Yo ya me imaginaba que las cosas no iban a ser lo mismo después de la última visita a Castellot, pero no sabía por dónde iba a salir Francisco, si le daría por volver a nuestra cueva y quedarnos allí tranquilamente o si querría seguir corriendo de un lado a otro. Tuve que esperar para enterarme. Primero sí que fuimos a la cueva, parando algún día por el camino para comprar víveres. Llegamos que sería el día 8 o 10 de noviembre. Hacía frío y yo estaba cansado, así que la cueva me pareció como mi casa. Hice un fuego fuerte y nos calentamos. Todo estaba como lo habíamos dejado porque era muy claro que aquel sitio no lo podía encontrar nadie. Las pieles de poner en la cama, los candiles, la leña apilada, un par de garrafas de vino, una cántara de miel pequeña, las armas de repuesto…, todo estaba igual. La verdad es que yo no había tenido una casa tan apañada y tan segura en toda mi vida. A Francisco le gustaba menos, seguramente porque había vivido en sitios mejores. Renegaba de vez en cuando diciendo que parecíamos lobos en su gruta o conejos en su madriguera. Yo no me hacía mala sangre y todo me parecía bien. De todas maneras, no creo que fuera por culpa del sitio por lo que enseguida quiso salir a hacer correrías. Por las provisiones tampoco, que teníamos aún algunas cosas guardadas. Más bien quería salir porque no estaba tranquilo y en paz y allí, quieto y un día igual que el otro, se condenaba. También supongo que pensaba como siempre en su familia y se ponía malo imaginándose que no los vería más. Y ya se sabe que se piensa menos moviéndose que parado.

El día 26 de noviembre ya quiso ir a dar un golpe a un mas. Dijo que le apetecía comerse una buena tortilla y no todos los días pan y jamón. Nos plantamos en la masía Arnau y es verdad que le dijo a la masovera si tenía huevos para cocinarlos. No pidió dinero. Nos llevamos unas cuantas cosas: cerillas, panes, un poco de ropa vieja…, luego volvimos a la cueva. Ese día yo sí que me enfadé. Mirando lo que habíamos sacado me planto delante de él y le digo:

—Oye, Francisco, ¿tú crees que vale la pena arriesgarse por esta miseria?, ¿te parecería bien que nos cogieran los civiles por habernos comido una tortilla, por más buena que esté?

No nos peleamos porque él enseguida me reconoció que llevaba razón.

—Tranquilo, Pastora, que ahora nos quedamos aquí refugiados todo el invierno. Y si nos falta algo iré yo a robarlo. Nada de asalto, un robo cuando nadie me vea y en paz.

Así fue, nos quedamos todo el invierno en la cueva y él se llegó a Vallibona varias veces por la noche para robar harina. Sí es verdad que se hacía muy pesado comer cada día lo mismo, pero yo enseguida me acostumbré. Y hasta hacía sopas con pan y la grasa del jamón. Francisco no lo decía, pero le gustaban.

Todo lo bueno se acaba, dice la gente, y se acabó el invierno bueno que habíamos pasado y llegó la primavera. Francisco había estado todos los meses de frío bastante tranquilo. Apagado, sin ganas de nada y sin humor alegre, todo el día rumiando y metido en sus pensamientos. Pero en cuanto llegó marzo y luego abril, ya quería meneo. Empezamos otra vez con los asaltos. Hicimos muchos. Lo malo era que nos dábamos cuenta de que los masoveros ya nos miraban mal. Como los compañeros maquis estaban en Francia y no se les había visto más el pelo, no era como antes. Antes algunos, muchos masoveros, estaban a favor del maquis y contra Franco. A nadie le hacía gracia soltar cosas o dinero por las buenas, pero había gente que la comida te la regalaba con gusto. Ahora no, ahora el tiempo iba pasando y todo aquello se olvidaba. Así que había que amenazar con las armas y todos parecía que te querían ver muerto. Y amenazábamos, yo el primero, porque como además no te recibían bien, te daban más ganas de ponerte en plan hijoputa, con perdón.

En aquellos asaltos Francisco cada vez se iba atreviendo más, pero no para sacar mejor provecho, que poco había al final, sino como si tuviera muchas ganas de arriesgarse. Y yo iba detrás de él, y delante si hacía falta. Hasta que pasó lo que tenía que pasar. En la masía Blasco pasó. Había allí dos matrimonios viejos y otro más joven con sus cinco hijos. Llegamos a las diez de la noche cuando ya se iban a dormir. Francisco había dicho que ya estaba harto de que sacáramos miserias de los asaltos y que esta vez iba a pedir dinero. Pidió diez mil pesetas y los amenazó con matarlos a todos. Les advirtió que aquello era una venganza por cómo lo habían tratado a él seis años antes; así que al dueño lo mataríamos de todas maneras y que, con el dinero en mano, se salvarían todos los demás. Les llamó de todo, insultos y reniegos, y les dio golpes con la mano, con la culata de la metralleta también. Chillaban y lloraban, pedían que los dejara vivos, pero él no se apiadó. El yerno del dueño salió a decir que no tenían tantas pesetas en casa, pero que iría al pueblo a buscarlas y que vendría con ellas. Francisco lo dejó ir y le dio un plazo de tres horas, ni una más. Si no se presentaba o si avisaba a los civiles nos cargábamos a toda la familia, a todos, a los niños también. Yo me lo creí porque hacía mucho tiempo que no lo veía tan furioso y era como si a cada momento que pasaba se fuera poniendo más.

No habían pasado las tres horas cuando yo, que vigilaba sin parar en la parte de fuera, me di cuenta de que a no más de cien metros se movía gente y nos estaban rodeando. Me fui despacio y sin hacer ruido para la puerta y di unos golpecitos que teníamos convenidos si había peligro. Luego me escapé un buen trecho hasta que los vi por la espalda, eran guardias y estaban escondidos entre la maleza. Me puse a dispararles, pero en ese momento salía Francisco de la casa y ellos empezaron a dispararle a él, así que tuve que cubrirlo y tirar más tiros aún. Mi compañero no se acobardó, oí que les pegaba varias ráfagas de metralleta. Después se subió a un tejado y les lanzó dos granadas de mano. Salió al patio de atrás y oí gritos y más ráfagas. En la oscuridad pude ver que saltaba al campo de centeno junto a la casa y empezaba a correr hasta donde había calculado por los tiros que yo estaba. Los civiles se volvieron locos a disparar, pero no le dieron porque, como les digo, estaba muy oscuro. Le hice una señal y le di un pitido y enseguida me encontró.

—¡Vámonos, Pastora! —me gritó, y salimos corriendo por el monte. No nos seguían, pero daba igual, seguimos corriendo y luego andando cuatro o cinco horas más sin pararnos un momento y sin hablar. Cuando ya nos pareció que estábamos bastante lejos, nos echamos al suelo para descansar.

—¡Me cago en Dios! —soltó Francisco—. ¡Tener que dejar los macutos con todo lo que llevábamos! Ese hijo de puta del yerno tiene que pagármelas alguna vez. Volveremos.

—Déjalo en paz y olvídate de él. ¿Qué fueron esos gritos en la casa y las ráfagas que pegaste al final?

—Tuve que cargarme a un tío que no me dejaba salir.

—¿Pues no decías que en la masía sólo estaba la familia?

—Ése venía de la montaña por la parte de atrás.

—Entonces debía ser el pastor que tenían.

—Pues ya hay un pastor menos en el mundo, mira tú.

—Has estado a punto de que te mataran.

—Me da igual.

—Es que eso de los secuestros es muy mala historia, Francisco, porque nadie tiene dinero en su casa y si han de ir a buscarlo al pueblo, siempre la vamos a liar. Ya no es como antes y la gente avisará a la Guardia Civil seguro. Si dejas marchar a alguien de la casa, estamos vendidos.

—¿Tienes miedo, Pastora?

—No.

—Entonces no me marees.

No lo mareé y seguimos haciendo secuestros. En cuanto llevábamos un tiempo tranquilos en la cueva, se ponía nervioso y, aunque no necesitáramos dinero ni comida ni ropa, salíamos «de ronda» y cada vez era todo más peligroso. Pero eso era normal, porque los peligros los buscaba él. Por lo menos así debía de parecerle que estaba menos amargado y el tiempo le pasaba más deprisa avistando las masías, vigilando las entradas y salidas de los dueños… y si estaba mejor así, así lo haríamos.

Asaltamos masías en la provincia de Teruel, también la masía Colela, cerca de Morella. Secuestramos a las nietas del tío Valero, como venganza por lo que había hecho cuando ayudaba a la AGLA, la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón. En todas partes repartíamos bastantes palos y nos íbamos con diez mil pesetas, que era lo máximo que pedíamos porque todo el mundo estaba pobre y no se podía sacar más. En todas partes avisaban al final a la Guardia Civil y siempre salíamos con ellos pisándonos los talones, pero ni por casualidad nos alcanzaron jamás. Lo hacíamos bien y nos lo conocíamos todo al dedillo, así que los civiles debían de estar rabiosos como fieras de no poder nunca tocarnos ni un pelo.

Yo amenazaba y pegaba como el que más porque nadie me daba lástima. ¿Quién había tenido alguna vez lástima de mí? Pero no me ponía tan fiero como Francisco, que parecía que todo el mundo tenía la culpa de sus males. En fin, íbamos escapando con bien y mi compañero estaba bastante en paz, que eso ya era mucho. Sólo una vez, en una masía cerca de Fortanete, creí que las cosas se iban a torcer. Llegamos al atardecer y la mujer estaba en la cocina preparando la cena. El marido y los hijos estaban fuera, en el campo aún. Los esperamos y, según iban entrando, los íbamos cazando. Francisco los mandó a todos sentarse en el suelo de la cocina. Empezó la historia de siempre: «Queremos diez mil pesetas», «No las tenemos» y así mucho tiempo. En un momento del tira y afloja, de repente Francisco se queda mirando a una de las crías, la más pequeña, como si estuviera loco. La miraba fijo, fijo como si fuera a comérsela con los ojos. De repente va y dice:

—¡Qué lástima me da! Yo tengo una hija de la edad de ésa y no volveré a verla nunca.

La madre estaba temblando de miedo, temblando. Le pasó la mano a la niña por encima del hombro y dijo:

—No le haga nada, por Dios se lo pido.

Le caían lagrimones por la cara y la barbilla le temblaba como si tuviera mucho frío.

—Yo no mato niños; cállate ya.

Pero no era verdad, yo le había visto matar críos; por eso yo estaba tan nervioso como la mujer. Menos mal que se le pasó enseguida.

Al final se fue el padre a buscar el dinero y quedamos con él en un punto del monte adonde tenía que venir a dárnoslo. Nos trajo siete mil pesetas y las otras tres mil se las perdonamos. También avisó después a los guardias, pero nosotros ya estábamos lejos.

De vuelta, andando, andando, Francisco volvió a acordarse de la cría que habíamos visto y le volvió a dar la pena que siempre le entraba cuando pensaba en su familia, pero esta vez aún más fuerte y con más tristeza. Le dije que nos sentáramos a comer un rato debajo de un pino muy hermoso. Sacamos pan y tocino. Nos pasamos la bota. A pesar de los tragos no se le iba la niña de la cabeza. Dijo:

—Bueno, Pastora, las cosas de la vida son así, y anda que nuestra vida no ha sido mala, mala malísima. Todo por lo que he luchado se ha ido al traste y las pocas personas a las que quiero en el mundo no puedo verlas nunca más.

Yo, cuando se ponía de esa manera, siempre hacía como que no veía la verdad y lo consolaba con que no se preocupara, con que no era así, con que un día todo esto pasaría y volvería con los suyos, sus niñas y su mujer… pero esta vez me callé. Me callé porque él hablaba muy en serio, como si ya supiera que no había nada que hacer y se conformara. ¿Qué iba a contarle yo que él se creyera?

—Pero ahora, Pastora, ya me he hecho a la idea y lo mismo me da ocho que ochenta. Estamos más perdidos que las ratas, pero no pienso acoquinarme ni arrastrarme como un gusano. A lo hecho, pecho. Que corra como un conejo el que sea cobarde. Yo haré lo que tenga que hacer, pero no me voy a decir mentiras a mí mismo: a mis niñas no las veré ni crecer ni ya crecidas, a mis niñas no volveré a verlas más. Así es.

Yo me acordaba de cosas que había oído cuando crío: hombres que se colgaban de una viga porque no podían aguantar la tristeza, otros que se ponían la escopeta de caza en la boca y se pegaban un tiro porque sabían que iban a pasarlo muy mal y preferían morir. En aquel momento tuve miedo de que a Francisco le diera un viento de ésos y se saltara allí mismo la tapa de los sesos. Pero luego, por otra parte, ¡lo veía tan sereno y tan en su sitio! No sabía por dónde cogerlo y me callé. Estuve callado todo el rato mientras hablaba.

—Pero ya verás, Pastora, haremos grandes cosas a partir de hoy. Se acabó la miseria en la casa del pobre. Vamos a hacer que todos esos cabrones de guardias y capitalistas bailen al son que nosotros toquemos. Se van a enterar. Pero hagamos lo que hagamos hay una cosa que tengo segura, y es que a mis niñas no volveré a verlas más.

Todo lo que dijo resultó ser verdad: tenía planes para hacer grandes cosas y a sus hijas no volvió a verlas más, nunca más.