo Jig, al que ya había visto muy distante tras la muerte del padre, acabó de defraudarle con el cambio radical que dio nada más leerse el testamento. A partir de aquel momento, ni siquiera se dignó a dirigirle la palabra, se escudó tras los abogados y le impidió todo acercamiento; además, y eso ya fue el colmo, le expulsó de casa. No le dejó en la calle, pero poco faltó. Tras la lectura del testamento, cuando se recuperó lo suficiente de la decepción sufrida como para levantarse de la silla en que se había dejado caer abatido y abandonar las oficinas del notario, Miguel decidió ir al hogar familiar en busca de alguna explicación. Allí se topó con otra desagradable sorpresa: en la entrada le esperaban dos tipos de gran tamaño que le cerraron el paso y le obligaron a subir en un coche de cristales tintados. En ese auto fueron hasta un barrio londinense en el que El Maya no había estado antes.
La calle donde le hicieron bajar no tenía mal aspecto. No era una zona elegante, pero tampoco poblada por miserables. Sus habitantes eran en su mayoría de clase media, baja pero clase media al fin y al cabo. Miguel se encontró de repente sobre una acera de un lugar desconocido, con mil libras en una mano y en la otra una llave que, según le informó el gorila que se la dio, servía para abrir la puerta de su nuevo hogar. También le aseguró que al día siguiente le traerían todas sus pertenencias y que, con aquel dinero que le habían dado, tenía de sobras para ir tirando.
Algo turbio se escondía en todo aquello. Alguna anomalía deshonesta tenía que haberse producido con la herencia. Miguel sospechó de los abogados más que de Jig, les atribuyó extrañas maniobras y oscuros tejemanejes a saber con qué aviesas intenciones. Seguramente querían seguir controlando el patrimonio del viejo y habían movido hilos para que, tergiversando la verdadera voluntad del difunto, todo fuese para Jig porque calcularon que sería más fácil manipular a éste solo que a los dos hermanos. No en vano, pensó Miguel, Jig era más influenciable que él. Sí, pero era él y no Jig quien había dado con sus huesos en aquel piso que, sin ser un cuchitril, podría parecérselo en comparación con las grandes viviendas de su padre en que había residido hasta entonces. ¿Y qué iba a hacer? ¿Iba a resignarse y a conformarse con lo que ahora tenía? ¿Iba a llevar una vida bohemia en consonancia con lo que tradicionalmente se atribuye a los artistas? Tampoco se le ocurría nada. Llevaba ya dos días en aquel apartamento, dos días tratando de asimilar lo sucedido y no encontraba salida. Desconocía las leyes, y más en lo relativo a testamentos y propiedades. Odiaba a los abogados, a quienes culpaba de su situación, pero si quería poner remedio a su desgracia quizá no tenía otra alternativa que recurrir a uno de ellos. El problema es que, eso sí lo sabía, los abogados no trabajan gratis y él no nadaba en la abundancia. Aunque…, al pasear por el barrio para airearse y tratar de aclarar las ideas, de reojo vio la portada de un periódico en que aparecía alguien que le resultó familiar. Sí, conocía personalmente a la mujer que en la imagen del diario acompañaba a un tipo de avanzada edad muy trajeado y sonriente. Se fijó en el pie de foto, indicaba que el individuo era un pez gordo de las finanzas que salía victorioso de un juicio por una guerra económica entre empresas en compañía de su abogada, Laura Connors. La recordó del velatorio. ¡Cómo no recordarla! Para Miguel fue un suplicio tener que aguantar las forzadas palabras de consuelo de un sinfín de tipejos que se presentaban con sus nombres, sus cargos y sus títulos, y a los que olvidaba al instante. Los únicos cinco minutos agradables de la velada fueron los que pasó con Laura, una mujer que casi le doblaba la edad y que le pareció muy atractiva cuando se le acercó para darle el pésame y cuando la vio alejarse tras la condolencia. Miró a la izquierda en espera del siguiente y vio que se había producido un pequeño tapón en el tránsito de personas que desfilaban: uno de los abogados, David, se estaba recreando bastante en la presentación a Jig de un tipo que parecía no tener suficiente con decir «lo siento mucho». Miguel aprovechó para ir tras Laura. Perdone, le tocó levemente en la espalda, no me ha dicho su nombre. Eso valió para iniciar una charla en un punto del salón en que un camarero servía bebidas. Pidieron dos copitas de jerez y mantuvieron una conversación cordial que acabó al llegar el mismo sujeto que había entretenido a Jig. Laura hizo entonces las presentaciones. Es Lucas Carlile, mi jefe. Hubo apretón de manos y poco más. El Maya lamentó la interrupción porque le obligaba a regresar junto a Jig para seguir aburriéndose con los «sentidos» pésames de desconocidos.
Laura debía ser una figura importante en el mundo jurídico si aparecía en las portadas de prensa, pero él era huérfano de un señor no menos importante del mundo empresarial. Seguro que a Laura le parecería muy interesante el modo en que se había repartido («repartido» era mucho decir) la herencia de John, y seguro que, ya que se conocían, le daría un trato preferente.
Llamó al bufete de Laura. Preguntó por ella. Consiguió que le pasaran cuando dio su nombre e insistió en que se trataba de un asunto personal. Tras recordar a la abogada quien era él y exponerle brevemente su problema, concertaron una cita.
Le pareció muy interesante a Laura todo lo que Miguel le explicó de la herencia y acerca de sus sospechas, tanto que prometió comentar con sus superiores el caso y proponer darle un tratamiento especial.
Horas más tarde Laura cumplía lo prometido y hablaba con Lucas Carlile.
—¿No te parece muy extraño? El viejo John llevaba muchos años apartado de la circulación y cuando ha dado señales de vida no han sido de vida precisamente. Durante todo ese tiempo sus negocios estaban controlados por sus abogados y ahora, una vez muerto el viejo, de sus dos hijos uno se queda con todo y el otro con un palmo de narices.
—Aparentemente sí es extraño, pero… conozco a David desde que acabé en la universidad y dudo que haya querido mangonear, si es eso lo que insinúas.
—Bueno, probablemente los abogados de John, con David a la cabeza, han gestionado bien y con honradez las empresas del viejo, al menos ninguna ha ido a la ruina. Pero su tajada habrán sacado y querrán seguir sacando… Según Miguel, tu amigo David y sus socios manipulan a Jig, el único heredero.
—No descarto nada, pero… David me presentó al tal Jig y me pareció un joven muy preparado y no tan fácil de influenciar… Sin embargo, precisamente hoy he comido con David y me ha anunciado que él y sus socios continuarán gestionando las sociedades de John X, ahora de Jig… Curioso.
—Curioso y sospechoso.
—Siempre hemos querido hacernos con la cuenta de John X. Si la consiguiéramos nuestra facturación aumentaría de forma considerable, pero mientras esté en la cartera de David y los suyos… Aprecio a David, le debo mucho, empecé a trabajar con él. En lo personal nos llevamos muy bien, me ha hecho muchos favores. Hoy, por ejemplo… Pero en lo profesional somos rivales. Cuando estuvimos juntos, al principio de mi carrera, aprendí bastante a su lado. No obstante, sabe que nuestra amistad no impide que a la hora de conseguir nuevos clientes seamos acérrimos enemigos… En fin, quizá ese Miguel sea la llave para quedarnos con la cuenta del imperio de John X. Dile que vamos a ayudarle, que vamos a llevarle la impugnación de la herencia y que no le vamos a cobrar por ello de momento; de todos modos, tal como le han dejado, tampoco nos podría pagar. Aunque… eso sí, hazle firmar un compromiso que le obligue a contratarnos y a tenernos como abogados de sus negocios si finalmente la justicia resuelve que él no tiene menos derecho que su hermano a la herencia del viejo.