No quiso que volviéramos a la cueva, así que me temí lo peor. Él ya sabía que no merecía la pena volver porque no iba a aguantar ni una semana. No se estaba quieto un momento y por las noches dormía mal; yo lo veía dar vueltas y más vueltas en el jergón, levantarse y fumarse un cigarro, acostarse otra vez. La cabeza la tenía siempre en otra parte, estaba de mal humor, casi no hablaba. Le pegaba patadas a las piedras al andar. Renegaba por lo bajo de los mosquitos y las moscas, del calor. Desde Fortanete fuimos a Xert y desde allí a los alrededores de Rossell. Nos quedamos cuatro días debajo de los algarrobos porque dijo que quería pensar. Al cuarto día salió con que quería que habláramos un rato; había tenido una idea.

—Esto es una mierda, Pastora, así no podemos seguir, dando golpes de cuatro duros y dos trozos de tocino, escondiéndonos como bichos en la tierra y luego vuelta a empezar. Hay que hacer un asalto serio, de mucho dinero, de un montón de dinero.

—¿Para qué?

—Nos iremos a Francia y en paz; ¿no es eso lo que siempre has querido? Allí empezaremos una vida nueva. Sin familia ni nada, ¡qué más da! A lo mejor con el tiempo puedo mandar a buscarlos y que vengan a Francia conmigo.

—Lo de Francia no está nada fácil, los papeles…, tú mismo me lo dijiste cuando yo quería ir.

—Con dinero se compra todo, Pastora: papeles, un nombre nuevo, lo que sea. Y yo sé dónde hay mucho dinero.

—¿Dónde?

—En la finca de los Nomen, en Els Reguers. ¿Sabes quiénes son los Nomen?

—Sé que venden arroz.

—¡Venden arroz!, no tienes ni idea de lo que dices, muchacho. Los Nomen lo cultivan, lo empaquetan, lo mandan a todo el país. Son los industriales más ricos de España, al menos de los más ricos. Y pasan el verano en su finca del Reguers, una masía preciosa. Me lo dijo el Catalán, que sabes que tenía la zona muy trillada, aunque a meterles mano a los Nomen nunca se atrevieron los compañeros del maquis.

—¿Y nosotros nos atreveremos?

—Nosotros sí. Nosotros tenemos mucha práctica y sólo somos dos.

—Pues entonces, peor.

—No, no, Pastora. Tú no tuviste formación estratégica para entrar en el maquis, pero yo sí. Meses estuve aprendiendo la guerra de guerrillas con los del partido. Y una de las cosas más importantes que me dijeron fue que un comando muy pequeño que tenga la técnica bien engrasada puede poner en jaque a todo un ejército. Con estas mismas palabras me lo dijeron. Y nosotros la técnica nos la conocemos al dedillo. No hace falta ni que hablemos, cada uno ya sabe lo que tiene que hacer y se entiende con el otro sólo con la mirada.

—Eso es verdad, pero no estaremos en contra de un ejército, sino de una casa cerrada en la que no sabemos qué nos vamos a encontrar.

—¿Es que te crees que vamos a llegar allí por las buenas? Nada de eso. Mira, hoy mismo tiramos para Tortosa y paramos cerca de Reguers. Allí montamos un campamento en un sitio tranquilo y cada día hacemos una vigilancia a la masía. Las horas que hagan falta, los días que sean necesarios. Nos enteraremos de todo: cuánta gente de la familia hay, si tienen sirvientes, si tienen guardianes, en qué momento del día o de la noche entran y salen, comen y cenan, se van a dormir. Tú no tienes que preocuparte porque lo vamos a preparar bien.

—Nunca habíamos intentado una cosa tan gorda.

—¿Tienes miedo? Esta vez sí tienes miedo, di la verdad.

—El miedo se tiene o no se tiene, según sea.

—No entiendo qué quieres decir.

—Pues que si no hay más remedio que hacer algo se hace y santas pascuas, no hay miedo que valga. Pero si es algo que puedes dejar pasar…

Francisco se levantó de la roca donde estaba sentado y se vino hacia mí. No estaba violento, pero tenía los ojos abiertos de par en par y una mirada de loco que daba impresión. Se me acercó mucho a la cara y me puso una mano en la rodilla:

—¿Tú has visto cómo vivimos, Pastora? ¿Crees que esto que llevamos es una vida digna para un par de hombres como nosotros? ¿Qué haremos el día de mañana, lo has pensado?

—Desde que nací nunca he pensado qué haré el día de mañana. Estamos vivos, ¿no?

—Y para qué quieres vivir si no tienes casa, ni amigos, ni familiares. No puedes acercarte al bar y tomar un vino mientras te ríes un rato. No puedes ir a comprar tabaco, ni salir a dar un paseo con tu familia. Somos como endemoniados; nadie quiere nada con nosotros, sólo matarnos. Estar vivo por estar vivo es cosa de animales. Yo prefiero morir si sigo así. Me entiendes, ¿verdad?

—Sí, claro que te entiendo.

—De todas maneras, yo también entiendo lo tuyo, así que lo mejor será que me ayudes en la vigilancia y luego el golpe lo doy yo solo. Tú te vas y me esperas.

—¿Te ha entrado en la cabeza el aire de la montaña o te ha dado demasiado el sol? Yo no me voy a ninguna parte. Lo haré contigo, como siempre.

—Entonces no hablemos más de muerte. Hablemos del dinero que sacaremos, que será mucho.

Y así fue, de muerte no se habló más. Lo que hicimos fue tirar para Tortosa con un calor que partía las piedras. El día 26 de julio, siempre le hablo de hace dos años, ya llegábamos a Reguers. Allí se estaba bien porque hay mucha agua y como es la montaña corría una brisa que refrescaba. Hicimos un buen campamento escondido entre los pinos de una loma. No había miedo de que nos encontraran. Teníamos jergones, agua cerca para beber y para lavarnos, comida en abundancia que habíamos traído, tabaco… No nos faltaba nada, que a mí eso de montar campamentos no me costaba ni un minuto.

Busqué un sitio desde donde podíamos hacer la vigilancia de la masía. Sólo mirando alrededor ya vi uno que me gustó. Como toda esta zona tiene lomas y cerros donde subirse, vigilar se hace fácil. También así te das cuenta de si te puedes acercar y por dónde.

Pasamos allí ratos y ratos. Francisco era el que más largos hacía los turnos, como si nunca se cansara. Teníamos a mano los anteojos que él llevaba siempre, nuevos, que se los quitamos a un masovero después de haber perdido los nuestros. Veíamos entrar a la familia: dos más viejos, dos más jóvenes, los hijos pequeños… Había también criados, unos cuantos. Los dos hombres Nomen se movían en un coche cada uno. Les llevaban los víveres en una camioneta. A mediodía comían dentro, pero por la noche, a la fresca, en el jardín. Se sentaba la familia en una mesa de piedra, redonda y grande. Les servía una chica.

La finca tenía también las casas de los trabajadores, y la del capataz, que estaba en la entrada; pero desde donde mirábamos se veían alejadas de la masía principal. Nunca había visto una masía tan buena.

Al cabo de una semana lo teníamos todo listo. Nos sabíamos de memoria cómo y cuándo se movían los de la casa. Francisco dijo que no íbamos a esperar ni un momento más. ¿Para qué? No había que hacer ni siquiera planes porque el plan ya sabíamos cuál era, el de siempre: en medio de la cena, sin ponernos nerviosos, él con la metralleta y yo con mi fusil. Llevaríamos también bombas de mano por si acaso. Pensaba pedirles doscientas cincuenta mil pesetas. Si no tenían el dinero en la casa, escoger un rehén y hacer el secuestro mientras fueran a buscarlo. Si algo se ponía de culo, tirar a matar. Pero Francisco estaba muy seguro de que no habría sangre, era gente rica que pagaría por su vida sin rechistar.

La tarde del 2 de agosto nos lavamos a conciencia con mucho jabón. Yo le corté el pelo a Francisco, que siempre le gustaba llevarlo muy corto. Nos afeitamos los dos hasta que nos quedó la cara como a la salida del barbero. Él se puso un pantalón de pana y una camisa de la milicia que tenía. Yo, un traje de pana negra. Nos habíamos traído desde el campamento alpargatas nuevas. En vez de a un asalto, más bien parecía que íbamos al baile.

Esperamos a que se hiciera más oscuro y tiramos para nuestro punto de observación. Allí nos pusimos a esperar tranquilamente. Sólo habíamos llevado agua para beber. A los golpes hay que ir muy sereno. Se hizo de noche por fin. Cenaban siempre a las diez, pero aquella noche empezaron un poco más tarde, no sé por qué. Cuando Francisco vio que sacaban de la casa los primeros platos dijo: «Vamos allá», y bajamos la loma para coger el sendero de entrada. Habíamos quedado en que estaríamos tranquilos, como si fuera un atraco corriente, como tantos habíamos hecho; pero algo nos pasaba por la cabeza porque ninguno de los dos había dicho ni media palabra desde hacía mucho rato.

Al entrar en la finca ladraron los perros, pero debían de estar apartados en un cercado porque no nos salieron al paso. Íbamos con las armas en la mano. El primero con el que topamos fue el capataz, que supimos que era él porque siempre llevaba una camisa blanca muy grande con las haldas por fuera. Francisco le puso la metralleta delante de la cara y le dijo: «Llévanos hasta tu amo y dile que queremos hablarle».

Entramos en el jardín detrás de él, que iba siempre encañonado y no había abierto la boca. La abrió en cuanto fuimos a dar a la gran mesa de piedra donde cenaba la familia. La criada les estaba sirviendo el segundo plato. El capataz habló entonces y dijo lo que Francisco le había mandado. Lo oí: «Señor Nomen, estos señores quieren hablar con usted». Pero, claro, ya vieron que los señores éramos nosotros y que entrábamos con fusil y metralleta, con un cinturón de bombas Francisco.

El hijo mayor del dueño de la masía se puso de pie. Era joven, veintipocos debía de tener. Francisco lo hizo sentarse.

—Todos quietos y callados. No quiero que haya heridos ni muertos.

Estaban comiendo pescado y bebían vino en unas copas tan bonitas como yo no había visto jamás. La cría pequeña se puso a temblar toda ella, como una hoja, como si le fuera a dar un ataque o algo así. Su madre le colocó la mano en el hombro y la tranquilizó.

Lo primero que hizo Francisco fue atarle las manos al hombre, por detrás y bien prietas. Me mandó cachearlos a todos, a las mujeres también. Ponían más cara de asco que de miedo cuando las tocaba, aunque miedo también se veía que estaban pasando. No llevaban nada encima. Entonces Francisco dijo que se iba con Nomen a dar una vuelta por la casa para ver si tenía armas escondidas. Yo me quedé de guardia, apuntándoles a toda la familia y con un oído en la entrada por si alguien se acercaba desde fuera del jardín. La mujer vieja dijo suspirando: «¡Ay, Dios mío!», y yo le dije que se callara.

La casa era muy grande, así que enseguida me di cuenta de que Francisco no iba a poder registrarlo todo, aunque si había escopetas de caza o armas grandes sí podría encontrarlas. Volvieron al cabo de media hora con una pistola.

Nomen no estaba nervioso. Le dijo a Francisco que nos sentáramos como personas civilizadas para hablar y llegar a un trato porque hablando se entiende la gente y todo se puede arreglar. Francisco tampoco estaba nervioso, y le contestó que justamente era lo que queríamos nosotros, hablar y hacer un acuerdo, porque a lo mejor habían oído por ahí que éramos unos asesinos y gente sin entrañas, pero que no era verdad, que hacíamos lo que hacíamos obligados por las circunstancias y por el franquismo, así lo dijo él. Pero luego siguió hablando y les explicó que habíamos estado vigilando la casa, así que teníamos toda la información de lo que pasaba y de toda la gente que allí vivía. «¡Ni un solo intento de engañarnos o correrá la sangre!», soltó, que hasta a mí se me erizaron los pelos de los brazos por la forma en que lo dijo.

El padre Nomen le pidió que se calmara, que nos sentáramos todos a la mesa, también el capataz, porque él era un hombre de palabra y teníamos que fiarnos de él. Nos sentamos. Era verdad que aquel hombre daba confianza. Entonces Francisco dijo que queríamos doscientas cincuenta mil pesetas.

—Pero ¿tú sabes lo que estás pidiendo? Eso es una barbaridad. ¿Cómo quieres que tenga ese dinero en una casa que es la de veraneo y no en la que vivimos siempre? Ni siquiera en la que vivimos siempre tengo tanto guardado. Hombre, sé razonable, por favor.

Empezó el tira y afloja que yo ya había oído tantas veces. Pero Nomen hablaba despacio, muy tranquilo y como si en el fondo te estuviera diciendo las cosas por tu propio bien. Claro que Francisco no se dejaba ablandar con buenas palabras y seguía en sus trece. «Pero usted es rico». «Que sea rico no quiere decir que disponga del dinero aquí mismo. Además, soy rico porque he trabajado mucho en la vida». «A mí eso me da igual —contestaba Francisco—, que yo también he trabajado siempre como una mula y no tengo dónde caerme muerto». Pasaron así casi dos horas, pero a mí eso no me sorprendía porque yo ya sabía que sería una noche muy larga.

Nomen le dice por fin a Francisco: «Mira, muchacho, en esto todos tenemos que perder, vosotros también, porque si mañana hago sacar doscientas cincuenta mil pesetas del banco y me las llevo debajo del brazo sin dar explicaciones al director, pues van a sospechar que pasa algo extraño y entonces se puede organizar algo que no queremos ni tú ni yo. Te propongo una cosa práctica y sencilla: busco todo el dinero que haya en la casa y el que podamos llevar en los bolsillos, que ya serán tres o cuatro mil pesetas, y os vais tranquilamente sin que yo dé parte a la Guardia Civil». Pero Francisco no estaba para oír coplas de tres o cuatro mil pesetas, porque debía de pensar que con eso no se huye a Francia, ni se compran papeles, ni se empieza una nueva vida ni nada de nada. «No, seguro que en esta casa tiene más. Con tres o cuatro mil pesetas no hacemos nada». «Se me ocurre una idea —dice Nomen—, os doy también, aparte de las pesetas, un caballo joven que acabo de comprar, precioso, que me ha costado mucho. No tiene precio, es lo más valioso que tengo hoy aquí. ¿Qué me dices?». «Le digo que no; yo con un caballo no sé qué hacer y venderlo es una complicación. Pero para que vea que tengo buena voluntad le bajo la cantidad. Si me da ahora mismo ciento cincuenta mil pesetas nos vamos y no sabe más de nosotros. Palabra de honor». «Pero ¡hombre de Dios!, ¿por qué no me crees? No tengo cantidades grandes de dinero guardadas en la casa. Ni doscientas cincuenta mil, ni ciento cincuenta mil, ni veinticinco mil tampoco». «Pues entonces hay que pasar a la acción. No me deja otra salida».

Francisco se levantó y dio vueltas alrededor de la mesa. De repente se paró detrás de la silla donde estaba sentada la niña que antes había temblado de miedo.

—¿Quién es esta chiquilla?

—Mi hija pequeña —contestó Nomen.

—Pues la tomaremos de rehén mientras usted va a buscar el dinero. Las doscientas cincuenta mil pesetas, ni un céntimo menos, que ahora ya no estoy para acuerdos. ¿Me ha comprendido?

—Bueno, hijo, no te pongas nervioso.

—No estoy nervioso, pero una cosa tiene que tenerla muy clara: estamos dispuestos a matar, a matarlos a todos. Si intentan dar parte a los civiles o avisar a alguien o… cualquier maniobra, la primera que pagará será la chiquilla. Luego a lo mejor tenemos que salir corriendo, pero volveremos. Hemos vuelto muchas veces para hacer venganzas, que se lo diga aquí mi compañero. Nunca se ha quedado nadie sin su merecido: desde el que nos ha denunciado a quien nos ha dicho una mala palabra. Todos han pagado. Y ustedes también pagarán, y si tiene una fábrica se la quemaremos, y si tiene dos casas, arderán también. Siempre volvemos, a nosotros la Guardia Civil nunca ha podido tocarnos ni un hilo de la ropa. Así que póngase a pensar qué es lo que más le conviene. Usted verá.

—Hijo, estamos llevando esta historia por donde no tiene que ir. ¿Por qué no nos sentamos todos y hablamos de la cantidad que quieres que vaya a buscaros? Pero con calma, con serenidad. Mira, hijo, tú ya has visto que no te voy a hacer nada. Soy un hombre mayor y desarmado. ¿Por qué no me desatas las manos? Me hace daño la cuerda, así no puedo pensar. Llevamos aquí mucho rato hablando y hablando. Yo creo que lo mejor sería que nos sentemos todos, tu compañero también, y que mandemos traer unos pastissets y los comemos en paz, yo con las manos libres. Y volvemos a hablar ya más tranquilos.

Francisco aceptó. Desató al hombre, que estuvo un buen rato frotándose las muñecas. Me hizo una señal para que me sentara a su lado. La señora había pedido a la criada que trajera una fuente de pastissets, y los trajo. Empezamos a comer. Estaban tan buenos que no podíamos parar, ¡tanto tiempo sin comer dulce llevábamos! En eso que el hijo mayor se levanta de la mesa.

—Voy a por vino dulce —dijo, y se metió en la casa. El padre habló otra vez:

—Bueno, y ahora volvamos a empezar. Hay que llegar a un acuerdo; cuanto antes, mejor. Un acuerdo de los buenos, que es aquel del que nadie sale demasiado perjudicado.

Entonces se encendió la luz de la casa, que estaba a nuestra espalda, y yo me volví. Lo que vi me dejó sin poder respirar. El hijo tenía una pistola en la mano y le decía a la criada: «¡Apaga, imbécil, apaga la luz!». La criada estaba de pie dentro de la casa, quieta como una muerta al lado de la llave de la luz, con cara de miedo. Me eché al suelo y le di un empujón a Francisco para que lo hiciera también. En ese momento empezaron a llover balas sobre nosotros. Tiros y tiros que hacían saltar las copas por los aires, los platos. Gritos de la familia, un gran jaleo. Pero aquel cabrito del hijo no dejaba de disparar aunque pudiera herir a uno de los suyos. «¡Al suelo, meteos debajo de la mesa!», les chillaba a todos el padre, a grandes voces. Nosotros también empezamos a disparar. Se rompieron lámparas y bombillas, no se veía nada, pero los tiros continuaban, los suyos y los nuestros. Había tanto ruido que creí que me quedaba sordo. Me arrastré hacia la salida sin dejar de disparar. Vi que Francisco venía detrás, soltando ráfagas de metralleta. Pasó rato, mucho rato, sin que dejáramos el fuego cruzado, aunque disparábamos sin ver el objetivo, a tientas, a lo loco. Yo ya casi estaba en la puerta del jardín. Era el momento de salir chutando, de poner tierra de por medio, de desaparecer en la montaña.

—¿Vamos ya? —le dije bajito a Francisco. Pero no me contestó. Volví la cabeza y vi que se había quedado muy atrás y que venía arrastrándose de mala manera. Había dejado de disparar y yo paré también. De pronto se hizo un silencio total, ni los perros ladraban ni los grillos cantaban en la noche. Aquel hijoputa tampoco usaba su pistola ya; a lo mejor se había quedado sin munición, pero no era cuestión de volver a entrar. Cuando Francisco llegó a mi altura, le dije—: Larguémonos, ya está todo perdido.

Y en ese momento me quedé de una pieza porque Francisco hace un gesto de dolor y me dice:

—Me ha dado, Pastora, me ha dado.

—Pero ¿qué dices, dónde te ha dado?

—En los riñones —le oí decir en la oscuridad, al mismo tiempo que oía un crujido en las matas del jardín. No esperé ni un momento más. Lo ayudé a levantarse y, llevándolo agarrado por un brazo, echamos a andar como buenamente pudimos. Yo lo arrastraba a ratos, otros el brazo se me dormía y le hacía caminar a él. Cuando ya estábamos un poco lejos, paré y lo miré a la cara. La tenía amarilla como la cera de una vela.

—¿Estás bien, Francisco, cómo estás?

—No puedo caminar más, Pastora. Aquí me quedo, vete tú.

—Calla. Siéntate un momento.

—Nos cogerán.

—Nadie nos sigue y no ha dado tiempo a que llamen a los civiles. Siéntate.

—Estoy perdiendo mucha sangre. Me la noto bajar por las piernas.

—Ya lo veo. Ahora lo arreglaremos.

Me quité la camisa y la hice trozos. Entonces le vendé las heridas de la espalda. Le salía la sangre a mares, tanto que me llenó las manos, los brazos. Íbamos dejando un reguero de su sangre por allí por donde pasábamos y aquello no podía ser, porque así nos encontrarían enseguida. Los tiros de los riñones ya los llevaba más o menos atajados, pero algo de sangre aún se escapaba. Cogí dos trozos más de camisa y se los até fuerte a los camales de los pantalones por la parte del tobillo para que la sangre no pasara de ahí. Me pareció que, más o menos, funcionaba el apaño. Entonces con la navaja corté la rama de un árbol y la pelé, para que le sirviera de bastón.

—Bueno, compañero… —le dije—. Y ahora ¡a caminar!, ¿es que hemos hecho tú y yo otra cosa en la vida, más que caminar?

Me miró con los ojos turbios como el agua de un charco y decía que no con la cabeza, sin ánimos para hablar. Yo no le hice caso y lo levanté tirando de él.

—No puedo —dijo entre dientes. Yo le chillé:

—¡Puedes, vaya si puedes!

—Vete, Pastora, déjame aquí.

—¡Ya te he dicho que no me voy, hostia, y no me lo repitas más! Si no puedes andar te cargaré como cargaba a los corderos.

Sacando fuerza de donde no la tenía se puso de pie, pero en cuanto estuvo derecho apartó la cabeza y empezó a vomitar. Luego acabó y escupía bilis.

—Me encuentro muy mal —dijo.

—Ya te encontrarás mejor. En cuanto lleguemos a la cueva te haré una sopa caliente. Y dentro de un rato, que estemos más retirados de Reguers, paramos y descansamos todo lo que quieras. Venga, adelante, aguanta un poco más.

Sí que aguantó casi una media hora, pero después, de pronto, se dejó caer, se tumbó en el suelo con la cara mirando para el cielo. Me agaché a su lado. Tenía una bolsa negra debajo de cada ojo y se puso a tiritar muy fuerte, con todo el cuerpo.

—Tengo frío, Pastora.

Le cogí las manos y las tenía como hielo.

—Enseguida enciendo una hoguera, una hoguera de las grandes.

La tiritera le pasó a una especie de saltos que le daba el pecho, como si alguien lo estuviera empujando por detrás. Después respiraba como con un ronquido. Luego, ya no respiró.

No dije nada, ni le llamé por su nombre, ni le grité porque sabía que estaba muerto, muerto para siempre, tal y como la muerte es. Miré alrededor. No sabía qué hacer con él: enterrarlo, Imposible; tenía que seguir huyendo. Pensé en ponerle unas ramas encima que lo taparan un poco, pero ¿para qué? Entonces vi que sus armas se habían quedado tiradas por allí. Recogí la metralleta Stern y se la puse justo al lado. Le quedaban un montón de cartuchos sin disparar. También le dejé las bombas, todas sin usar. Y seguí caminando, sin mirar atrás ni un momento.

Salí del barranco de Vall Cervera y continué, siempre a campo través, hacia nuestra cueva escondida. Empezaba a clarear. Cuando alcancé una loma me paré y miré al cielo. El sol salía por un lado y la luna aún estaba allí. Míralos bien, me dije para mí, mira bien el sol y la luna porque ésos son los únicos compañeros que a partir de ahora vas a tener. ¡Qué sola te has quedado, Tereseta, qué sola vas a estar! Entonces me dejé caer de rodillas, me tapé la cara con las manos y me eché a llorar. Era la primera vez que lloraba desde que dejé de ser mujer.