Volvimos a lo nuestro, que era caminar y caminar por el monte. Dimos rodeos hasta enfilar hacia Castellot porque seguía la alerta de la Guardia Civil, que veíamos guardias pasar en camión de un lado a otro como si no tuvieran nada mejor que hacer. ¿Hasta cuándo iban a estar buscándonos?, le daba yo a la cabeza, ¿no se iban a quedar conformes hasta que nos mataran? Seguro que estaban muy furiosos porque ya no quedaban otros maquis a los que cazar. Iban a por nosotros, porque además debían de pensar que ya estábamos en las últimas. Pero no, podíamos escondernos y vivir. Claro que ya no era como antes cuando estaban los compañeros y teníamos puntos de apoyo. No, ahora había que ir apañándose día a día. Volvimos a robar. ¡Hasta un par de corderos robamos!, por la noche, cuando no estaba el pastor. Nada de presentarse y llevarse las provisiones en nombre del pueblo y la libertad. Pero ¿ustedes saben lo que es robar un cordero? Hay que matarlo, desollarlo con la navaja, esperar que se seque la sangre y luego cargarlo monte arriba hasta donde hagas vida. Una faena muy grande. Acabamos los dos molidos, sin fuerza ni para hacer fuego y asar algo de carne. Nos echamos a dormir en cuanto llegamos. Yo llevaba sangre del cordero por el cuello que se me había mezclado con el sudor y parecía que me hubieran pegado un tiro. Pero el peor era Francisco que, aunque cargaba con el cordero más pequeño, al no tener tanta fuerza como yo arrastraba los pies y más de una costalada se dio. Yo, por mí, hubiera dejado los corderos vivos y los hubiera criado para verlos crecer y que nos hicieran compañía, pero Francisco me dijo que si estaba loco, y llevaba razón; hay que estar muy loco para decir eso. Pero es que sin querer me salían esas cosas porque lo que quería era quedarme quieto en algún sitio, hacer como que teníamos una vida normal.

Nada, miserias, que nos habíamos vuelto unos miserables sin nada en el mundo. Francisco ahora sólo miraba por encontrarse con su familia, pero no pensaba qué pasaría al día siguiente de verlos. Yo sí, y me daba cuenta de que no pasaría nada, de que seguiríamos igual por el monte, sacando un poco de comida de aquí y otro de allá, unos cuantos duros quitados a algún masovero de vez en cuando. Aquello era una batalla perdida, pero daba igual; yo haría lo que quisiera Francisco porque era mi amigo y si quería ir a Castellot pues iríamos. Él me dijo un día en el camino:

—Oye, Pastora, que si quieres voy solo y tú me esperas en un sitio seguro, que esto es peligroso y tú no tienes por qué pasarlo.

Le contesté que me dejara en paz y que yo iba donde me daba la gana y que todo era peligroso ahora para nosotros: irse o quedarse, tirar para arriba o para abajo. En cualquier parte nos podían matar, a cualquier hora. Así que más valía no tener conversaciones sobre los peligros, no fueran a traernos mal fario.

Llegamos por fin a los alrededores de Castellot a últimos del mes de mayo. Ustedes ya me conocen un poco como para saber que no me gusta darme importancia y decir cosas buenas de mí mismo; por eso lo que voy a decir ahora tómenselo para bien: yo soy un hombre valiente y también era valiente cuando era mujer. Habrá sido a lo mejor por pasarme la vida tan solo y haberme criado casi como un animalico, con los corderos en el monte; pero el caso es que miedo, lo que se dice miedo no he tenido jamás. Pues bueno, aquel día de Castellot sí tuve un poco. Era como ir a meterse en la boca del lobo, y la boca se podía cerrar de un momento a otro. Guardias había a mansalva. Claro que ya hacía tiempo que habían pasado las cosas y no tenían la casa de Francisco vigilada; pero aun así, a ver cómo nos acercábamos para darles noticia de que estábamos allí al lado. Francisco me dijo:

—Podías vestirte de mujer otra vez y llegarte hasta casa de mi madre, que por lo menos está más apartada de la plaza.

—Quítate eso de la cabeza porque yo de mujer no me voy a vestir nunca más, y menos ahora que pueden pegarme un tiro y ¿qué quieres, que me muera disfrazada? Pues no, yo moriré como hombre que soy —le contesté.

Al final hicimos lo más fácil y lo único que se podía: me acerqué yo por la noche y quedamos que la familia iría a una masía abandonada donde ya se habían visto otras veces. La madre avisaría a su nuera, que acudiría con las hijas. Y así fue.

Yo, como siempre, me escondí lejos para que no se quedaran cortados por mi culpa ni les diera vergüenza. Pasó por allí toda la familia y en el último momento estuvieron solos marido y mujer, me imagino que haciendo sus cosas de matrimonio. Nos trajeron bastante comida que habían comprado con el poco dinero que tenían. Cuando se acabó la visita me creí que iba a ver a Francisco como ya lo había visto otras veces que tenía que dejar a los suyos, con los ojos encarnados de tanto llorar, pero no, estaba seco como un palo cortado, más seco que nunca y con la vista perdida en el aire. Para mí que sabía que era la última vez que iba a verlos, que les decía adiós para siempre sin decírselo a las claras, y que ya sabía que las lágrimas no iban a cambiarle la suerte. Y de eso estuve ya seguro cuando quiso que, al salir de Castellot, fuéramos a Villarluengo para visitar a un matrimonio anciano con una hija loca que eran tíos de su mujer y él los quería mucho. Allí cenamos con ellos y también nos dieron comida para llevarnos. Pasó lo mismo: besos y abrazos y todo el mundo muy triste, pero a Francisco se le veía duro como una piedra. Se despedía y no quería llorar más. Seguro que íbamos a marcharnos lejos y por mucho tiempo, me imaginé.