El 19 de septiembre de 1956, La Pastora abandona su refugio del Forat de l’Àliga, en la sierra de l’Espadella, que se encuentra junto al camino que une las poblaciones de Xert y Vallibona. Su destino es de nuevo Andorra. Para llegar allí utilizará la misma ruta que ella y Francisco recorrieron cuatro años antes. Su equipaje es un macuto, y sus ahorros ascienden a doce mil pesetas, que también lleva consigo. Tardará apenas diez días en alcanzar el Principado.
Una vez allí, encuentra trabajo en una masía de Sant Julia de Loria. Se ocupa de las labores del campo y durante el verano recupera su querido trabajo de pastoreo, subiendo a la montaña con las ovejas. Ganaba dos mil quinientas pesetas al mes, más alojamiento, comida y ropa limpia. Aumentaba sus ingresos ayudando temporalmente en el acarreo de hojas de tabaco. Sin embargo, es sabido que también se dedicó al contrabando mercadeando con nailon y cigarrillos. No sólo eso, sino que trabajó como hombre de confianza de contrabandistas a mayor escala, sirviendo de guarda en un almacén de mercancías donde acudían los porteadores a llevarse las cargas.
Con todas estas ganancias, más su talante ahorrador, tras cuatro años acaba acumulando una pequeña fortuna. Conoce a un tal Maño y le entrega, para que se las guarde, ochenta mil pesetas, pero el Maño huye con el dinero. Entonces recuerda que le ha prestado una cantidad mucho menor a Francisco el de Personada, uno de los contrabandistas con los que trata, y decide reclamársela para hacer frente al apuro. El 19 de abril de 1960, La Pastora se presenta en casa de su deudor y le pide que le devuelva el dinero. Éste se niega. La Pastora lo amenaza con denunciarlo a la policía andorrana. El contrabandista se burla diciéndole que, sin documento de identidad, difícilmente podrá denunciarle ante las autoridades. Entonces La Pastora recobra su aire justiciero y le jura que volverá para cortarle el cuello. Esto atemoriza de tal modo a Francisco el de Personada que opta por denunciarlo a la policía.
El 5 de mayo de 1960 a las ocho y media de la mañana, se presentan tres guardias uniformados en la masía donde La Pastora trabaja. Le exigen que los acompañe por ser persona reclamada por la justicia española. La conducen a Andorra la Vella y la meten en la cárcel. A las seis de la tarde del mismo día, los tres policías la llevan a la frontera con España. Le devuelven su cartera con el dinero que llevaba, tras haber descontado ciento cincuenta pesetas por los gastos que les ha ocasionado su detención. Luego es expulsado oficialmente de Andorra.
En territorio español pasa a manos de dos guardias civiles pertenecientes a la 224 Comandancia de Fronteras, por quienes es detenido. Se le transporta al acuartelamiento de la Seu d’Urgell. Ese mismo día, a las nueve de la noche, un capitán y un sargento lo interrogan por primera vez. Dice llamarse Florencio.
La identificación de La Pastora es el primer problema con el que se enfrenta la Guardia Civil. Todos piensan, según los testimonios que se tienen, que se trata de una mujer de aspecto hombruno que en los últimos tiempos ha ido disfrazada de hombre. La única fotografía con la que cuentan muestra, en efecto, a una mujer peinada con permanente y elegantemente vestida. Sin embargo, el detenido que tienen frente a sí es un hombre de complexión fuerte. Un teniente coronel de Castellón oye decir que uno de los guardias de su plaza ha conocido a La Pastora. Lo manda llamar y le pide que la describa para enviar su retrato verbal a La Seu d’Urgell. Los rasgos que éste aporta dibujan los de una mujer de aspecto masculino, pero una mujer. Sin embargo, el guardia recuerda súbitamente que La Pastora tenía una cicatriz en la boca (su operación de labio leporino), y ese dato resulta crucial para determinar su identidad.
Permanece tres días en La Seu, sin que le quiten ni un momento las esposas. Después la mandan a la prisión provincial de Lleida, donde estuvo veinte días. De allí pasa temporalmente a la cárcel de Tarragona y por fin es enviada el 30 de mayo a la prisión de mujeres de Valencia en calidad de «presa ratificada». Tenía barba crecida en aquel momento, pero aun así le dieron para vestirse una falda corta y una blusa tan apretada que casi le impedía respirar. Lo aíslan durante ocho días en una celda. Recibe la comida por la ventanilla de la puerta.
El 9 de junio hubo de salir de la prisión para ir a la comisaría de Valencia, donde médicos militares debían reconocerlo. Como su aspecto con aquella ropa es ridículo, se le facilita ropa masculina. Cuando acaba el reconocimiento y vuelve a la prisión le obligan a lucir de nuevo el atuendo de mujer hasta que los médicos «resuelvan» su caso.
Llega por fin el largo informe de los forenses, un urólogo y un ginecólogo. Éste viene resumido en tres puntos:
1. El individuo reconocido pertenece al sexo masculino.
2. La constitución de sus órganos genitales es defectuosa, presentando un hipospadias perineal y un escroto bífido que, junto a las reducidas dimensiones del pene, hacen que sea clasificable entre los casos de seudohermafroditismo masculino.
3. Dado su sexo gonadal, no debe ser recluido en la cárcel de mujeres por ser peligrosa su convivencia con individuos de sexo contrario al suyo.
Después de esta contundente conclusión, La Pastora es recluida como hombre y nunca más volverá a vestirse de mujer.
Se le acusa de bandidaje y terrorismo, de modo que el 12 de diciembre de 1960 debe sufrir un primer consejo de guerra en Tarragona por los delitos cometidos en toda la demarcación. Su defensor de oficio es Manuel López González.
Cuando La Pastora se presenta ante el tribunal militar tiene un aspecto serio y abatido, porte digno.
Va vestido con un traje marrón oscuro de buen corte y lleva corbata. El pelo, bien arreglado y peinado hacia atrás. La impresión que produce en los presentes es que se encuentra como ausente de lo que sucede a su alrededor.
El fiscal militar lo acusa de veintinueve crímenes, subversión política y bandidaje y solicita para él la pena de muerte. Su principal testigo es Enrique Nomen, quien mató a su compañero Francisco, el cual ratifica con voz segura todos los acontecimientos ocurridos en el asalto a la casa de campo de su padre.
El defensor utiliza como argumentos exculpatorios la escasa preparación cultural del detenido, su defecto físico, que siempre ha condicionado su carácter, la dureza de su infancia. Añade que nunca ha tomado parte directamente en ningún delito de sangre y pide para él prisión mayor.
El presidente del tribunal, coronel Menchén Pérez, dice al final del juicio con gran energía: «¡Teresa Pla Meseguer, póngase en pie!». La Pastora obedece y, cuando se le concede la palabra, balbuce que nunca ha matado a nadie y que su misión en los diversos asaltos en los que reconoce haber tomado parte se limitaba a vigilar la puerta del lugar. El procedimiento queda visto para sentencia.
El segundo juicio militar contra La Pastora se lleva a efecto en Valencia, el 21 de febrero de 1961. Las acusaciones que pesan sobre el reo son «bandidaje y subversión social en las provincias de Castellón y Teruel». Las muertes acaecidas en algunos asaltos también le son imputadas.
La acusación pide la pena de muerte; la defensa, prisión menor, aportando los mismos argumentos exculpatorios del anterior juicio en Tarragona.
Aguardará la sentencia en la sección de presos políticos de la cárcel de Valencia. Ésta será de pena de muerte, pero se le conmutará por treinta años de prisión mayor de acuerdo con un decreto del 2 de mayo de 1961.
En esta cárcel permanecerá ocho años. Los partes internos indican que su comportamiento fue bueno. Al principio, sus compañeros políticos lo rechazan, pero después es aceptado plenamente. Los testigos que quedan de esa época lo han recordado como un hombre un poco ausente y poco sociable, a quien se le notaba que había pasado su vida en soledad. Se le llamará escuetamente por su apellido: Pla.
Un funcionario de prisiones, Marino Vinuesa Hoyos, se interesa por su caso y habla frecuentemente con él. Brindándole poco a poco su confianza, La Pastora acaba contándole toda su historia, por la que el funcionario queda conmovido. A partir de entonces procurará asesorarlo en sus derechos carcelarios y protegerlo hasta extremos que veremos más adelante.
En 1968, el preso es trasladado a El Dueso, el penal de Santoña (Santander), que ya no es tan duro como en la primera época franquista. Tiene entonces cincuenta y un años. Antes del traslado, el médico de la prisión provincial de Valencia debe efectuarle un segundo reconocimiento tendente a reafirmar su condición sexual de hombre. El informe ratifica el diagnóstico anterior y describe minuciosamente los genitales de La Pastora: «Se aprecia escroto hundido en dos mitades y en el interior de éstas se albergan sendas gónadas que por su tamaño, movilidad, forma y consistencia hacen pensar en testículos normales… El pene es de tamaño reducido y se halla medio oculto sobre las dos mitades del escroto. Tiene un glande de un tamaño proporcional al del pene, siendo su tamaño mucho mayor que el de un clítoris… Por referencias propias el individuo dice tener apetencias por el sexo femenino y haber tenido eyaculaciones». La Pastora afirmó en algún momento haber estado masturbándose durante un tiempo con periodicidad casi diaria.
La estancia de La Pastora en El Dueso viene consignada en los certificados como la de un preso ejemplar. Redime tiempo de condena con trabajo carcelario realizando labores de limpieza, y más tarde de forjado en el taller de metalistería. En conjunto reducirá pena por un total de seis años, ocho meses y once días. El funcionario Marino Vinuesa viajará desde Valencia en varias ocasiones para visitarlo.
Su expediente médico sólo recoge dos incidencias: en una ocasión el preso solicita atención oftalmológica por pérdida de visión, que le es concedida. En otra debe ser trasladado de urgencia al centro médico de Valdecilla por presentar un cuadro de colapso circulatorio, del que no se conocen consecuencias.
En toda su estancia en prisión no recibe más visitas que las de Vinuesa, su protector; y como correspondencia, únicamente un giro postal proveniente de su hermana Vicenta. Ésta le comunica que ha vendido las cinco últimas ovejas propiedad de La Pastora y le manda el dinero obtenido en la transacción. Sin embargo, el preso cuenta aún con una pequeña cantidad en efectivo y, pensando que Vicenta pueda necesitarlo más que él, le devuelve lo girado.
Vinuesa nunca lo ha dejado de la mano, y es él quien inicia la documentación necesaria para su cambio oficial de sexo, que sigue siendo femenino. Del mismo modo, con fecha del 31 de marzo de 1977 eleva un escrito en nombre del preso a la autoridad militar de Cataluña pidiendo su excarcelación definitiva. Lo firma Teresa Pla y en él hace constar que su pena era de treinta años, de los que lleva ya diecisiete cumplidos, lo cual, sumado a su tiempo de reducción de pena por trabajo, suma veintitrés años y veintitrés días de prisión ininterrumpida. Paralelamente, y por si esta petición fracasa, Vinuesa eleva una instancia al Rey pidiendo el indulto para La Pastora. Justifica su protagonismo en esta petición por «la ausencia de familiares que se interesen en la suerte de este ser tan necesitado de perdón y comprensión», y la argumenta a favor del preso citando los años de largo cautiverio, su buena conducta y su especialísimo caso. Incluso se ofrece a brindarle su hogar para vivir, en el supuesto de que ningún patrono se avenga a contratarlo dada su edad.
Tres meses más tarde, La Pastora es puesta en libertad. Su petición ha sido atendida por los Juzgados Militares de Valencia y de Cataluña, si bien Vinuesa siempre estará convencido de que el Rey influyó en estas decisiones positivas.
La Pastora tiene sesenta años. El funcionario le ha ofrecido su casa en caso de que no tenga adonde ir. Una noche, cuando el hombre sale de servicio, se encuentra en la puerta a La Pastora, con una maleta en la mano. Sólo le dice:
—Don Marino, aquí estoy.
Él le responde:
—Pues no se hable más. —Y se lo lleva a su casa en Olocau, Valencia.
El 25 de marzo de 1980 se resuelve el expediente gubernativo del cambio de sexo oficial de La Pastora. A partir de ese momento dejará de ser Teresa Pla Meseguer y pasará a llamarse para siempre Florencio Pla Meseguer.
Florencio vive vinculado a la familia Vinuesa hasta su muerte. Los Vinuesa tienen un jardín donde hay una caseta en la que se instala. Allí duerme, aunque realiza las comidas con la familia en la casa principal. Cobra una pequeña paga del Estado. Allí transcurren sus días plácidamente. Habla a menudo con los vecinos del pueblo, aunque nunca visita sus viviendas. No le gusta la televisión. Se acuesta y se levanta muy temprano. Tiene dos perras a las que adora: Betty y Tuna. En su última conversación con José Calvo (autor de la mayor documentación que sobre este maquis existe), le cuenta:
—Las perras me siguen a todas partes. Tuna se me ha quedado ciega y es, además, diabética. Tendría que llevarla al veterinario para que le pusiera una inyección. Estos días estaba arreglando una jaula y ella estaba siempre con la cabeza pegada a mí. Si yo me iba a buscar una madera, ella me seguía. Siempre detrás de mí. Me doy la vuelta y, sin darme cuenta, chocamos; porque yo también estoy perdiendo la visión de un ojo.
En la misma conversación, Calvo le pregunta:
—¿Ha vuelto a encontrarse usted con alguno de sus compañeros del maquis?
Y él responde:
—No, nunca, en ninguna prisión, en ningún sitio.
—¿Cree que los mataron?
—La mayor parte marcharon a Francia.
Esta idea de La Pastora no es cierta. Sólo Carlos el Catalán alcanzó tierra francesa en el año 49. El resto de los integrantes de su grupo fueron todos muertos en los años cincuenta. Sólo él sobrevivió.
Murió el 1 de enero del año 2004. Estaba acabando de cenar y comía una pera como postre. La mujer que lo atendía habitualmente se volvió y lo encontró muerto.
Llevaron su cuerpo al cementerio de Valencia, un día de mucho frío. Un empleado de la funeraria recuerda que el cadáver llevaba varias prendas de abrigo superpuestas. Es incinerado el día 4. Sus cenizas son depositadas en la Pirámide del Jardín de los Recuerdos, en el mismo cementerio de Valencia, donde se coloca un rótulo con su nombre unos días después.
La gente de Olocau que lo conoció lo recuerda como un hombre encorvado por el peso de los años, buena persona, muy amante de sus perros, a quienes sacaba a pasear por el barranco del Carraixet. Llevaba una vida sencilla, madrugaba.
A su muerte, la imaginación popular, que siempre había rodeado su figura de leyendas, se disparó en la zona, pensando que había dejado algún tesoro enterrado, perteneciente a los muchos botines de sus atracos; pero, por supuesto, nada de eso pudo comprobarse.
En los consejos de guerra nunca pudo demostrarse de modo fehaciente que hubiera cometido alguno de los veintinueve asesinatos que se le imputaban. La gente que lo conoció afirma que era incapaz de matar, lo cual tampoco puede ser probado. Vivió solo, murió solo; ésa es la única realidad que resulta evidente.
Vinaròs, septiembre de 2010