11. El testamento

Los dos hermanos asistieron a la lectura del testamento no precisamente en igualdad de condiciones. Jig acudió arropado por su equipo jurídico, muy tranquilo, sabiendo lo que se iba a leer. Miguel lo hizo solo, un poco nervioso y con la esperanza de recibir una buena ración del pastel, la mitad o algo menos en el peor de los casos. Seguramente tantas expectativas le hicieron ser muy puntual, tanto que tuvo que esperar primero solo la llegada de un señor de negro que dijo ser el notario, y después en compañía de éste la aparición solemne de Jig encabezando el cuarteto que formaba con los tres abogados. No me gusta, se dijo El Maya al verlos llegar juntos. Y entonces cayó en la cuenta de que, tras la muerte de su padre, había percibido bastante sintonía entre su hermano y aquellos hombres de leyes, había visto a Jig hablando con ellos más de una vez como en actitud conspirativa. Por el contrario, la camaradería que siempre había habido entre los dos hermanos se había enfriado mucho desde que se quedaron huérfanos, incluso daba la impresión de que Jig le rehusaba. Tenía comprobado que cada vez que él, Miguel, intentaba la conversación, su hermano se limitaba a responder con monosílabos o sonido guturales e inventaba cualquier excusa para dejarle solo cuanto antes. Todo ello lo relacionó El Maya, una vez leído el testamento, con el hecho (muy sospechoso) de que John X legase su patrimonio por entero a Jig y a él nada más le mantuviese la renta que le permitiría vivir sin agobios, pero sin lujos, mientras hiciese vida de estudiante; vida para la cual una cláusula testamentaria había establecido expresamente un límite de siete años desde la aceptación de la herencia.

Un reparto tan desequilibrado no fue comprendido por Miguel, ni, lógicamente, aceptado de buen grado. Estalló, claro. En cuanto aquel señor de traje oscuro dio por concluida la lectura de las últimas voluntades de John X, Miguel se levantó indignado de su silla y furioso, mirando a Jig, gritó que aquello era injusto, escandaloso, un fraude, producto de una mente perversa y que estaba decidido a impugnar el testamento. Nadie le hizo caso, nadie le consoló ni trató de apaciguarle. Todo el mundo se puso en pie con calma y abandonó la estancia dejando a Miguel gritando. El último en hacerlo fue el notario, quien no pudo evitar enfrentarse en solitario a las quejas del agraviado. Tuvo que soportar que le acusase de formar parte de un complot, de una sucia trama urdida en su contra. El paciente señor, acostumbrado a lecturas de testamentos en los que la satisfacción no era general y a escenas como aquella, aguantó estoicamente el chaparrón de acusaciones e improperios y tuvo la deferencia de aconsejar a Miguel. Si no está de acuerdo, le dijo, lo mejor que puede hacer es poner el caso en manos de un abogado. El Maya, que en aquel momento no hubiese sido capaz de creer en la honradez del abogado más santo, se tomó el consejo como una burla y continuó profiriendo barbaridades hasta que advirtió que no quedaba nadie para escucharle. Entonces le pegó una patada a su silla y se sentó en otra visiblemente afectado. No puede ser, no puede ser, no puede ser, se repitió hasta cansarse.

A Jig, claro está, la lectura del testamento ni le desagradó ni le sorprendió. Tampoco el comportamiento de su hermano, que le dejó indiferente. Lo que él quería era «recuperar» sus propiedades, es decir, ser de nuevo el propietario legal de las mismas y tomar las riendas del imperio de John cuanto antes. A tal efecto, poco después se reunía con los abogados y el Dr. Ros en la pequeña sala de juntas del centro de investigación dirigido por éste último.