Los días sucesivos a la intempestiva visita de Evelyne, Nourissier tuvieron un sabor amargo que ninguno de los dos compañeros quiso reconocer. El psiquiatra pasó del ritmo lento que había impuesto a sus acciones a la completa inactividad. Se recluía en su habitación de modo sistemático y sólo se reunía con Infante para las diferentes comidas del día. Durante ese tiempo, no se mostraba deprimido sino ausente. Participaba en la conversación con una triste sonrisa y no parecía preocuparse por nada de lo que le rodeaba, como si se hallara flotando en un estado de conciencia superior. Infante le seguía aquel juego de apariencia civilizada, pero cada vez se sentía peor. Era como si estuvieran dejando pasar el tiempo pausadamente, sabiendo que pronto llegarían a lo que sería un desenlace incompleto y frustrante. De cualquier modo, no se atrevía a sincerarse con el francés, atento siempre a su estado de ánimo frente a lo que a todas luces parecía una ruptura sentimental. Anclado en aquel lugar de manera absurda, tenía la sensación de haber pasado toda la vida así: callado, inactivo, reconcomido por sus problemas internos sin atreverse nunca a dar un paso en algún sentido que supusiera una liberación.

Los contactos con Joaquín Cuevas seguían siendo tan continuos como improductivos; aunque quizá era injusto decir eso, pensó Infante, porque en realidad el maestro no paraba de ir a verlo con nuevas posibilidades de testimonios. Era como si todos los padres de sus alumnos hubieran sido atracados alguna vez por aquella mujer, o estuvieran cerca cuando ella actuó o alguien les hubiera contado algún caso en el que La Pastora se erigía en personaje central. El propio periodista declinaba la ayuda. Nada nuevo podía aportar la narración de unos asaltos que estaban siempre cortados por el mismo patrón. Además, había decidido no contarle nada a Nourissier de aquellos ofrecimientos. Por mucho que afirmara estar interesado en las narraciones de los testigos, lo cierto es que después demostraba prestarles poca atención.

Todas aquellas circunstancias no pasaban en balde para Infante. Poco a poco, su sensación de parálisis e inutilidad se iba acentuando. En vano se decía a sí mismo que era mejor para sus intereses permanecer tal y como estaban. Pronto se cumpliría el plazo final y Nourissier le pagaría una cantidad que era más que suficiente. Lo único que tenía que hacer era aceptar el dinero y volver a su vida habitual. Sin embargo, era en ese punto, teóricamente la meta deseada, donde su sensación de malestar se acentuaba. El mero hecho de pensar en lo que hasta entonces había sido su vida diaria le hacía sentir un leve mareo. Estaba en un callejón sin salida y le horrorizó representarse qué encontraría en aquel cul de sac: su casa destartalada, la soledad, el trabajo mercenario y mentiroso, pero sobre todo su propia personalidad, una mente obsesiva, el desprecio de sí mismo, las ideas dolorosas que martilleaban continuamente contra sus sienes. En nada influiría tener un poco más de dinero. Había llegado al final de algo, pero aún era incapaz de saber en qué consistiría ese desenlace.

Una tarde oscura y fría, con el cielo amenazando lluvia, su aburrimiento empezó a devenir en desesperación. Encerrado en su cuarto, harto de buscar un poco de paz en la bebida, sintió el impulso de largarse de allí. La aventura había tocado a su fin, era tiempo de hacer algo, de enfrentarse a su propia vida de un modo diferente. No lo impulsaba ninguna esperanza, sino sólo el deseo de huir del mundo que se había construido alrededor. Aunque quizá sí existieran soluciones: salir de España, intentar trabajar en otra parte, olvidar. Otros horizontes le ayudarían a enterrar el pasado. Abandonó su habitación dando un golpe al cerrar, y llamó a la puerta de Nourissier.

El francés lo recibió con la sonrisa melancólica que había en sus labios últimamente. Le hizo pasar. Infante comprobó que no estaba trabajando. Todos sus cuadernos, libros y papeles se encontraban arrumbados en un rincón de la mesa. El hueco de su cuerpo sobre la cama indicaba que no había hecho más que tumbarse durante horas en silencio.

—Tenemos que marcharnos, Lucien; aquí no hacemos nada.

—¿Qué mosca te ha picado?

—No es un picotazo lo que he sufrido, es más bien un hormigueo general. Despídete de La Pastora, no vamos a encontrarla en el tiempo que nos queda. Esto se acabó.

—¿Te das por vencido?

—Sí.

—Vete tú, te pagaré esta misma noche. Yo me quedo hasta que el plazo haya expirado.

—No necesito más dinero; con lo que me has pagado hasta ahora es suficiente. Pero ¿puedo preguntarte por qué quieres quedarte aquí, en este pueblo maldito, sin hacer otra cosa más que dejar pasar el tiempo?

—No estoy muy seguro, quiero pensar. Me gusta esta tierra, aquí se está bien.

—¡Déjate de historias!, te esperan en tu casa, en tu consulta. En esta tierra no hay nada para ti. Éstos no son tus problemas, éste no es tu mundo. Haz el equipaje y mañana saldremos.

—No. Vete tú, Carlos, yo estaré bien.

Infante dio un puñetazo sobre la pared, se volvió hacia un sorprendido Nourissier:

—De acuerdo, si tú te quedas me quedo yo también. En realidad sólo se trata de coger unas cuantas borracheras más.

Salió hecho una furia, dejando abierta la puerta de su amigo. Éste se precipitó hacia el pasillo, llamándolo un par de veces; pero sólo consiguió verlo desaparecer casi corriendo.

Se dirigió con pasos acelerados hacia la escuela, renegando entre dientes. Al llegar vio por la ventana que el maestro se encontraba en plena clase. Le daba igual, abrió la puerta sin llamar y un olor a lapiceros y modorra le llenó la nariz. Joaquín Cuevas se puso en pie como un autómata. Estaba pálido, sonrió desvaídamente con su aspecto angelical:

—Enseguida acabamos la clase, ¿puedes esperarme fuera?

El periodista no pensó que fuera necesario ningún disimulo. Pasó la vista por encima del grupo de atónitos críos y respondió con enfado:

—No. Tengo que hablar contigo ahora.

El maestro puso cara de apuro y volviéndose hacia sus alumnos dijo:

—Copiad toda la página veintidós del libro de historia de España. Yo tengo que hablar un momento con este señor.

Salió y cerró tras de sí. Miró luego a Infante con una sonrisa inocente.

—¿Sucede algo, Carlos? —preguntó.

—Nos vamos a ir antes de lo que pensábamos, Joaquín. He venido a decirte que no es necesario que busques más testimonios. El doctor da por cerrada la investigación.

El rostro del maestro se contrajo por la sorpresa.

—¿Justamente ahora?, ¡imposible! Tengo una información que no podéis perderos, algo que nos llevará seguro hasta La Pastora.

Infante saltó sobre él, lo cogió por la pechera de la camisa, puso su cara muy cerca y masculló:

—Estás guardándote información, ¿no es eso, cabronazo?

—Suéltame, Carlos, por favor; los niños están mirando.

En efecto, arracimados en las ventanas de la escuela con aspecto de barracón, los críos observaban perplejos la escena de violencia. Infante se apartó y le hizo a Cuevas una seña con la cabeza para que fuera con él a la parte trasera de la casa. Éste obedeció y juntos se encaminaron a un pequeño claro sin ninguna vegetación. En cuanto llegaron, y sin dejarle que empezara a hablar, Infante le propinó al maestro un fuerte puñetazo en la boca.

—¡Dime todo lo que sabes de una puta vez y no me hagas perder más tiempo!

—No, espera, ten un poco de calma.

El puño del periodista volvió a estrellarse contra el frágil mentón.

—Dime lo que sabes o vas a volver a esa clase con la cara como un mapa.

—Lo sé, sé dónde está esa mujer, no me pegues más.

—¿Cómo, qué has dicho, quieres repetirlo, por favor?

—La madre de uno de mis chicos es medio parienta suya. Se vieron un día y sabe dónde está No ha dicho ni una palabra por miedo, pero confía en mí, nos enseñará el lugar. No quiere que sepáis ni siquiera su nombre.

—¿Desde cuándo sabes eso?

—Un par de días, tan sólo un par de días, te doy mi palabra de honor.

—¿Y por qué te has callado?

—Tengo miedo, ¿comprendes?, miedo de verdad. Es un asunto muy peligroso. Si nos ve, La Pastora puede pegarnos un tiro antes de preguntar quiénes somos. Si nos ve y escapa se quedará con nuestras caras y volverá para matarnos. La mujer que me dio el dato dice que siempre lo hace así. No le asusta nada, sabe que es invencible, que la Guardia Civil no ha podido atraparla ni nunca podrá. Pero si no está donde ella indica, pueden enterarse los guardias de que hemos ido a buscarla y entonces…

—Bueno, basta ya. Es suficiente. Ve a lavarte la cara y vuelve a clase. Esta noche ven a buscarnos a la pensión e iremos a dar una vuelta, haremos un plan.

—¡Dios, has sido muy injusto conmigo, me has tratado como a un perro! Creí que eras mi amigo.

—Lo siento.

—¡Después de todo lo que he hecho por ti!

—¡Te he dicho que lo siento!, ¿qué más puedo hacer? Estoy nervioso y harto, llevo casi tres meses con esta maldita historia y quiero acabar cuanto antes. Lamento haberte pegado, si no hubieras abusado de mi paciencia esto no hubiera pasado.

—Está bien. Iré esta noche a buscaros.

Se alejó con aire rencoroso, frotándose la barbilla herida. Infante lo observó sin un atisbo de piedad. ¡Un par de días!, falso, estaba seguro de que conocía el paradero de La Pastora desde hacía bastante más tiempo. Era muy probable que, de no haberlo presionado, jamás lo hubiera confesado. No, para hacerse el interesante le bastaban aquellos relatos de asaltos. Con seguridad, cuando aquella mujer le dio el dato crucial que no esperaba, se sintió aterrorizado y decidió callar. ¡Pobre diablo!, pensó, loco por trascender, por sentirse esencial, por ser alguien o aparentarlo. Detestaba a ese tipo de gente. Ahora su propia estupidez lo había metido en el ojo del huracán; aunque cumpliría lo acordado, ¡vaya si cumpliría!; de eso se encargaría él personalmente.

Caminó deprisa hacia la pensión y, cuando se dio cuenta, iba corriendo. Subió a grandes trancos y abrió la puerta de la habitación de Nourissier sin llamar siquiera.

—¡Hemos localizado a La Pastora!

Nourissier estaba en la misma postura indolente en la que lo había dejado y pareció tardar unos segundos en comprender de qué hablaba su compañero. Por fin la cara se le iluminó y se sentó en la cama de un brinco.

—¿Qué?

—Lo que oyes. La madre de un alumno de Joaquín dice saber dónde se esconde. Son parientes lejanas.

—¿Crees que es cierto?

—No lo sé, pero me extrañaría que alguien mintiera en un asunto como éste. Tampoco es seguro que siga en el mismo lugar; pero resulta poco lógico que, habiendo desaparecido por completo, cambie a menudo de escondite. En resumidas cuentas: existe una probabilidad alta de encontrarla.

Nourissier bajó la cabeza, se cubrió la cara con las manos.

—¡Dios, me noto el corazón desbocado!

—Pues embrídatelo inmediatamente. Tenemos que hacer un plan y te necesito tranquilo y con la cabeza clara.

—Lo estaré.

—Me alegro, últimamente parecías un alma en pena. ¿Vamos a tomar un vino?

—Sí, necesito salir de esta habitación.

Excitados por la noticia, ganaron el bar y bebieron cerveza. Empezaron sus comentarios, que exploraban todas las opciones con las que podían encontrarse. Nourissier había abandonado su melancolía e Infante su mal humor. Les parecía mentira estar hablando de lo que hablaban.

—¿Cuevas confía en esa mujer?

—Dudo de que quisiera hacer planes con nosotros si no fuera así, porque está aterrorizado.

—No es para menos. Habrá que darle la posibilidad de no acompañarnos hasta el final.

—Por supuesto, le diremos que, una vez localizado el lugar, podrá marcharse. Temo además que pueda meter la pata.

—¿Y tú, confías enteramente en él?

—Querido Lucien: ha tenido tiempo más que suficiente para entregarnos y no lo ha hecho. Encima es nuestro cómplice. Mantendrá la boca cerrada. De todos modos, como es un hombre débil, será mejor hacerlo cuanto antes.

—¿Has decidido cuándo?

—Sí, mañana mismo.

—¡Dios! —musitó Nourissier.

—¿Tienes otra vez el corazón desbocado?

—No, esta vez creo que se me ha parado por completo.

Se echaron a reír y luego intercambiaron una mirada llena de incógnitas.

Joaquín Cuevas estaba profundamente nervioso cuando habló con ellos. Era evidente hasta qué punto se encontraba arrepentido de haberse brindado a hacerles aquel favor. Infante temió que llegara incluso a desdecirse.

—¿Tú ya sabes dónde está ese lugar?

—Sí, lo sé; pero no puedo decirlo. Se lo he jurado a esa mujer. Además, no os serviría de mucho sin saber cómo llegar.

—¿Vendrá la mujer con nosotros?

—Ni mucho menos. Sólo se fía de mí, pero me ha explicado muy bien el camino.

Hablaba casi en un susurro y desencajaba los ojos a cada palabra. Nourissier intentó tranquilizarlo:

—Serénate, Joaquín. Del mismo modo en que la madre de tu alumno confía en ti, tú debes confiar en nosotros. En ningún caso delataremos a esa bandida ni a su pariente. ¿Ha avisado esa señora a La Pastora de que iremos a verla?

—No, doctor, que sepa dónde está y se comunicara una vez con ella no significa que pueda ir a visitarla como si fueran una familia normal.

—Por supuesto. No hay problema ninguno, yo le daré voces amistosas cuando nos acerquemos y llevaré una bandera blanca si es necesario.

—¿Y si los coge la Guardia Civil?

—Te prometo que no diremos nada sobre quién nos informó del paradero.

—Sí, todo eso está muy bien, pero a lo mejor con sólo aproximarnos ya recibimos un tiro.

—No tienes por qué acompañarnos hasta el final. El último tramo podemos hacerlo solos.

—Está bien. Me parece más justo.

—¿A qué hora saldremos?

—En la madrugada del domingo, antes de que nadie en el pueblo esté despierto.

Intervino Carlos Infante, que había estado pacientemente callado hasta el momento.

—Hay que hacer algunas puntualizaciones. Por ejemplo, ¿qué demonio de voces amistosas piensas dar: «No dispare, por favor, sólo venimos a charlar»? Absurdo, Lucien, las cosas no funcionan así. Necesitamos el nombre de su pariente, es la única manera de poder acercarse hasta ella, gritando que venimos de su parte.

—Pero yo no puedo decírselo, he prometido guardar el secreto.

—¡No seas estúpido, Joaquín, qué más nos da a nosotros saber si se llama Pepa o Lola!

—Pero…

—¡Basta, te dije basta una vez y te lo repito ahora! No voy a soportar ni una tontería más.

Levantó la mano sobre el rostro del maestro, que se replegó sobre sí mismo. Nourissier, horrorizado, obstaculizó el posible golpe y susurró:

—Carlos, por favor…

—Déjelo, doctor, no sería la primera vez que me pega. Además lleva razón; la mujer se llama Juanita la deis Cavalls, La Pastora sabrá perfectamente de quién se trata si le dan ese nombre. Es prima suya, originaria de la Pobla de Benifassà.

—De acuerdo. Te esperamos pasado mañana al alba. Y deja de preocuparte, todo lo que has pactado con el doctor se respetará.

—Del doctor sí me fío.

Se alejó, dolido y triste. En cuanto hubo desaparecido de su vista, Nourissier se volvió hacia Infante.

—Creí que erais amigos, que no habías ejercido la más mínima presión sobre él.

—Sólo ha sido al final, cuando empezó a poner excusas. Nada de importancia.

—Te pedí que cuidaras tus métodos, que dejaras de lado cualquier violencia.

—No habríamos llegado hasta aquí sin mis métodos. Y ya te he dicho que no fue nada, un par de sopapos para que se le quitara el miedo.

—A lo mejor han conseguido justamente lo contrario y llegado el momento no se presentará.

—Lo dudo, ahora está tan pringado como nosotros.

—Carlos, créeme, nunca hubiera pensado que…

—No sigas, ya conozco el discurso: detestas la violencia y la fuerza bruta, y todos los españoles no somos más que bárbaros acostumbrados a ejercer ambas cosas hasta llegar incluso a matar. Somos un país de mierda, ¿no es eso? No intentes convencerme, yo pienso lo mismo; pero esto es lo que hay. Dices que te has enamorado de esta tierra, ¿verdad?, pues esta tierra es así y no como todos quisiéramos que fuera.

Dio media vuelta y se alejó, dejando al psiquiatra en medio de una confusión profunda, cercana al dolor.