12. Sigamos

—Caballeros —comenzó Jig su primer discurso como gran empresario con una sonrisa franca y encantadora que su padre no supo ni quiso ofrecer nunca— aclarados todos los interrogantes planteados por los últimos acontecimientos, y vueltas las aguas a su cauce, mi obligación es antes que nada agradecerles su trabajo durante el tiempo en que el cuerpo de John estuvo en la nevera. En esos años, este centro magistralmente conducido por el Dr. Ros, hizo unos progresos notables cuyo primer y esperanzador fruto es el sujeto que les habla ahora. En esos años también, ustedes tres —miró a los abogados— se han encargado de que mis empresas continuasen boyantes poniendo al frente de las mismas a personas cualificadas y tomando decisiones acertadas en los consejos de administración. He pensado que la mejor manera de premiar su esfuerzo es dejar que continúen llevándolo a cabo. Les anuncio, pues, que no deseo por el momento dirigir más empresa que ésta en la que estamos —señaló con el índice hacia abajo—. Del resto sólo me interesan los beneficios que mis títulos de propiedad me proporcionen. Voy a limitarme por tanto a este centro de investigación que es lo único que me interesa en la actualidad desde una perspectiva profesional. El producto que podemos ofrecer aquí es excepcional y el precio que podemos exigir por él es… el que queramos, sobre todo si realmente no tenemos competencia. Bien, pues manos a la obra y desde ahora mismo. Tenemos la fábrica, nos falta conseguir clientes (los donantes) y la materia prima (los receptores). Como muy acertadamente ha repetido con insistencia el doctor, los receptores han de ser elegidos en función de los donantes, en función de los deseos y de las características de los donantes. Lo que significa que nuestros próximos pasos debemos dirigirlos hacia la búsqueda y captación de clientes. El producto que queremos vender tiene un problema, quizá único, pero muy importante: no podemos hacer publicidad del mismo, al menos no de una forma convencional ni demasiado evidente. Entonces, ¿cómo dar a conocerlo? Levantamos un hospital especializado en el tratamiento de enfermedades graves con la intención de generar nuestro mercado. No está mal pensado, pero ahora ¿cómo le vendemos a los clientes en potencia nuestros servicios?, ¿cómo les convencemos de que realmente pueden prolongar su vida en otro cuerpo, con una demostración práctica? ¿Ustedes piensan que aunque se hubiese filmado toda la operación de mi trasvase de memoria alguien que la viera no creería que se trataba sólo de una película, pura ficción? —Jig hizo un silencio en espera de que alguien le respondiera, pero no hubo respuesta—. ¿Han madurado alguna estrategia durante mis años de ausencia?

Esa pregunta sí exigía contestación. Se aventuró a darla el abogado más veterano.

—Se hicieron estudios de mercado, se elaboraron informes sobre cómo y dónde encontrar a los posibles clientes…

—¿Dónde encontrar? —interrumpió Jig. ¿Qué mejor lugar que nuestro hospital de enfermos terminales?

—Por supuesto —aceptó David— pero lo cierto es que no se ha hecho mucho en lo que respecta a la captación…

—¿Mucho?

—Ni mucho ni poco. Nos pareció más prudente aguardar acontecimientos, comprobar que el experimento tenía éxito… en fin, asegurarnos de que el invento funcionaba con John… con usted, y teníamos un buen producto.

—Ya —de nuevo Jig provocó un silencio, esta vez mucho más tenso que el anterior—. Pues es hora de abandonar la prudencia y arriesgarse. Quiero ideas sobre captación efectiva de clientes. ¿Qué se les ocurre?

—Pensando en cómo vencer la incredulidad del posible cliente —dijo el abogado más joven, que parecía impaciente por hablar— quizá podríamos mostrar artículos de revistas científicas de prestigio que probaran la viabilidad del trasvase de memoria.

Las miradas se dirigieron al Dr. Ros, quien no tardó en darse por requerido y responder.

—Es complicado… Las revistas científicas serias no publican un artículo si no es riguroso. No aceptan meras teorías basadas en suposiciones o especulaciones. Exigen que cualquier hipótesis expuesta se demuestre, que se dé detalle suficiente de las pruebas efectuadas, de los experimentos realizados y de los logros obtenidos. Y es obvio que no vamos a dar detalles. Por dos razones: porque nos veríamos obligados a admitir que hemos cometido alguna ilegalidad y (esto les interesará a ustedes más que a mí) porque explicando nuestro trabajo provocaríamos que de repente nos surgiera competencia.

—Entiendo —dijo Jig—. Y en este caso no podemos recurrir a la obtención de una patente, ¿verdad?

El doctor hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Por lo oído aquí —intervino el abogado que todavía no había hablado— nuestro problema es un problema de fe.

—¿De fe? —Jig le instó a explicarse.

—No de nuestra fe, que la tenemos porque «hemos visto el milagro», sino de la de nuestros posibles clientes. Necesitamos que ellos tengan fe en lo que podemos ofrecerles, que crean en ello. Quizá deberíamos tratar el asunto desde una óptica religiosa. Nosotros sí podemos dar vida eterna. O venderla, mejor dicho. Tal vez deberíamos utilizar métodos apologéticos para ganar clientes.

—¿De veras? —Jig se mostró escéptico—. Las religiones tienen su bolsa principal de clientes entre la gente pobre e ignorante. No es la clientela que buscamos precisamente. Lo que sí admito es que las religiones suelen tener un inicio difícil. Algunas han sufrido persecuciones y han necesitado la clandestinidad para crecer. Nuestro producto también nos vemos obligados a ofrecerlo de modo clandestino, pero así como las religiones aspiran a conducir un rebaño de fieles universal (y en teoría no tienen fines comerciales) nosotros nos conformamos con unos pocos pero muy selectos seguidores… Bueno, no sé si los métodos apostólicos son en nuestro negocio muy válidos. De entrada no los descarto. Ni esos ni otros que sean capaces de sugerir. Vamos a meditar el asunto durante unos días y la semana próxima espero escuchar más ideas.

Concluyó la sesión. Todos se levantaron, pero Jig le pidió al abogado David que se quedara un momento. Una vez solos le preguntó si ya podía darle el teléfono de la hija del banquero.

—Sí. ¿Pero está seguro de que quiere verla?

—¿Por qué no?

—Parece que ella le conoce bastante. Usted a ella no y podría dar algún paso en falso. La chica se extrañaría que hiciera cosas a la que no la tiene acostumbrada y de que usted no recuerde otras recientes que hicieron juntos.

—¿Y qué? ¿Qué es lo peor que puede pasar, que se enfade conmigo porque he olvidado según qué, que se sorprenda por un comportamiento que no había visto antes en mí? Podría ser divertido.