En el salón grande de la mansión principal del recién finado se instaló la capilla ardiente. El cadáver fue exhibido en un ataúd descubierto, y en el rostro del difunto se fueron posando los ojos de todos cuantos acudieron a despedirle. Prolongaban bastante la contemplación porque había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que le vieron, como mínimo el que John había estado en la «nevera». Esperaban ver a casi una momia, pero los de pompas fúnebres habían hecho un excelente trabajo de maquillaje y aquella cara no se correspondía con la de una persona de la edad que debía tener el viejo al morir. Puede que los años de congelación hubieran sentado bien a su cutis.
Tras despertar y descubrirse en un nuevo cuerpo más joven, el primer placer que sólo un donante puede tener es el de asistir a su propias exequias. Jig disfrutó como nunca recibiendo el pésame de gran cantidad de personas, algunas de ellas de gran relevancia. Le acompañó en ese «trance» el otro huérfano de John, su hermano adoptivo El Maya, al que ahora debía llamar por su nombre: Miguel. Jig atendió cordialmente a todo aquél que se le acercó para hablarle de su padre. La espléndida memoria de John, recién instalada en su cerebro, reconoció a la mayoría de quienes querían ofrecerle unas palabras de aliento. Sólo ignoraba la identidad de aquellos que habían alcanzado notoriedad, en la política o en las finanzas, durante los años del letargo. En todo caso, cuando era pertinente, se encargaba el abogado David de hacer las presentaciones oportunas.
A Miguel, en cambio, la velada más bien le pareció aburrida. Sólo le interesó por la oportunidad que le daba de hablar con su hermano. No lo había hecho antes porque acababa de regresar a Londres y había ido directamente al velatorio desde el aeropuerto.
—¿Y ahora? —preguntó El Maya en la primera ocasión en que no había nadie a menos de cinco metros de donde los dos hermanos recibían las condolencias de los asistentes.
—¿A qué te refieres?
—El viejo tenía mucha pasta. ¿Será toda para nosotros?
—Pues… —Jig estuvo a punto de decirle que no se hiciera ilusiones, pero se mordió la lengua.
—Tengo proyectos y necesito dinero para financiarlos.
—¿Proyectos?
—Sí.
—¿Musicales?
—Sí.
—¿Y necesitas mucho dinero?
—Nada. Una tontería comparado con lo que deja el viejo.
Desde el medio de la sala, David y un colega, Lucas Carlile, antiguo conocido y rival por defender los intereses de la competencia, observaban al par de huérfanos.
—Son muy jóvenes. No me los imagino llevando las riendas de una gran empresa. ¿Qué va a pasar con el imperio de John, eh David?
El decano de los abogados del desaparecido se limitó a sonreír antes de contestar.
—Eso es información confidencial.
—Por supuesto, pero tú sabrás algo.
—Bueno, sí, son dos pipiolos, aunque te sorprendería saber lo preparado que está uno de ellos.
—¿En serio?, ¿cuál?
—El que tiene pinta de asiático. Es un segundo John.
—Exageras.
—En absoluto.
—¿Estás insinuando que será él quien se haga con el control de todo?
—Es pronto para afirmar nada.
—¿Y el otro?
—Parece que no le interesa el mundo de los negocios. Le tira más la música.
—Bueno, en cualquier caso son dos críos. Tienen toda una vida por delante, y no como nosotros, que estamos en la última etapa.
¿A qué venía aquella lamentación? A David le sorprendió que su amigo, al que le faltaba bastante para llegar a la vejez y al que nunca se hubiera atrevido a tildar de pesimista ni derrotista, declarara encontrarse al final de su vida, y que lo hiciera con un semblante triste que no hacía suponer que bromeaba.
—Vamos, Lucas, no presumas de anciano. Habla por mí, que ya tendría que haberme jubilado hace tiempo, pero tú… si no tienes ni sesenta años.
—David, estoy jodido. Acabo de saber que tengo un tumor maligno.
—Vaya, lo siento… —eso lo explica todo, pensó David, y por un momento no supo qué decir—. No te hundas, no te rindas —sólo se le ocurrió acogerse al tópico—. Esas cosas hoy en día pueden curarse… Conozco a gente que lo ha superado.
—Gracias por procurar animarme, pero me iría mejor que me echaras una mano…
—Claro que sí, lo que esté a mi alcance.
—Tengo entendido que en el entramado de sociedades del malogrado John hay un hospital muy exclusivo que trata enfermedades como la mía. ¿Es así?
—Sí.
—¿Podrías conseguirme una plaza en ese hospital?
—Veré qué puede hacerse.
La llegada de una mujer interrumpió la conversación.
—Te estaría muy agradecido —dijo Lucas al tiempo que cogía a la mujer por el brazo—. David, ¿conoces a Laura Connors?
—Sólo de oídas, y lo que he oído es muy bueno —extendió la mano.
—Gracias —sonrió ella mientras encajaba la suya.
—Es ahora mismo mi más valiosa colaboradora —aseguró Lucas.
Por lo rumores que le habían llegado a David, Laura Connors era algo más que la principal colaboradora de Lucas, pero no pudo quedarse a escrutarles y, a través de algún gesto significativo entre ellos, tratar de confirmar las habladurías. Debió abandonar a la pareja al apercibirse de una escena que le llamó la atención: una chica de la edad de Jig charlaba muy amistosamente con éste.
—Dijiste que me llamarías al llegar a Londres, y no lo has hecho —reprochó la joven.
—Bueno… he estado muy ocupado —buscó Jig una excusa—. Ya ves en qué circunstancias me encuentro.
—Sí, ya lo veo. Pero no me dirás que estás muy apenado. Nunca te he oído decir que apreciaras al viejo.
—Ya… Hay que mantener las apariencias de todas maneras, ¿no crees?
—Claro.
David acudió al rescate.
—Jig —le puso una mano en el hombro— hay algo importante que debemos abordar.
—Pues… —El Oriental miró a la chica— si nos disculpas.
—Desde luego… Y repito: mi más sincero pésame.
—Gracias.
—Llámame —pidió ella— y hablamos con calma.
—Descuida.
Al alcanzar la distancia suficiente Jig le preguntó a David quién era aquella chica.
—Es la hija de un banquero muy importante. Ya le hablaré de él. En cuanto a ella, ¿le ha puesto en algún compromiso?
—El compromiso, o algo parecido, ya existía porque me ha tratado con una confianza que… Parece que quien preparó el dossier de las amistades de Jig no hizo un trabajo completo. Bueno, encárguese de obtener toda la información de ella que necesito, comenzando por su nombre y número de teléfono.
—¿Le parece prudente?
—No, pero ahora soy otro y mi nuevo «yo» no quiere desaprovechar ninguna oportunidad de pasarlo bien.
Jig había previsto que el velatorio sería largo, pero no tanto como realmente fue a causa de la gran cantidad de personas que quisieron o se sintieron obligados a rendir homenaje al difunto. Que hiciese mucho que John X estaba apartado de la circulación no fue impedimento para que todavía se le recordara, incluso tal vez resultó un acicate para que muchos quisieran ver el cadáver. Probablemente, además de la obligación social de presentarse en el adiós a un importante hombre de negocios, les había atraído la conveniencia de desfilar ante sus posibles herederos. Si aquellos dos jovencitos debían hacerse cargo de las empresas del recién fallecido, resultaba ineludible hacer acto de presencia y dejarse ver por ellos. Bastantes intentaron prolongar el momento de la primera puesta en contacto presumiendo de lo mucho que habían conocido al difunto y de las horas memorables vividas en su compañía. Miguel se los sacaba rápidamente de encima porque tanta evocación le aburría. Jig, en cambio, obsequiaba con una sonrisa a todo aquel que le aseguraba haber sido gran amigo de John X. La sonrisa, evidentemente, era tan falsa como las palabras de quienes se ufanaban de haber intimado con el fallecido como nadie. La memoria de John, extensa y ahora confortablemente instalada en un cerebro tan poco gastado como el de Jig, a unos no les recordaba (luego no deberían haber sido tan amigos del viejo) y a otros sí les recordaba y por eso sabía que mentían, y mucho, al rememorar anécdotas que en realidad ocurrieron de modo muy distinto a como las relataban o sencillamente no ocurrieron.
También fueron multitud quienes se congregaron al día siguiente en el cementerio, aunque allí los dos hermanos se libraron de los pésames de los concurrentes: una muralla de guardaespaldas les rodeó para que no fueran importunados. Buena parte de los asistentes, gracias a la media jornada laboral libre decretada a sugerencia de Jig, eran empleados de las empresas de John X ubicadas en el área metropolitana londinense, en su mayoría altos cargos y jefes de niveles bajos o medios deseosos de progresar en el escalafón.
Los actos protocolarios del entierro no tuvieron una duración excesiva ni contaron con la intervención de representante eclesiástico alguno. De hecho, por voluntad expresa de John, previamente tampoco se había celebrado ninguna ceremonia religiosa. Si él mismo se consideró siempre un desalmado, le pareció absurdo que alguien rogara en público por su alma. La memoria de John X, Jig mediante, se conformó con un breve panegírico leído por el abogado David y rematado con un «descanse en paz» que le forzó a reprimir una sonrisa sarcástica que hubiera sido inexplicable e indecorosa. En el velatorio ya se había divertido bastante, y del entierro tuvo suficiente satisfacción con la presencia de tantos comparecientes acompañando al féretro hasta la tumba y siendo testigos de los trabajos de sepultura que, desde su posición privilegiada en primera fila, contempló con una mezcla de pena y deleite. Allí quedaba el cuerpo que le había alojado tantos años.
En el tiempo necesario para depositar la caja y cubrirla de tierra, la gente permaneció en silencio excepto por algunas toses y los murmullos de quienes quisieron rezar una oración. Jig mantuvo los ojos en la fosa, aunque de vez en cuando echó fugaces vistazos a los presentes. En uno de ellos se topó con la expresión seria del Dr. Ros. Durante dos segundos se cruzaron las miradas y a Jig le pareció detectar en el doctor una señal de triunfo, un «lo hemos conseguido». Algo parecido creyó descubrir en el gesto que le dedicaron sus tres abogados. Distinta fue la actitud de una chica de la que apenas veía el rostro en medio del gentío. En ella reconoció a la joven que se había dirigido a él con descaro en el velatorio. Al verla, la chica le hizo una señal con la mano en la oreja para recordarle que quería que la llamara. A partir de aquel momento, cada vez que apartaba la vista de la fosa, se encontraba con su mirada. Era evidente que ella no le quitaba los ojos de encima y que mostraba por él un interés sin disimulo.
Durante buena parte del entierro y en el viaje de regreso a casa, Jig tuvo ocupado su pensamiento con la imagen de la hija del importante banquero y con la sensación de que, aunque el plan consistía simplemente en prolongar la vida de John en el cuerpo de su hijo adoptivo (lo que, entre otras cosas, suponía mantener a todas horas la sobriedad y la sensatez del viejo) comenzaba a apetecerle apartarse del guión previsto.