Se levantaron a la seis de la mañana y salieron sin desayunar. Infante, previsor sin embargo, había hecho que les prepararan unos bocadillos en la pensión. Ironizó frente a Nourissier:
—Propongo que nos los comamos antes de llegar, quizá sea nuestro último bocado.
—No acabo de creer que vayamos a encontrarnos con ella.
—¿Entonces piensas que moriremos?
—Simplemente algo saldrá mal.
—Es más que probable. Todo ha sido demasiado lento en el prólogo y demasiado precipitado al final. Demasiado difícil y demasiado fácil al mismo tiempo. Este tipo quiere marcarse un tanto pero no tiene en el fondo nada sustancial que ofrecer.
—¿Miente?
—No lo creo, pero da por seguro lo que no es sino una posibilidad. De cualquier manera, no podemos dejar de ir.
—Cierto, y sí deberíamos dejar de hablar de ello.
Infante sonrió; Nourissier llevaba razón. Ninguno de los dos era un hombre de acción auténtico. Consecuentemente, la especulación siempre precedía a cualquier movimiento. Sin embargo, había llegado la hora definitiva: cualquiera que fueran los resultados, aquella aventura tocaba a su fin. Se abrochó los últimos botones de la pelliza antes de salir, hacía frío aquel día, el sol no tenía fuerza para disipar los nubarrones que cubrían el cielo desde el amanecer. También Nourissier se había abrigado y en la mano derecha llevaba su cuaderno de apuntes. En esa misma mano cargaba Infante con la bolsa de los bocadillos. Intercambiaron una mirada en el momento de salir y, al comprobar mutuamente su aspecto de niños que salen de excursión, se echaron a reír con nerviosismo. Luego empezaron a caminar con ímpetu.
A dos kilómetros del pueblo, en un recodo de la carretera, les esperaba Cuevas tal y como habían convenido. Llevaba un abrigo bastante raído y su cara expresaba el frío y el miedo a partes iguales. Infante casi se apiadó de él; si la mujer que le había dado el soplo cometía alguna indiscreción o decidía entregarlos, el joven maestro sería quien saldría peor parado. La primera represalia consistiría en apartarlo de su trabajo, y después vendría todo lo demás. Les sonrió como sonreiría el ratón más miserable que habita una casa.
—Buenos días —dijo desmayadamente, y luego intentó aparecer un poco más animoso añadiendo—: Hace frío a estas horas, ¿verdad?
Nourissier respondió con cortesía, pero Infante no tenía ganas de hablar.
—Pongámonos en marcha, se hace tarde.
Caminaron en silencio, sólo se oían sus pasos en la tierra. Anduvieron por espacio de cuatro horas, pasando por pequeñas sendas abiertas entre los matojos. No había ninguna finca arada o parcelada, ninguna cabaña de pastor; era una zona completamente agreste y solitaria. Al llegar a una vaguada llena de cantos rodados, el maestro se detuvo.
—Ya estamos muy cerca; yo me quedo aquí. Sigan recto hasta el final de este valle y suban por la colina. Desde allí verán a una mujer que los espera. Vayan con ella. Lo demás queda bajo su responsabilidad.
—Se supone que La Pastora no va a recibirnos con una ráfaga de metralleta, ¿no es eso, Joaquín?
—La madre de mi alumno me ha jurado que La Pastora es buena persona, que si está aún en el mismo sitio, seguro que hablará con ustedes; pero yo prefiero no verla. Me siento más tranquilo así.
—Ya ha hecho bastante —dijo Nourissier—. Le agradecemos mucho toda su ayuda. Buscaremos la manera de compensarle, se lo prometo.
—No necesito ninguna compensación. Ojalá tengan suerte.
—Te veremos después —se despidió Infante.
Les dijo adiós desvaídamente antes de dar la vuelta. Ellos dos siguieron adelante. Tras un cuarto de hora, Nourissier pidió agua. Infante le pasó la cantimplora que llevaban. Miró alrededor mientras su compañero bebía; estaban en tierra de nadie, un lugar salvaje donde sólo las águilas parecían encontrarse en su medio natural. ¿Cerca de allí llevaba dos años escondida aquella mujer? ¿Cómo había sido capaz de sobrevivir, de seguir comportándose como un ser humano?
Nourissier se había entretenido mirando unas minúsculas flores silvestres.
—¿Has visto estas flores? —le dijo a su compañero—. Si te fijas detenidamente puedes admirar lo complejas que son; como orquídeas liliputienses.
—Déjate de botánica y vámonos.
Giró sobre sí mismo y entonces lo descubrió, oculto entre arbustos. Estaba inmóvil, como un animal mimetizado en el entorno. En ese momento cayó en la cuenta de quién era y fue directo hacia él, ante el asombro del francés, que no sabía qué ocurría.
—Hoy sí que no te me escapas. ¡Quédate dónde estás!
Se le echó encima y le inmovilizó los brazos con sus manos, pero advirtió que el joven permanecía estático sin hacer nada por zafarse de su acometida. Le miraba con calma.
—¿Qué buscas, qué quieres de mí, por qué me has seguido tantas veces? —le chilló.
El chico, que en efecto tantas veces le había seguido y había huido al verse descubierto, no tenía en la cara ninguna expresión. Sólo dijo:
—Al otro lado del cerro os espera la Guardia Civil.
Infante reaccionó antes de comprender, antes siquiera de escuchar. Lo tomó por la camisa y se lo acercó a la cara de manera compulsiva:
—¿Qué dices, de qué hablas, quién eres tú?
Nourissier se había acercado, corriendo, y apartó a su amigo, se interpuso entre él y el joven, que continuaba tranquilo e inactivo.
—Suéltalo, Carlos, por favor. Déjalo hablar. Dinos quién eres y por qué has venido.
—Me llamo Diego. Soy amigo de La Pastora. Ella me conoce desde que nací. El maestro os ha engañado. La Guardia Civil os espera allá donde vais.
—¿Es eso verdad?
—Ahora os lo enseñaré. Venid conmigo.
—¿Cómo sabemos que no eres tú el que miente? ¿Por qué nos has seguido durante tanto tiempo, eh? —rugió Infante.
—Os he seguido porque quería saber por qué buscabais a La Pastora, si teníais intención de hacerle daño. Ahora ya sé que no. Venid conmigo hasta la parte alta de esa loma.
Infante, nervioso, no sabía qué hacer, y fue Nourissier, sereno, quien tomó la determinación de acompañarle. El chico pasó al frente y empezó a trepar. Cuando casi habían coronado el montículo les hizo una señal para que se agacharan y llegaron arriba escondiéndose tras las matas. Una vez allí se tumbaron en el suelo.
—Mirad —les dijo—. Eso es lo que os espera. Esa persona vestida de negro que parece una mujer es un guardia disfrazado. Los demás están allí, al lado del camión.
A hurtadillas comprobaron que no les había mentido. Una mujer de negro se paseaba sola de derecha a izquierda. Detrás de unos arbustos frondosos se escondía un camión y varios guardias civiles de uniforme, armados, se movían alrededor, fumando o charlando entre ellos.
—¡Joder! —musitó Infante—. Alguien ha traicionado al maestro.
—No —respondió el joven—. Desde el principio el maestro ha estado al servicio de la Guardia Civil. Ellos lo pusieron para pescaros con las manos en la masa. A él también he estado siguiéndolo, desde el día que llegasteis lo sigo. En cuanto se separaba de vosotros se pasaba por el cuartelillo. Ha esperado a que tuvierais confianza en él para que os pudieran detener y acusaros de ir a encontraros con La Pastora.
Siguieron observando en silencio, como hipnotizados por el peligro del que acababan de librarse.
—¡Dios mío! —susurró Nourissier.
—Es mejor que nos marchemos. Cuando vean que tardáis demasiado se pondrán en acción, buscarán por los alrededores. ¿Aún queréis ver a La Pastora?
—Sí, pero…
—Ella también quiere veros, que la gente sepa su historia de verdad. Os espera en un sitio que hemos convenido. Venid, no tengáis miedo, yo no os traicionaré.
Fue Nourissier el primero en seguirlo. Infante, algo remiso, se encaminó finalmente tras ellos, no sin antes lanzar una última mirada sobre aquel ya inútil grupo de la Guardia Civil.
Caminaron sin hablar durante más de tres horas. Se preguntaron a sí mismos dónde estaban, cómo era posible encontrar un lugar tan vacío de gente en el mundo.
—Estamos llegando —dijo su guía al fin. Infante se volvió hacia Nourissier y le preguntó casi al oído:
—¿Estás dispuesto a morir tiroteado por una bandolera?
—Estoy dispuesto a continuar hasta el final. Quédate tú. Regresa.
—Debes de estar loco si crees que haré eso. No, la curiosidad es una buena razón para morir.
Después de haber culminado la última colina, una extensión de tierra amarillenta se abrió ante ellos. En ella se veía una cabaña de piedra derruida, apenas tres paredes levantadas a medias sobre la hierba seca. Sentado sobre una roca había un hombre. Se aproximaron a él. El chico elevó el brazo haciéndole una seña. El hombre se puso en pie. En los últimos pasos pudieron verlo bien. Era alto, muy delgado, con el pelo bastante largo, moreno, la tez blanca. Llevaba un traje de pana muy usado y ninguna prenda de abrigo. Tenía los ojos más tristes que Nourissier había visto jamás. No sonrió, no hizo ningún gesto, simplemente esperó a que llegaran. En la mano llevaba una escopeta casi destrozada, con la culata formada por cuatro barras de metal que malamente lograban darle forma.
—Siéntense —dijo con un hilo de voz, y les mostró dos rocas planas como el anfitrión que muestra a sus invitados los mejores sillones que posee. Luego se volvió hacia el joven—: Vigila por si alguien se acerca, hijo.
Fue inmediatamente obedecido. El joven se alejó y dejaron de verlo. Tanto Nourissier como Infante estaban mudos, paralizados, expectantes, casi mareados por la emoción que sentían y que se mezclaba con otras muchas sensaciones: duda, curiosidad, repulsión y atracción al mismo tiempo, incredulidad y fascinación.
—Ese chico siempre fue como un hijo para mí —dijo el hombre—. Nos hemos encontrado muy pocas veces desde que estoy escondido en un sitio que no puedo decirles y casi nunca hemos hablado. Demasiado peligroso. Pero él ha venido de vez en cuando y, desde lejos, ha visto que seguía vivo.
Infante carraspeó, logrando salir de una especie de ensoñación para preguntar:
—¿Usted es Teresa Pla Meseguer?
—Sí, me llamaba Teresa cuando era una mujer. Ahora soy un hombre y mi nombre es Florencio. Florencio Pla Meseguer. En el maquis me pusieron «Durruti», pero la mayor parte de los compañeros me llamaban Pastora. Como La Pastora me conoce la gente de los pueblos y como La Pastora me busca la Guardia Civil. Ellos creen que aún soy mujer y que voy disfrazada de hombre sólo para despistar.
—Mucho gusto —respondió incongruentemente Nourissier. Después se presentó a sí mismo y presentó a Infante.
—Diego los ha seguido por todas partes. Dice que sólo quieren hablar conmigo y que no me buscarán ningún mal.
—Es exactamente así; sólo queremos hablar con usted.
—¿Le dirán a la gente la verdad sobre mí? Tienen que contar a todo el mundo que yo no he matado a nadie.
—Diremos lo que usted quiera contarnos.
—Se lo contaré todo, la historia de mi vida, desde el principio hasta hoy. ¿Llevan comida en esas bolsas?
—Bocadillos y un poco de vino.
—¿Bocadillos de qué?
—De chorizo, de queso, no lo sé muy bien. Nos los han preparado en la pensión.
—¿Puedo pedirles que me den un poco? Diego no puede traerme comida por el peligro que eso tiene, y hace mucho tiempo que no pruebo el embutido.
—¡Claro, por supuesto que sí!
—Yo tengo higos secos; podemos intercambiarlos, si a ustedes les parece bien.
—Tenga, coma, nosotros no tenemos mucha hambre.
Comió y ellos comieron los higos para no despreciarlos. Nourissier miraba sus manos delgadas y nervudas. Observaba cada detalle, cada gesto. Cuando hubo terminado el primer bocadillo bebió un trago de vino, luego agua y finalmente pareció preparado para llevar a cabo lo que le había traído hasta allí. Suspiró profundamente y dijo:
—No puedo hablar bien, pero ya se me pasará cuando haya hablado más tiempo. Llevo dos años solo y no sé cantar, así que no me he oído la voz en dos años. Cantar era también peligroso porque podían oírme. Los lobos no hablan ni cantan, por eso siguen vivos en el monte…
Acabó su prolongado relato cuando caían las primeras sombras de la tarde. Estaba afónico, cansado y triste. Nourissier no había parado de tomar notas, apuntar sus palabras, escribir claves que lo ayudaran más tarde a recordarlo todo. También estaba exhausto. Infante miraba al suelo, al aire y de vez en cuando sus ojos se habían llenado de lágrimas. Se vio un relámpago en el cielo.
—Huele a tormenta. Es mejor que se marchen. Ahora ya lo saben todo sobre mí. Diego les acompañará hasta un camino que ya puedan reconocer. Yo me vuelvo a mi cueva.
Nourissier le asió un brazo, lo miró intensamente a la cara.
—Florencio, ¿hasta cuándo va a seguir viviendo solo en la montaña? Quizá nosotros podamos ayudarle, darle dinero, echarle una mano para pasar a Francia.
—No voy a quedarme ahí escondido mucho tiempo más. Ahora que he hablado con ustedes creo que es el momento de marcharme. Pero no pueden ayudarme. Lo haré solo, como casi siempre lo he hecho todo. Sólo denme un poco de dinero para poder salir de España.
—Puede confiar en nosotros.
—No puedo confiar en nadie. Si alguna vez confío en alguien, me traicionará.
—Nosotros…
Se puso en pie y cogió su arma, que había mantenido siempre junto a él.
—Hay demasiada gente que me odia. Demasiadas cuentas pendientes —dijo, y echó a andar sin pronunciar ni una última palabra de despedida.
Vieron cómo se alejaba con un paso ligero y contundente, como el de un alce. Al cabo de un instante se había internado en la espesura y no volvieron a verlo más. De otro lugar de esa misma espesura surgió Diego como por encantamiento y, poniéndose delante de ellos, dibujó un gesto con la cabeza para que lo siguieran. Lo hicieron en silencio. Durante casi una hora caminaron bajo los signos cada vez más cercanos de una tormenta. Llegados al lugar donde habían visto el operativo oculto de la Guardia Civil, el joven les preguntó:
—¿Saben volver al pueblo desde aquí? Es muy fácil, siempre en línea recta hacia el sur.
Luego desapareció como había desaparecido La Pastora, mimetizado por la tierra y las matas, por el campo salvaje y solitario. Continuaron caminando solos y hablaron por fin. Infante fue el primero:
—Misión cumplida —susurró.
Nourissier tenía los ojos vidriosos, tal era la magnitud de su ensimismamiento.
—¿De verdad crees que nunca ha matado a nadie?
Infante se encogió de hombros.
—¡Quién sabe! No tiene mucha lógica pensar que en semejante contexto de violencia nunca haya matado, pero ¿hay alguna parte de esa vida que acaba de contarnos que parezca mínimamente lógica?
—Es verdad.
Un trueno poderoso retumbó en las montañas y el cielo se puso oscuro como la noche. Empezó a llover con furia. Infante arrancó a correr hacia un saliente que había en las rocas. Nourissier le siguió. Se guarecieron y permanecieron viendo cómo el agua fluía junto a sus pies.
—Tengo hambre —dijo Infante.
Nourissier echó mano al bolsillo y sacó el saquito de higos secos que había recibido de Florencio. Los comieron con auténtico apetito.
—Ahora ya casi somos como La Pastora —bromeó el periodista.
—Como Florencio, querrás decir.
—Sólo él mismo sabe quién es en realidad.
—¿Qué pasará ahora cuando volvamos?, ¿nos detendrá la Guardia Civil?
—A ti no. No tienen nada en tu contra. Simplemente hemos pasado un día de excursión.
—¿Y en tu contra tienen algo?
—Lo tendrán.
—No te entiendo.
Infante sonrió con tristeza, como tantas otras veces le había visto su compañero sonreír.
—Yo no voy a volver contigo a la pensión, Lucien. Iré a entregarme directamente al cuartelillo de la Guardia Civil.
—Pero ¿qué dices?
—Lo que has oído, me entregaré y contaré que he ido en busca de La Pastora, que la he encontrado y que la he ayudado a huir. Diré que tú quedaste perdido en el monte, que te dejé atrás. De todas maneras, al no haber podido pescarte in fraganti, lo máximo que harán será expulsarte. Te recomiendo que antes te largues tú.
—Como broma no consigo apreciarla, perdóname.
Infante sacó del interior de su pelliza una botella de whisky de medio litro.
—¡Ah, no esperabas este detalle de prudencia! ¡Suerte que he logrado salvarla de ese depredador de Florencio!
Echó un trago largo y profundo. Nourissier le observaba sin entender. Infante le pasó la botella y lo miró seriamente.
—Soy un traidor, querido amigo, soy un traidor. ¿Te suena lo que es un traidor? Apuesto a que no estás muy seguro, pero yo sí, yo lo sé muy bien. Cuando me escribiste al periódico en Barcelona, me puse en contacto inmediatamente con la Policía. Ellos me dijeron que te dejara hacer. Luego, cuando nos encontramos y me propusiste tu plan, fue la propia Policía quien me pidió que te tutelara, que te despistara para que no obtuvieras ningún resultado en tus pesquisas. Era la mejor manera de no organizar escándalos internacionales. Engañarte como a un pardillo y que te fueras de vuelta a Francia contento y sin enterarte de nada. ¿Sabes cuál fue la única condición que les puse? Que me dejaran cobrarte y el dinero fuera para mí, lo único que me importaba.
Nourissier escuchaba en silencio. Notaba en la nuca la presión de una garra que lo atenazaba, en la garganta un nudo grueso y doloroso que le impedía tragar. Tomó la botella y echó un trago. Se oía la lluvia golpeando las piedras, los regueros de agua bajaban haciendo surcos en la tierra.
—¿Y eso ha durado todo este tiempo? —preguntó el francés haciendo un esfuerzo por hablar.
—¡No! —casi chilló Infante—. No, Lucien, te lo juro. Me rebelé desde el principio, y tomé la determinación de cambiar mis planes cuando aquel guardia hijo de puta me pegó. Ahí acabó mi connivencia con la Guardia Civil. Puedes no creerme, pero te equivocarás. A partir de ese momento fui a lo mío y lo mío era encontrar a La Pastora y servirte de verdad. Por eso sufrimos algún acoso, por eso prepararon la trampa del maestro que les permitiría atraparnos con alguna acusación firme. ¡Tienes que creerme! Todo lo anterior era mentira, mentira, ¿comprendes? Mira, te lo contaré: ¿recuerdas al tío Tomás d’en Baix? Se trataba de un montaje. La paliza que le di era falsa, fingida. ¿El joven guardia civil que escribía? Te iba dando carnaza. Lo que nos contó era cierto, pero intrascendente en sí mismo. El…
—Basta, Carlos, no te esfuerces. No me cuentes más mentiras ni más verdades. Limítate a decirme cuál debía ser el final que me teníais reservado.
—Muy sencillo: tú te conformabas con cuatro datos que íbamos dejándote saber, al mismo tiempo que impedíamos una auténtica investigación. Regresabas a Francia y seguías feliz en tu mundo.
—Hábil. ¿También cobrabas de la policía?
—No.
—Un auténtico detalle por tu parte.
—Puedes ser todo lo cínico que quieras, lo tengo merecido; pero aunque no me creas dejé de estar conchabado con la policía por amistad, por tu amistad. Cada vez era más consciente del horror que íbamos descubriendo, de lo terrible que era todo. Tú me hiciste ver con tu manera de ser que no se puede seguir metido hasta los ojos en el barro toda la vida.
—Mi bondad ha acabado siendo simple estupidez. Te recomiendo que no te entregues por haberme traicionado; a mí me da igual cualquier cosa que puedas hacer, me es indiferente tu vida. No volveremos a vernos más; sigue con tus traiciones, debe de ser ése tu auténtico papel. Te pagaré todo el dinero que acordamos.
Hubo un momento de silencio. Luego, Infante respondió, pero su voz ya no contenía ninguna vehemencia, sino más bien una espesa resignación.
—Sí, has dado en el clavo, soy un traidor, siempre lo he sido. ¿Quieres saber una historia maravillosa? Te da igual, ya lo sé; pero quiero contarla. Yo entregué a mis padres a la Policía franquista. Ambos estaban condenados a muerte tras la guerra por sus actividades en el Partido Comunista. Se escondían en casa de un amigo esperando poder pasar a Francia. La policía me presionó y yo los delaté sin oponer resistencia. ¿A cambio de qué? No fui a la cárcel ni tomaron represalias contra mí por ser hijo suyo. Me permitieron trabajar como periodista.
Nourissier lo miraba fijamente, con cara de horror.
—¿Qué sucedió con ellos?
—Los mataron, Lucien, los mataron, y te aseguro que desde entonces no ha habido un solo día en el que no me haya despreciado a mí mismo. Me he ahogado en alcohol cada noche, pero eso no se me irá de la mente mientras viva, lo sé. Por eso me entrego, quizá en la cárcel consiga dormir sin fantasmas.
El psiquiatra se tapó la cara con las manos, las puntas de sus dedos se volvieron blancas al presionar sobre la frente.
—Éste es un país terrible, Dios mío, terrible —susurró.
La lluvia había amainado, pero seguía lloviendo aún. Infante se puso de pie.
—Tenemos que ponernos en marcha, se está haciendo de noche.
Nourissier le siguió. Caminaron esquivando piedras y barro, sin dirigirse la palabra ni una sola vez. Dos horas más tarde, ya en plena oscuridad, arribaron a las estribaciones del pueblo. Infante debía encaminarse hacia la salida sur, donde estaba el cuartel de la Guardia Civil. Nourissier seguiría hasta el centro, donde se encontraba la pensión. El primero no paró siquiera un instante, tomó su rumbo y dijo en voz baja:
—Adiós, Lucien.
El francés, quieto bajo la lluvia, lo dejó avanzar varios pasos, luego lo llamó:
—¡Carlos!
Fue hacia él. Cuando estuvieron frente a frente, ambos se paralizaron por un brevísimo lapso de tiempo; después se abrazaron agarrándose los gruesos chaquetones empapados, con auténtica fuerza, con desesperación. Infante se echó a llorar a pequeños espasmos liberadores; a Nourissier le corrían silenciosas lágrimas por la cara.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Carlos.
—No sé, quizá regrese pronto a esta tierra; quizá me convierta en un médico rural, trabaje para quien lo necesita…, es una idea hermosa, pero no sé. Lo que sí veo claro es que no puedo seguir viviendo como hasta ahora porque ya no soy el mismo.
—Vuelve a tu casa, Lucien, olvídate de todo lo que has visto y oído, intenta ser feliz.
—Imposible, sería como suplantar a otra persona.
Infante asentía. Se sonrieron forzadamente entre los rastros del llanto en sus caras. Deshicieron el nudo de su abrazo.
—Seguro que volveremos a encontrarnos, ¿verdad? —preguntó Lucien.
—Claro, claro que sí —respondió Carlos, y echó a andar en su dirección. El otro fue en la suya y los pasos de ambos, que al principio los hicieron avanzar de modo titubeante, cobraron fuerza y decisión a medida que los alejaban. Ninguno de los dos intentó aconsejar al otro de nuevo sobre lo que debía hacer. Quizá ambos eran conscientes de que el destino de todas las personas acaba por cumplirse inexorablemente, aunque nunca sepamos en qué consiste ni dónde nos aguarda.