Estaba claro que en la cueva nadie iba a descubrirnos. Aquélla era nuestra casa, por más que a Francisco le reconcomiera pensar que nunca saldríamos de allí para vivir en otra parte y como vive toda la gente normal. De vez en cuando había que ir a dar algún golpe porque se nos acababan los víveres, pero yo pensaba que, en el fondo, salíamos porque Francisco necesitaba un poco de movimiento. En cuanto había pasado un tiempo sin acciones ya le picaba todo como si tuviera hormigas en el cuerpo. Empezaba a darme la lata con aquello de que éramos como animales, escondidos en una gruta y sin ver a ningún ser humano. De la familia parecía que no se acordaba tanto, aunque a lo mejor la procesión iba por dentro y cerraba la boca para no marearme a mí. Yo iba tirando y como en el campo hay tantas cosas que hacer, no me aburría. Lo único que añoraba era tener unas cuantas ovejas para cuidarlas, y un perro o dos, claro. No me olvidaba de las ovejas porque a lo mejor eran lo único que yo tenía para añorar. Ahora, como por las noches había mucho tiempo para pensar, me venían a la cabeza muchas cosas de mi vida que no me había parado a mirar despacio. Pensaba que me había faltado lo que los demás tenían, como hijos y mujer. Pensaba que había trabajado siempre como una bestia. Pensaba que haber entrado en el maquis había sido bueno por muchos motivos, y malo por otros. Bueno, porque había tenido compañeros de verdad, porque había podido ser un hombre por fin, porque había aprendido a leer. Malo, porque toda la historia de la revolución no había salido bien y porque cosas de las que aprendí me hacían daño en el corazón. Ahora sabía todo aquello de la dignidad de la persona, de los derechos que tenemos, de la explotación que el amo le hace al trabajador. Era todo eso lo que me hacía pensar que mi vida había sido una mierda, dura como una piedra, sin nada de lo que un hombre tiene derecho a tener. No me quitaba el sueño, eso no, pero me hacía imaginar cómo hubiera podido ser de otra manera. Si mi madre no hubiera tenido vergüenza de mí y no me hubiera obligado a ser mujer. Si en vez de trabajar desde pequeño hubiera podido ir a la escuela. Si hubiera tenido una masía sólo de mi propiedad. Me hacía daño cuando lo pensaba, por la noche en el jergón, y para que se me pasara el disgusto cogía la manta y me salía al aire libre, hiciera frío o calor. Me tumbaba allí y miraba el cielo, como cuando era pequeño. Cuando estaba claro y se veían las estrellas ya me encontraba mejor. Me decía a mí mismo que aquello que para mí era fácil no todos lo habían tenido: poder dormir al raso, solo, más libre que un pájaro. El pobre compañero Raúl me solía contar que en las ciudades como Barcelona los obreros trabajaban en fábricas, que son como almacenes muy grandes en los que nunca entra el sol. Allí se pasan los hombres horas y horas encerrados. Luego les toca vivir en pisos pequeños como cajas de cerillas que no tienen ni patio. Eso sí que es una desgracia de verdad, eres como un preso en una cárcel y yo no lo hubiera soportado de ninguna manera. Hubiera querido morirme, seguro. Mientras que aquí, en el campo, tienes todo para ti y nadie te lo quita, sólo hay que quedarse quieto, mirarlo y ya está. No estás como un borrego en un corral. A veces me da por pensar que sería mejor que me matara la Guardia Civil, mucho mejor eso que cogerme vivo y meterme entre rejas. No aguantaría la prisión, no la aguantaría.

Para Francisco, el estar como estábamos ya le parecía la cárcel. Él no estaba para historias de campo ni de estrellas. A veces parecía un lobo que lo hubieran enjaulado. Cuando la Guardia Civil rondaba los caminos se ponía nervioso, creía que se acercarían hasta donde nos escondíamos y nos atraparían sin remedio. Una noche ninguno de los dos podía dormir. Yo me fui para afuera y al cabo de un minuto llegó él.

—¿Y si nos largamos a Francia, Pastora?

—¿Cómo vamos a irnos, andando?

—No tenemos prisa y andando llegaremos. Yo me ahogo aquí, no puedo estar más tiempo en esta madriguera. Cogemos dos petates y marchando, marchando, llegamos hasta Francia. En esta tierra ya no tenemos nada que hacer. A mi familia no voy a verla más, de eso estoy bien seguro, así que no pinto nada en estas montañas. En Francia seremos libres, los compañeros nos ayudarán, a lo mejor pueden buscarnos trabajo.

—Tienes que estar loco, Francisco. Los compañeros ya no lo son. Primero encuéntralos, que vete a saber tú dónde paran en Francia. Pero si los encontráramos, ¿crees que nos recibirían con los brazos abiertos? Para ellos somos desertores. Capaces son de montarnos un juicio, o de pegarnos un tiro entre los ojos. Ganas no deben faltarles. ¿Y tú sabes lo peligroso que es cruzar la frontera? Nos cazan seguro.

—Pues entonces nos vamos a Andorra.

—¿A Andorra, para qué?

—¡Joder, Pastora, que pareces tonto! ¿A qué va a ser?, ¡a trabajar! Hay mucha gente de los pueblos que se va para Andorra a buscar trabajo. Allí necesitan muchas manos para los campos de tabaco, y yo oí decir que pagan bien y no como en esta mierda de país.

—¿Y los civiles? Ya has visto que cada vez hay más. Ponen cuarteles hasta en los pueblos pequeños, y no paran de moverse de un lado a otro por los caminos. ¿Tú sabes cuánto tardaríamos en llegar a Andorra a pie?

—¿Lo sabes tú?

—No estoy muy seguro de saber dónde está Andorra.

Cogió un mapa que teníamos y me lo enseñó. Me dijo que aunque era un país no más grande que un poblacho, era un país de verdad. Entonces me di cuenta de que hablaba en serio y me puse a calcular por dónde se podía llegar y cuánto tardaríamos.

—Por lo menos dos meses y medio —le dije. Él me miró y se diría que le parecía muy poco tiempo, porque se puso contento y soltó casi riéndose:

—¡Justamente! Estamos en abril, así que para el verano nos plantamos en Andorra, que es cuando necesitan más trabajadores. ¿Qué te parece, eh, qué te parece mi plan?

—Me parece peligroso.

—Antes no eras tan gallina.

—No soy gallina, lo que pasa es que no quiero morir.

—Bueno, pues me iré yo solo. Tú quédate aquí asustado como un conejo. No creas que me haces ninguna falta. Ya sé apañármelas solo.

Pero no era verdad, no sabía, se hubiera perdido a la primera de cambio por los montes. Se metió en la cueva, enfadado. Yo me quedé fuera un rato más, pensando. Me había cogido por sorpresa con aquella idea que no me esperaba. Tenía que decidir si quería irme con él. Por mí me hubiera quedado donde estaba, pero ¿qué iba a hacer sin Francisco? Me había acostumbrado a su compañía y sin él tampoco tenía adonde ir. Así que entré en la cueva y le dije que adelante, que cuando quisiera nos largábamos a Andorra.

Salimos a finales del mes de abril, les hablo del año 1952. Habíamos dejado bastantes armas escondidas cerca de la cueva y nos llevamos con nosotros yo una pistola y Francisco la metralleta Stern, que no quería separarse de ella por nada del mundo. No tuvimos problemas para llegar, los dos sabíamos muy bien qué es eso de caminar a campo través. Hacíamos jornadas hasta el anochecer, nos parábamos, comíamos de los víveres que llevábamos y buscábamos refugio en algún sitio para dormir. Tuvimos suerte porque no llovió casi ningún día y pudimos avanzar más de lo que habíamos pensado. Yo había calculado dos meses y medio, pero no llegó a los dos meses. El día 18 de junio llegamos a Andorra y, durante todo el camino, ni rastro de guardias. Francisco estaba feliz y me daba golpes en la espalda diciendo que era el mejor guía del mundo, y que si no hubiera sido porque estábamos como estábamos, me haría famoso en toda España por lo bien que lo hacía en cuestión de orientarme y andar. Yo le contesté que había cumplido mi parte, y que ahora le tocaba a él cumplir la suya, porque toda aquella historia del trabajo y lo bien que nos iban a pagar no la veía muy clara. Pero tampoco él falló, y todo lo que había contado de que se necesitaba mucha mano de obra para preparar el tabaco y almacenarlo resultó ser la pura verdad. Nos contrataron a los dos como temporeros. A mí me pagaban seiscientas pesetas al mes y a Francisco algo más, porque como sabía bastante de números, apuntaba las cantidades de bultos de tabaco que todos trajinábamos. Además, nos daban la comida y ropa limpia. Dormíamos en barracones y eso para mí era lo peor porque, como ustedes ya saben, notarme encerrado no me gustaba. Aunque daba igual, por la noche llegaba tan cansado que dormía de un tirón.

La cosa más estupenda de todas era saber que no nos perseguía la Guardia Civil. Nos habíamos acostumbrado a ser como zorros en un bosque, siempre alerta, siempre con un ojo abierto y una mano cerca del arma por lo que pudiera pasar. Así que vivir tranquilos nos cogía de nuevas y casi nos hacía reír. No teníamos documentación, pero nadie nos la pidió. Lo que querían eran hombres fuertes en edad de trabajar y nosotros éramos fuertes como rocas. A veces veíamos pasar gendarmes franceses y también policía andorrana, pero ni se fijaban en nosotros. Ya debían de saber que a los temporeros era mejor no preguntarles.

Volver a vivir como un hombre normal, con un trabajo, una mesa y una silla para comer y una litera con colchón para acostarte me parecía bien. Me acordaba con pena de cuando yo era pastor y cobraba dinero por guardar el rebaño y hasta tenía mis ahorros. Pero, en fin, tampoco merecía la pena ponerse triste porque la vida de cada uno es como es. Además, tampoco tuvimos tiempo de acostumbramos a otra manera de vivir. A principios de octubre nos echaron a la calle a nosotros y a casi todos los demás. El trabajo se había terminado y ya no necesitaban gente.

Francisco y yo nos fuimos a un bar a tomar café y pastas. Yo no sabía muy bien qué íbamos a hacer, pero él no parecía muy disgustado por haber perdido el empleo. Dijo que ya se lo imaginaba, que cuando se acercaba el invierno siempre era así y que en todas partes corrían malos tiempos, no sólo en España. Luego dijo también:

—Te aseguro que ya estaba un poco harto. No creas que me gusta demasiado que me den órdenes y tener que apechugar con todo. Además no estamos en nuestro país, y el país tira mucho.

—Pero en nuestro país no nos quieren, Francisco, justo lo que quieren es pelarnos y quitarnos de en medio.

—¡Eso ni hablar! No nos quieren los franquistas, los somatenes, los fascistas, los falangistas y la puta Guardia Civil, pero ésos no son el país, ésos son los ladrones que se lo han quedado como si fuera suyo de buena ley.

—Bueno, pero son los que mandan.

—Manden o no manden me da igual, mi país es España y yo soy tan español como el que más.

Pues bien, no iba a ser yo quien le llevara la contraria, pero eso de que tira mucho el país sólo podía querer decir una cosa: que estaba pensando en volver. Yo no estaba tan seguro de querer volver. ¿Para qué, para escondernos otra vez y estar perseguidos y asaltar masías?

—¿Por qué no pasamos a Francia? Ya que estamos aquí… —le dije—. A lo mejor puedo encontrar a mi hermano y nos busca trabajo y…

—Pero, Pastora, si ya no fuimos a Francia por lo difícil que es.

—¡Hombre, no hay nada que no se pueda hacer!

—Estás muy equivocado. En la frontera francesa hay más vigilancia que en la de Andorra, ¡dónde vas a parar! Y además, los franceses no aceptan gente sin papeles.

—¡Somos del maquis! A otros han dado cobijo.

—Eso era antes, ahora ya no. Si nos cogen nos devolverán a las autoridades de Franco y ahí sí que no tienes por dónde salir. Además, ¿tú hablas francés, Pastora, hablas francés? Porque a lo mejor es que lo hablas y yo no me he enterado todavía.

—Ya sabes que no.

—Pues entonces no sé qué cojones vamos a hacer en Francia. Y dime una cosa: ¿hay algún sitio en el mundo, Francia o no Francia, donde tú sepas moverte como te mueves en la sierra de Benifassà?

—Podría aprender.

—Bueno, pues te vas a Francia tú solo.

—No, si yo no lo decía porque piense que en Francia podamos tener mejor fortuna, pero ¿tú sabes lo que es volver? Otra vez a salto de mata, y huyendo de los guardias, metidos en cualquier parte para dormir, comiendo lo que caiga… No sé yo si ésa es una vida para personas.

—Yo lo que no sé es si una persona es una persona de verdad sin poder encontrarse con su familia.

Se le había roto la voz al decir aquello y se echó la mano a los ojos para tapárselos porque se había echado a llorar. Enseguida se le cortaron las lágrimas, se las tragó, pero miraba al suelo con mucha tristeza.

—¿Es que quieres que vayamos a ver a tu familia, Francisco?

Dijo que sí con la cabeza y no quería hablar por si se echaba a llorar otra vez, pero al final se puso sereno y dijo en voz baja:

—Quiero verlos aunque sea una vez más, Pastora, sólo una vez. A mis hijas, a la mujer. Yo creo que ya no deben ni acordarse de mí, mira lo que te digo. No deben de saber ni quién soy.

—No digas tonterías, hombre.

Bueno, siempre había tenido miedo de lo que acababa de pasar y había pasado. Francisco no se iba a olvidar de los suyos. Supongo que nadie que tiene una familia de verdad la olvida así por las buenas. Sobre todo si ha tenido que dejarlos por obligación y sin querer, si se ha visto con ellos alguna que otra vez a escondidas y sin poder vivir juntos como viven las familias. Otra cosa hubiera sido si Francisco se hubiera enamorado de otra mujer, como aquellos indianos que contaban en Vallibona que se iban a América y se volvían a casar y a tener hijos allí. Pero no era el caso. Lo consolé como pude, ¡qué iba a hacer!

—¿Por qué no me decías que querías verlos, eh? Te has pasado todo el verano trabajando aquí y sin soltar prenda. ¿Cómo puedo saber yo lo que llevas en la cabeza?

—¿Te irás a Francia, Pastora?

—Pues claro que no. ¿Adónde voy a ir? Empezamos juntos en esto y juntos seguiremos. Total, a mí no me espera nadie ni en Francia ni en España. Soy como una mala hierba que igual crece aquí que allá. Volveremos. Iremos a Castellot y ya nos las apañaremos para que veas a tu gente.

—Eres un buen compañero, Pastora, eres el mejor.

—Soy el mejor porque no tienes más.

—¡Aunque tuviera cien, aunque tuviera mil, fíjate! Tú siempre seguirías siendo el mejor.

—A cien o mil tíos corriendo por el monte seguro que los cogía la Guardia Civil.

Se rió y yo me reí también. Mientras nos acabábamos las pastas pensé que más me valía tomarles bien el sabor, porque pronto desaparecerían los platos finos y las galletas hechas con azúcar blanco, con leche y con miel fresca.