Aquella mañana, Infante había salido a dar una larga caminata por el monte. Lo hacía a menudo en los últimos días porque sólo así lograba apaciguar su ansiedad. Había abandonado la esperanza de que alguien en el bar o en algún lugar del pueblo, mediante una conversación casual, le facilitara datos sobre el escondrijo de La Pastora. Y sin embargo, a pesar de aquel desierto total de pruebas, tenía siempre la impresión de que la teoría del maestro era correcta. No resultaba creíble que los habitantes de la zona no hubieran visto nunca, ni siquiera en un vislumbre, a una mujer que se encontraba escondida en los alrededores. La conclusión era que, simplemente, guardaban silencio para evitarse cualquier complicación. En tal caso, tarde o temprano Joaquín Cuevas daría en el blanco. La seguridad que éste tenía en el éxito también lo indicaba así. La única duda estribaba en saber con qué celo estaba cumpliendo el cometido que prometió llevar a cabo. A veces tenía la sensación de que el maestro le daba largas a propósito, como si ya conociera el paradero de la mujer y estuviera reteniendo la información por algún motivo que no conseguía imaginar.
Andando por aquellos caminos, subiendo laderas y bajando barrancos, se preguntaba dónde podía ocultarse la bandida. Cuando se acercaba a alguna cueva natural se le aceleraba el corazón. Caminaba hasta la boca y miraba dentro. El aire fresco de las sombras le daba en la nariz. ¿Quién podía ser capaz de vivir allí durante dos años en completa soledad? ¿Cómo sobrellevar las largas noches, el frío en invierno, la incomodidad? ¿De qué manera se aprovisionaría de comida, de agua? ¿Qué haría cuando le doliera una muela o creyera necesitar a un médico? Y sobre todo, ¿qué temple era necesario en una persona para mantenerse tanto tiempo sin ver a un semejante, sin hablar, sin la más mínima comunicación humana? Todas aquellas dificultades, sin embargo, no eran nada comparadas con la ausencia de futuro. Todo el mundo se mostraba consciente de que el régimen franquista no era una situación política que fuera a desaparecer en un plazo breve. Entonces, ¿qué planes podía hacer una fugitiva atrapada en el monte? Si lo único que buscaba era sobrevivir, acabaría convertida en una alimaña. Eso le hacía pensar en las historias inventadas o ciertas de niños salvajes amamantados por los lobos en el bosque, criados a su propio albur en un medio hostil. En algunas ocasiones tenía aún la impresión de que todo aquello era una locura imposible, algo que había leído en un libro, una leyenda sin fundamento real.
Cuando llegó a la pensión, sumido en sus cavilaciones, se llevó una sorpresa mayúscula al ver un taxi de Barcelona aparcado en la calle. Dejándose arrastrar por un extraño impulso, estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse de nuevo. Luego, avergonzado por su absurda reacción, entró en la casa y se dio de bruces con la patrona.
—¿El taxi…? —Antes de que hubiera terminado de formular la pregunta, la mujer le informó, emocionada por lo inusual del hecho:
—Es un taxi de Barcelona que ha traído a una señora francesa. Yo diría que es la mujer del doctor porque está en la habitación con él. El taxista me preguntó dónde estaba el bar del pueblo y se ha ido para allá.
Infante subió a su habitación con un verdadero ataque de curiosidad; deseaba enormemente saber cómo era la esposa de Nourissier, pero tuvo que aguantarse. Al pasar por delante del cuarto de su amigo, oyó voces en el interior y no le pareció adecuado llamar, así que entró en el suyo dispuesto a dejar la prudencia de lado. En cuanto percibiera que salían, iría a su encuentro.
Nourissier, a pesar de estar hablando con su mujer, se dio cuenta de que los pasos de Infante habían sonado en el pasillo. Estuvo seguro de que para su compañero sería tan sorpresivo ver a su esposa como lo había sido para él un par de horas antes. Al abrir la puerta había permanecido quieto y sin reaccionar; únicamente su voz le hizo salir del pasmo y tomarla entre sus brazos para apretarla contra sí. Besos, caricias, nuevos abrazos… Ambos cayeron sobre la cama y, antes de intercambiar una palabra, hicieron el amor con deseo, pero también con un cariño desbordado y gozoso. Después rieron, sorprendidos y felices por haber antepuesto el sexo a alguna otra consideración. Se vistieron y empezaron a charlar. El psiquiatra estaba exultante y se preguntó a sí mismo cómo había sido capaz de vivir sin su mujer todo aquel tiempo.
—¿Qué te ha hecho venir faltando tan poco para mi regreso? —le preguntó, sonriente.
—Quería darte una sorpresa.
—¡Pues me la has dado, vaya que sí! ¿Cómo están las niñas?
—¡Te echan tanto de menos!
—Yo también a ellas. Había días en que temía que cambiaran tanto en tres meses que no pudiera reconocerlas.
—¿Y de mí no te acordabas? —dijo ella, mimosa.
—Cada hora, a cada instante. Pero no me había dado cuenta de hasta qué punto te añoraba. Ahora sí, ahora sé lo mucho que te necesitaba.
—Bueno, ya pasó todo. Ahora volveremos juntos y no nos separaremos nunca más.
—¿Piensas quedarte hasta que acabe el plazo?
Ella se tensó de repente, no contestó enseguida, se quedó mirándolo con dureza.
—Ese plazo lo has puesto tú, ¿no es cierto, Lucien? En ningún caso se trata de que tu jefe en el departamento, o un juez, una autoridad máxima, una obligación ineludible te obligue a quedarte aquí quince días más.
El rostro de Nourissier se había ensombrecido. Miró a su esposa tristemente.
—Sí, es cierto. Ese plazo lo he puesto yo y creo que debo cumplirlo hasta el final.
—¿Por qué, de verdad piensas que en quince días vas a conseguir lo que no has conseguido en dos meses y medio?
—No, es muy posible que lleves razón y no vaya a conseguir nada, pero se trata de una especie de…, no sé cómo llamarlo, una especie de acuerdo conmigo mismo, algo así como un símbolo.
Ella elevó la voz, nerviosa, alterada:
—¿Un símbolo, un símbolo de qué, Lucien?
—Un símbolo de mi libertad.
Toda la contención de la que ella había hecho gala hasta el momento desapareció y su emotividad se vio desbordada. Los labios empezaron a temblarle y su mirada se volvió fiera.
—Exacto, tú lo has dicho: de pronto descubres tu auténtica cara. Has vivido todo nuestro matrimonio sólo pensando en tu profesión, en tus pacientes, en tu sagrado deber, en tus estudios, en ti mismo. Yo y las niñas somos sólo un adorno, la familia que parece necesaria como marca de respetabilidad, pero en el fondo no te importamos nada.
—¿Cómo puedes decir eso, Evelyne? Tú sabes que no es cierto, sabes que no hay nada más importante para mí que vosotras, sabes que os adoro.
—Entonces vuelve conmigo a París hoy mismo. Tengo un taxi que nos llevará a Barcelona, tengo dos billetes de avión para mañana por la mañana.
—Por lo que veo, esto se ha convertido en una especie de reto. Lo crucial no es estar conmigo, sino hacerme volver. ¿Puedo preguntar por qué?
—Porque en estos meses he tenido tiempo para pensar y necesito una prueba de que no antepones tu mundo a tu familia.
—Lo siento, no voy a jugar a ese juego. Volveré dentro de quince días como estaba planeado y si fueras una mujer realmente madura lo comprenderías y no forzarías esta absurda situación.
—Tú sí puedes jugar, ¿verdad? Juegas a erigirte en héroe de los pobres y desesperados de este maldito país, representas el papel del científico que sólo busca el bien de la humanidad, pero en el fondo sólo eres un niño mimado, ególatra hasta la saciedad. Me voy, Lucien, vuelve cuando quieras, pero aunque sigamos juntos debes saber que nada será igual entre nosotros, nunca más.
Salió precipitadamente y dio un portazo. Sólo unos segundos después se percató de que había olvidado su bolso, entró de nuevo en la habitación y volvió a salir. Nourissier fue tras ella. En ese momento, Infante abandonaba su cuarto porque el golpe en la puerta le había dado la señal que esperaba para conocer a la mujer de su amigo. Se aproximó hacia ella con una sonrisa en la cara y la mano extendida. Nourissier aventuró una presentación:
—Evelyne, él es Carlos Infante, mi compañero de viaje.
Lo miró de arriba abajo con un rictus de desprecio infinito en los finos labios y les dio a ambos la espalda sin decir una sola palabra. Luego caminó deprisa pasillo adelante hasta que la perdieron de vista en la escalera. Le pareció una mujer bellísima: morena, alta, con la piel muy blanca y aspecto espiritual. Comprendió que algo no iba bien. Mirando la desencajada mueca de Nourissier, dijo discretamente:
—Perdona, luego nos encontramos.
El francés atajó el movimiento que hizo Infante para encaminarse a su habitación y le pidió en voz baja:
—Pasa.
Obedeció. Ocupó el asiento en el que sólo un momento antes estaba la esposa del psiquiatra. Guardó silencio.
—¿Sabes qué dice mi mujer? Dice que ha tenido tiempo para pensar y darse cuenta de que soy un ser egoísta que sólo vive para sí mismo. ¿Y sabes qué pienso yo? Pienso que lleva razón.
—No decías eso el otro día.
—Te equivocas; que haya estado siempre en el lugar destinado para mí no alteraba el orden de mis prioridades, y es cierto que mi familia no ocupó nunca el primer lugar. A la cabeza siempre he estado yo: mi trabajo, mi carrera, mi mundo.
—¿Y ha venido desde París para decirte eso?
—Ha venido porque está harta y quería una demostración de amor por mi parte: que regresara hoy con ella a nuestra casa.
—¿Eso tiene arreglo?
—No. Si vuelvo con ella, me pliego una vez más a lo que es mi papel. Si me quedo, algo muy importante se romperá. Siempre es así, la vida se vuelve tan compleja, se intenta compaginar tantas cosas, que al final todo se tambalea bajo tus pies y te conviertes en un ser indefenso que no sabe adónde agarrarse.
—Los campesinos que viven en estas tierras no tienen ninguna elección, ni los tipos que han matado en la guerra, ni esa condenada Pastora a la que buscamos. Pero tú sí la tienes.
—Eso no hace sino aumentar mi conciencia de ser un estúpido.
—Oye, te estás atormentando inútilmente. Siempre se paga un precio por todo, ¿no sabías eso? Poder escoger se paga también.
—Tú has tenido la inteligencia de saber renunciar a muchas cosas.
—No hablemos de mí. ¿Qué sabes tú de mí?
—Lo que me has dejado saber.
—Demasiado, quizá. Dejemos esta conversación, me pone nervioso y además es inútil. ¿Te sientes bien?
—No lo sé.
—¿Quieres salir a dar un paseo?
—No, me quedaré un rato aquí.
—¿Quieres que tomemos una copa?
—No, mejor no.
—Entonces me voy. Nos veremos después.
—Gracias, Carlos.
Infante no respondió al agradecimiento. Abandonó la habitación, se puso su zamarra y salió a comer en el bar.