Infante estaba nervioso; desde su pacto con Joaquín Cuevas tenía la sensación de que el tiempo se arrastraba con una lentitud exasperante. La inactividad a la que se veía condenado repercutía en su manera de ser, casi siempre tranquila, sumiéndolo en frecuentes momentos de ansiedad. A menudo rondaba la escuela como un perro merodeador, haciendo lo posible para que el maestro lo viera. Incluso un par de veces esperó a que saliera de clase para abordarlo y preguntarle por los avances que hubiera podido hacer. Cuevas se mostraba cauteloso, pero en ningún momento pareció contrariado por verlo o por tener que hablar con él. Le contaba cómo estaba sembrando entre sus alumnos y sus familias para poder recoger información y le instaba a tener paciencia, a confiar en sus buenos oficios.
Tras una semana de espera fue el propio maestro quien acudió a buscarlo a la pensión.
—Creo que he encontrado datos interesantes. Una señora viuda que tiene un par de chicos en la escuela dice que vio a La Pastora y a su compinche cuando asaltaron una masía en Herbers.
—¿Cuándo fue eso?
—Un día del invierno de 1953.
—Ha llovido mucho desde esa fecha.
—Pues eso es lo que he averiguado. Por el momento no hay más.
—¿No sabe ella dónde se encuentra ahora la maquis?
—No, nada en absoluto; estoy seguro de que si hubiera oído algún rumor me lo hubiera dicho, quería colaborar.
Infante se quedó pensativo, cabeceó, su desilusión era tan evidente que el joven remachó:
—Tienes que tener un poco de calma y fe en mí. Algún soplo me llegará.
—¿Cómo puedes estar tan convencido?
—Carlos, convencido no puedo estar. Lo que pretendéis saber es algo secreto y muy peligroso, ¿comprendes?, peligroso de verdad. Así que la gente, de entrada, prefiere no abrir la boca. Pero he pensado mil veces que si la bandolera se esconde por esta zona es imposible que nadie haya tenido ni la más mínima noticia de ella. ¿Ningún masovero se la ha encontrado robándole en la cosecha algo para comer? ¿Ningún pastor la ha avistado siquiera en la lejanía? Me extrañaría mucho que no fuera así. Y si así ha sido, ese encuentro se habrá contado entre amigos y vecinos y luego se habrá extendido como la pólvora por todas las poblaciones vecinas. Ten confianza, te lo ruego. Tirando del hilo toda la madeja se puede desenrollar.
—¡Tengo confianza en ti, pero estoy cansado, no me gusta la inactividad!
—¿Queréis hablar con esa mujer o no le digo nada?
—Hablaremos con ella; al menos así hacemos algo.
Nourissier estuvo de acuerdo, si bien desde hacía un tiempo todo parecía resbalarle cada vez más. Se dedicaba a pasear beatíficamente por el campo, a leer. Incluso las continuas anotaciones en sus cuadernos habían perdido interés para él. Infante había creído que, cuando se aproximara el final del plazo, el psiquiatra lo acosaría pidiendo resultados, pero nada de eso se había cumplido. Muy al contrario, era como si su compañero ya hubiera llegado al último día.
—No sé si tiene sentido entrevistarnos con esa señora —confesó Infante sus resquemores—. Más o menos ya sabemos lo que nos dirá: entraron en la masía al atardecer, uno se quedó en la puerta con su fusil vigilando para que nadie pudiera sorprenderlos, y el otro obligó a los masoveros a darles dinero, comida y ropa. Según el humor que tuvieran en aquella ocasión o cómo se desarrollaran las circunstancias del atraco, los apalearon. La Pastora iba vestida de hombre, parecía tranquila y casi no habló. ¡Me lo sé de memoria, dudo de que otro testimonio vaya a aportarnos ninguna novedad!
—¡Quién sabe! —exclamó el francés lánguidamente.
—Iremos a la cita por no desairar a Joaquín; el pobre se ha tomado esto como una cosa personal y está dedicándole mucho esfuerzo. Además, demuestra tal seguridad en que encontraremos el paradero de La Pastora que cuesta no tomarlo en serio.
—Me parece muy bien.
—Sí, y si hubiera decidido lo contrario también te parecería estupendo. Tengo la sensación de que todo esto empieza a importante un pimiento.
—No hables así.
—Es como si hubieras olvidado para qué viniste a España. Me pregunto qué le dirías a La Pastora si pudiéramos hablar con ella mañana mismo.
—¡Ah!, pues llegaría hasta ella y luego le diría: «La Pastora, I presume».
—¡Vete al infierno! —exclamó Infante, y se alejó entre carcajadas.
Nourissier quedó solo y sonrió con tristeza. Aquel cínico que dos meses atrás se deslizaba con lentitud por los acontecimientos como si no fueran con su persona, había devenido ahora en una especie de hombre de acción. Bien podía decirse que formaban un tándem perfecto que variaba según las necesidades, porque él mismo no se sentía en absoluto propenso a actuar. Estaba apagado y melancólico pero, al mismo tiempo, inmerso en una gran paz. Lo veía todo con lejanía, con la extraña ponderación de quien ha hecho el trayecto de ida y vuelta tantas veces que ya puede caminar sin fijarse en los detalles. La vida consiste en muchas cosas, pensó, pero un solo hombre no consigue abarcarlas todas, no debe intentarlo siquiera. Él había vivido muchos años con la impresión de encontrarse en el centro del mundo, y ahora por fin comprendía que había ocupado un pequeño lugar, un círculo cerrado, la cima de una loma poco elevada desde donde sólo se distinguía un horizonte parcial. ¿Y qué hace uno cuando toma conciencia de que el reino que domina es un grano de arena, seguir igual? Parecía evidente que no, pero la cantidad de vías abiertas por las que se podía continuar era inmensa. ¿Qué le garantizaría haber escogido la acertada esta vez? Nada. Ninguna solución existencial era global y poderosa, ninguna aseguraba un mínimo de plenitud, todas tendían a demostrar que la inutilidad era en el hombre casi un fin del que huir resultaba casi imposible. Suspiró; al menos había sido capaz de darse cuenta. En ese momento le avisaron de que tenía una llamada desde París. Por fortuna el teléfono ocupaba un lugar discreto en la pensión desde donde no se oían las conversaciones. Distinguió la voz de su mujer.
—Lucien, ¿sabes quién soy?
—Por supuesto, querida. ¿Cómo estás?
—No te he llamado para contarte cómo estoy, sino para preguntarte si sabes la fecha de hoy.
El tono seco y cortante lo sorprendió. Buscó en su mente con urgencia alguna efeméride familiar de la que hubiera podido olvidarse, pero no la halló. Decidió no perder la calma.
—Hoy es 12 de diciembre.
—Cierto. Dentro de unos días será Navidad y supongo que estás preparándote para volver a casa.
—El plazo no vence hasta…
—El plazo, ¿qué plazo, puedo saber de qué me estás hablando? Te fuiste a realizar un presunto trabajo con un objetivo concreto. A día de hoy creo entender que ese objetivo no se ha cumplido. ¿Qué piensas hacer, seguir ahí agotando los días, y para qué? Ésa es mi pregunta, ¿para qué?
—Estamos en un momento en el que pienso que un acercamiento al objetivo es más que probable. Verás…
—No quiero oír nada de eso, Lucien, nada. Llevas más de dos meses fuera de casa y es hora de que regreses y vuelvas a asumir todas tus responsabilidades de una vez.
—Evelyne, estás muy nerviosa. No creo que sea el momento ideal para hablar.
—¿Y cuándo lo es? Ya nunca llamas, ni escribes, es como si hubiéramos dejado de importarte, como si no fueras el mismo y otra persona ocupara tu lugar. Tus hijas me preguntan por ti cada vez con menos frecuencia y llegará un momento en que te olvidarán.
—¿Me olvidarán por quince días más de ausencia? ¡Por Dios, querida, eso es una tontería! Se trata de esperar sólo un poco.
—¡No, basta, no pienso representar el papel de la estúpida que espera hasta que a su marido se le ha terminado la diversión! Has colmado mi paciencia.
—No hay nada de divertido en lo que hago aquí, te lo aseguro. Es más, estoy pasando por unos momentos psíquicos muy duros.
—Me importa poco. Quiero que me contestes: ¿vas a venir inmediatamente? Porque de lo contrario…
Nourissier la interrumpió, alterado al fin:
—¡Es inadmisible que entre nosotros exista algún tipo de chantaje! ¿Comprendes?
—En ese caso, adiós.
Oyó el ruido que hacía el auricular cuando se cuelga abruptamente. Tragó saliva. Se dirigió a su cuarto con paso cansino. Se encerró. ¿Y bien? Pocas veces había visto enfadada a su esposa. Evelyne era normalmente tranquila, comprensiva, y nunca se permitía expansionar sus sentimientos negativos. Con las niñas era paciente, firme pero nunca impositiva. Y con él…, a veces había pensado que de no haber sido por su comprensión infinita, no hubiera avanzado como lo había hecho en su carrera profesional. Pero en esta ocasión no había soportado el alejamiento, lo había vivido como un abandono, una falta de interés por su parte. Analizaba esa reacción desde dos puntos de vista. Por un lado, Evelyne había notado que él estaba en cuerpo y alma en otro lugar. Lo cual era cierto, no dudaba de que se trataba de un estado transitorio, pero su vida anterior a aquel viaje se le antojaba lejana, casi ajena, y su mujer pertenecía a ella. Por otro, en cuanto echaba la vista atrás, se daba cuenta de hasta qué punto había sido un hombre dócil; tanto, que sólo al despertarse en él una pequeña rebelión, su esposa la juzgaba intolerable. Dócil y continuista, ésos eran los calificativos que expresaban bien su comportamiento hasta aquel día. Había sido un chico estudioso y formal, un hijo respetuoso y atento, un marido impecable, un padre amante. Había seguido los pasos de la profesión paterna y su ejercicio de la medicina siempre se había distinguido por su honradez y abnegación. Todo eso estaba muy bien, pero podía enunciarse de otra manera: siempre, absolutamente siempre sin excepción, había hecho lo que los demás esperaban de él. Ni una sola de las reglas sociales que imperaban en su ambiente había sido transgredida, orillada, ni siquiera cuestionada. Se había convertido en el producto perfecto de su clase, de su pequeño mundo burgués. Aquel pensamiento no lo tranquilizó; lejos de eso, le hizo experimentar una incomodidad enorme. ¿Era justo que, ni siquiera una vez en la vida, pudiera tomarse un tiempo para profundizar, para conocer otras realidades, para reflexionar sobre el sentido de su existencia? ¿No parecía excesivo que, habiendo dado todo su corazón a una mujer, ésta careciera de la generosidad necesaria para permitirle un alto en el camino? Quizá la elección existencial que había hecho Carlos Infante no fuera tan cínica ni tan egoísta. Dejar pasar los acontecimientos sin compromiso ni implicación era más una consecuencia que un punto de partida. Nadie tiene derecho a poseer la voluntad de un hombre: ni padres, ni esposos, ni profesiones, ni sociedad alguna. ¿Quién podía saber en qué individuo se hubiera convertido de no haber sido fiel a todos los convencionalismos? ¿Sería como uno de aquellos pobres campesinos españoles que habían dejado la vida defendiendo sus convicciones? Imposible saberlo ya; su destino lo había arrastrado sin que él opusiera la menor resistencia. Decidió que volvería a llamar a su mujer al día siguiente, o al otro, cuando su mente se encontrara un poco más sosegada.
Joaquín Cuevas los había citado en la carretera a las siete de la tarde. Él serviría de guía hasta la casa cercana a Vallibona donde los padres de su alumno vivían. Se le veía contento y nervioso, como si aquel corto viaje fuera en realidad una excursión campestre. Durante el trayecto no paró de charlar, dándoles detalles sobre lo muy buena gente que eran los miembros de aquella familia y aventurando cuáles serían los resultados de la entrevista con ellos.
El cuadro que vieron al llegar no les resultó novedoso. Una mujer de mediana edad con tres chavales, todos ellos mirándolos con los ojos fijos. Cuevas, voluntarioso, representó su papel de enlace a la perfección. Los presentó, intentó tranquilizar a todo el mundo y fue él mismo quien comenzó a preguntar.
—Venga, Mercedes, cuénteles a estos señores lo que pasó cuando estaba usted visitando el mas de Herbers.
La mujer no se veía asustada porque debía de haber sido convenientemente instruida por Cuevas. Asintió, despachó a los niños en un gesto de prudencia, y los invitó a pasar a la estancia principal de la masía. Allí había preparado unos vasos, vino dulce y una bandeja de pastissets. El marido la siguió sin abrir boca. Tanto Infante como Nourissier se fijaron en la deferencia que los dos masoveros mostraban de cara al maestro. Cuando habían cumplido con todos los pasos previos que dictaba la hospitalidad, el marido comenzó a relatar lo que había visto en el mas de Herbers un día de noviembre.
—Entraron cuando ya se estaba haciendo de noche. Yo había ido a pasar el día con mi amigo Manuel. Le había llevado unas semillas de tomate muy buenas que él me pidió. Su mujer preparaba la cena cuando oímos voces fuera de la casa. Eran los dos maquis de los que ustedes quieren saber.
—Quieren saber sobre todo de La Pastora, espero que lo recuerdes, La Pastora es lo más importante para estos señores —le interrumpió Joaquín. El hombre cabeceó afirmativamente y prosiguió.
—Fue la Guardia Civil quien nos dijo después que era la Pastora, pero allí fue vestida de hombre y con el pelo cortado como un hombre. Iba muy desastrada, con una americana a rayas blancas y negras que le caía demasiado grande. Llevaba unos pantalones del color de los que llevan los soldados, calcetines blancos, sandalias y boina. El otro se había vestido con un traje de pana todo negro y alpargatas. La ropa de los dos se veía vieja pero no sucia. Nos llevamos un susto muy grande porque tenían armas.
—¿Diría usted que estaban muy cansados, hambrientos? —preguntó Nourissier.
—Sí, y para el frío que hacía iban muy desabrigados. Hubiera dado pena verlos si no hubiera sido porque eran mala gente. Muy delgados también estaban, y lo primero que pidieron fue comida. A la mujer de Manuel le dijeron que les preparara dos tortillas de patata. Mientras ella las hacía, el que no era La Pastora se fue con mi amigo Manuel a dar una vuelta por la casa. La Pastora nos apuntaba todo el rato con un rifle. Daba miedo porque no hablaba, sólo nos miraba de vez en cuando con unos ojos que eran como si te dejara en cueros.
—¿Le pareció que estaba asustada o a lo mejor incluso un poco desesperada? —intervino de nuevo el psiquiatra.
El masovero se encogió de hombros, hizo ademán de no saber. El maestro quiso ayudarle.
—El señor quiere decir si la vio usted como si ya no pudiera más, como si ya no tuviera ninguna esperanza en la vida.
—No le sé decir; tenía una escopeta y estaba alerta de dos cosas a la vez: vigilaba que nosotros no nos moviéramos y que no llegara nadie a la masía. Nerviosa no estaba, eso no. Al cabo de una hora más o menos ya tenían en medio de la cocina lo que se querían llevar. Me acuerdo de que habían cogido ropa: un mono de trabajo, un traje de pana… También comida: panes, jamón, una bota de vino… ¡Ah!, y todas las cajas de cerillas que había en la casa.
—¿No querían dinero? —preguntó Infante.
—No, del dinero ni hablaron. A Manuel le extrañó mucho; pero a lo mejor ellos ya se dieron cuenta de que la masía era pobre. Lo que sí pidieron fue una escopeta, y no se creían que mi amigo no la tuviera. Allí sí que hubo un momento que yo pensé que se iba a liar, pero no pasó nada. Para mí que si ya llevaban tantos años en el monte como dijeron los guardias, no estaban para muchas historias y lo que querían era comer y largarse.
—Cuéntales más cosas de La Pastora —intentó el joven hacerle hablar.
—Ya les he dicho todo lo que sé, señor maestro; si supiera más cosas, más le diría, que nosotros tenemos mucha confianza en usted.
—Pero piensa bien, a lo mejor algún detalle se te ha pasado.
Infante se levantó en un impulso y, enfilando la salida de la casa, dijo:
—No creo que sepa nada más. Os espero fuera.
Nourissier y Joaquín, sorprendidos, acabaron de completar el ritual de cortesía. Cuando subieron al coche, no les fue difícil percibir el enfado del periodista.
—¿Te ha parecido poco interesante, Carlos? —preguntó el maestro, apurado.
—Todo lo que ha contado ya me lo sé: uno se queda en la puerta vigilando, La Pastora iba vestida de hombre y casi no abrió la boca, Francisco exigió registrar la casa. La única diferencia entre una historia y otra está en el botín: unas veces roban panes y otras harina. Por lo demás, sin novedad en el frente.
—Lo siento, Carlos; de verdad. Yo hago mis averiguaciones y los convenzo para que os cuenten su experiencia, pero no puedo saber si es valiosa o no.
—Pues si eso es todo lo que puedes conseguir, dudo mucho que debamos seguir adelante. Te estás significando para nada.
—Ten un poco de paciencia. Estoy convencido de que alguno de esos padres de alumnos nos dará una pista definitiva, ya verás.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Lo noto en sus caras, en el sigilo que guardan al principio de hablar con ellos, en las miradas que se lanzan unos a otros.
—Ya no estamos para intuiciones, ¿comprendes?, perder el tiempo es lo peor que podemos hacer.
Nourissier le puso una mano en el brazo que agarraba el volante:
—Carlos, por favor —musitó para tranquilizarlo.
El silencio dominó el resto del trayecto. Compungido en el caso de Cuevas, mohíno en Infante, preocupado en Nourissier. Lo depositaron frente a su alojamiento. El maestro dio las gracias y sonrió como despedida.
—Has sido muy injusto con él —le afeó el psiquiatra a su compañero.
—Me da igual, no deja de darse importancia y marear la perdiz para nada.
—Creo que deberías tranquilizarte un poco.
—Yo creo que no. Teníamos un ovillo e íbamos tirando de un hilo que nos conducía hacia delante, pero de repente todo se para y estamos en el centro del ovillo otra vez.
Nourissier no respondió; suponía que Infante llevaba razón, pero no sentía el menor deseo de soliviantarse. Aunque todo parecía estar en contra, él se encontraba en un estado anímico ideal para pensar, y era lo único que le apetecía hacer: reflexionar sobre su vida, sobre él mismo.
Llegaron a la pensión. Era demasiado tarde para cenar, así que cada uno se encaminó hacia su dormitorio tras una mínima despedida. Dos minutos después de que el francés hubiera cerrado la puerta, Infante lo llamó.
—Me voy a dar una vuelta por el campo, ¿te apetece venir?
—¿A estas horas?
—Llevo una linterna y hay una luna llena espectacular.
—¿No tendremos mucho frío?
—También llevo calefacción —se abrió la pelliza y mostró una botella de coñac.
—Espera, voy a abrigarme.
Abandonaron el pueblo caminando a paso ligero, sin hablar. El aire era frío, pero seco. Nourissier empezó a respirarlo con placer.
—Ha sido una gran idea este paseo nocturno. ¿Sigues de mal humor?
—Con un par de copas se me pasará.
Llegaron a una era abandonada que absorbía la luz intensa de la luna, como un lago.
—¡Es precioso! —exclamó el psiquiatra—. ¿Me has traído a propósito hasta aquí?
—Vengo a veces, mientras tú te dedicas al trabajo científico en tu cuarto.
Se sentaron sobre el círculo plateado. Infante sacó la botella, bebió a gollete, se la pasó a su compañero.
—Hace días que no trabajo —dijo éste, y bebió también.
—¿No trabajas? ¿Y qué haces tanto tiempo encerrado en esa maldita pensión?
—Pienso.
—¡Vaya por Dios!, pasarás de psiquiatra a filósofo.
—Ojalá.
—¿Y has llegado a alguna conclusión?
—Para pensar se necesita serenidad, para sacar conclusiones, paciencia, y para ponerlas en práctica, valor.
—Pues yo no tengo ninguna de las tres cosas. Por eso prefiero no pensar.
Se echaron a reír y le dieron un nuevo y largo tiento a la botella. Nourissier notó cómo el alcohol empezaba a calentarle las venas y se sintió bien.
—Tienes suerte, Carlos —dijo.
—¿Se puede saber por qué?
—Porque eres libre, haces siempre lo que te da la gana.
Infante se puso serio, miró a la luna, después a su compañero:
—A veces pienso que ser libre es hacer lo que debes y no lo que te da la gana.
Nourissier dio un grito burlón, se puso a aplaudir:
—¡No puedo creerlo, te has convertido en un moralista!
—He aprendido de ti.
Se había creado ya una inercia con la bebida y se pasaban la botella el uno al otro cada pocos minutos. Nourissier rompió de nuevo el silencio.
—¿Por qué te acostaste con aquella mujer?
—No sé, me apetecía. Llevaba mucho tiempo sin hacer el amor. ¿A qué viene eso ahora, te apetecía a ti también y no te atreviste?
—Ni siquiera me lo planteé. Ése es el problema conmigo; hay cosas que nunca me he planteado. Pienso que no me corresponde hacerlo y punto.
—¿Cómo sabes lo que te corresponde y lo que no?
—Ése es otro problema: no lo sé. Supongo que lo aprendí de pequeñito, me lo dijeron, lo vi… Mediocridad, mi querido amigo, mediocridad.
—No te pongas solemne. Bebe un poco más.
—He oído cosas terribles en este país, las he palpado, las he sentido. No creo poder seguir viviendo como hasta ahora lo he hecho. Me parece que soy como un niño mimado y no quiero serlo más.
—Me alegro mucho de que te hayas dado cuenta; en efecto, la vida es una mierda, pero no me des la lata, por favor. Bebe de una vez.
—La botella está casi vacía.
—Perfecto. Acabémosla y servirá de diana. La pondré allí y haremos un campeonato de tiro de piedra. ¿Aceptas el reto?
—Lo acepto.
Dieron los últimos sorbos. Infante se levantó, algo tambaleante, y se acercó a los matorrales buscando un sitio donde colocar la botella. De pronto vio cómo una sombra se movía en la oscuridad, muy próxima a él. En vez de gritar o pararse, siguió avanzando y, cuando se encontraba muy cerca, apartó los matorrales y pudo distinguir con claridad la cara del joven que otras veces lo había seguido. Se abalanzó en su dirección con intención de agarrarlo pero tropezó y cayó sobre unas zarzas. El chico saltó por encima de él para huir, pero Infante, a pesar de estar algo borracho, pudo ponerse en pie casi inmediatamente y empezó a perseguirlo. Ambos pasaron a toda velocidad junto a la era en la que estaba tumbado Nourissier, que no entendía qué estaba pasando.
—¿Adónde vas, Carlos? —preguntó con voz lastrada por el alcohol.
Infante estaba casi alcanzando a su presa, pero no conseguía aproximarse lo suficiente como para lanzarse sobre sus piernas. En un momento de desesperación empezó a chillar:
—¡Párate, cabrón, párate! ¿Por qué me sigues, di, por qué?
En el esfuerzo de hablar, la pequeña ventaja que le llevaba el muchacho se hizo mayor y, tras un instante, se incrementó lo suficiente como para que el perseguidor comprendiera que había perdido la carrera. Sin respiración y con un fuerte dolor en el pecho, Infante se dejó caer de rodillas sobre la hierba. Allí, poco a poco, fue recuperando el resuello hasta que pudo levantarse y regresar hasta la era, aún jadeando. Nourissier, completamente derrotado por la bebida, estaba a punto de dormirse cuando llegó pero, al verlo, se reanimó y dijo en tono ebrio:
—¡Carlos!, ¿adónde habías ido?
Su compañero estaba furioso, enloquecido de frustración. Descubrió que aún llevaba la botella de coñac en la mano y, en un arrebato, la estampó contra el suelo haciendo que los cristales saltaran en todas direcciones. El francés no se inmutó demasiado.
—Pero, Carlos, ¿qué haces? ¿Y ahora qué vamos a beber?
—Beberemos la sangre de los inocentes.
—Entonces vamos a pasar mucha sed, porque inocente, lo que se dice inocente, no existe casi nadie.
Infante se dejó caer junto a él y comenzó a reírse a carcajadas. Era una risa metálica, crispada, histérica, que se extendió en la noche como un eco fantasmal.
—No te rías tan fuerte, que no puedo dormir.
—Duerme, francés, duerme, tú que tienes conciencia de ángel.
El aire, claro y transparente, empezó a moverse en imperceptibles ráfagas de viento que fueron incrementándose cada vez más. De madrugada, un enorme vendaval estremecía las copas de los árboles, arrastraba hierbas secas y movía los cabellos de los dos hombres dormidos sobre la era.