Habían pensado que el clima invernal haría aquella tierra menos hermosa, pero al comenzar diciembre se dieron cuenta de que estaban equivocados. Los árboles no necesitaban hojas ni verdor para elevarse y retorcerse creando un gran dramatismo visual. Sólo los olivos permanecían intactos, como si las estaciones no pasaran por ellos. Nourissier se extasiaba frente a su inmovilidad centenaria, pero también le gustaban los algarrobos de aspecto oriental y los pinos mediterráneos, agrestes y perfumados. Infante reconocía preferir los troncos de los chopos, pelados en invierno. El primero se escondía tras un ánimo melancólico, que lo llevaba a una inactividad hasta entonces impensable en él. Parecía haberse desinteresado de su trabajo en general, de la búsqueda de La Pastora en particular. Paseaba, leía y pensaba, casi siempre en soledad. Infante se movía en las antípodas, no paraba un instante: salía a la calle, frecuentaba el bar, hablaba con todo el mundo haciendo preguntas discretas pero, sobre todo, se reunía continuamente con el maestro a quien habían conocido. Su intuición, que él consideraba una de sus mayores virtudes, le dictaba que seguir la estela de aquel joven les llevaría hasta algún pequeño tesoro informativo. A menudo ambos quedaban citados cuando había acabado el horario escolar y daban un paseo por el campo. Algunas tardes se encontraban en el bar y bebían cerveza mientras charlaban animadamente.

Joaquín Cuevas quería saberlo todo sobre Barcelona: cómo era el ambiente de una gran ciudad, los nombres de los teatros y los cines, qué hacía la gente que poblaba las calles a cualquier hora. Entre él e Infante se había creado un lazo amistoso de urgencia. La hipótesis de que Cuevas fuera un espía franquista había perdido toda fuerza para ellos. Sin embargo, el periodista se mostraba prudente y procuraba no dar pasos en falso. Fue el propio maestro quien un día introdujo una alusión en el diálogo que Infante enseguida aprovechó.

—Hay algunos poetas que, por desafortunadas razones, no puedo mencionar a mis alumnos. Por ejemplo, García Lorca o Antonio Machado —dijo, y después guardó un significativo silencio.

Lo imprevisto del comentario no permitió una reacción inmediata del español, pero éste guardó cuidadosamente el dato y, en cuanto tuvo ocasión, invitó al maestro por primera vez a entrar en la habitación y tomar una copa con él. Joaquín se mostró encantado. Infante no informó de esta visita a Nourissier por si quería asistir también. Pensaba que su presencia estropearía el aire de confidencialidad que quería imprimir al encuentro.

Llegado el momento, una noche muy fría, el maestro llegó puntualmente, y lo primero que hizo fue quedar asombrado ante el alijo de alcohol que su anfitrión le enseñó.

—¡Qué barbaridad! —exclamó con la ingenuidad de la que siempre hacía gala—. ¿Todo esto es para bebértelo tú solo?

—Ya ves que no —respondió Carlos—. A veces lo comparto con mis amigos.

Con sus vasos bien llenos se sentaron frente a frente. Infante pensó que debía abandonar ya toda prudencia y no esperar a que el otro estuviera borracho para atacar.

—Te preguntarás si, viajando con tantas botellas, debo de ser un alcohólico o algo por el estilo.

—No se me ocurriría pensar nada malo de ti.

—Haces bien. No soy ningún alcohólico. Lo que sucede es que el trabajo que hago para el doctor está resultando muy duro para mí y de vez en cuando necesito un buen trago para seguir adelante.

—¿No te llevas bien con él?

—No es ése el problema, el doctor es bueno y amable, pero por desgracia se ocupa de un tema terrible: la enfermedad mental.

—Sí, te comprendo, a mí los locos también me deprimen mucho. Muchos no tienen cura.

—Así es, y otros tantos que pasan por cuerdos pero no lo son sufren sin que nadie lo sepa.

El maestro asentía juiciosamente como si no le interesara demasiado la conversación. Infante continuó:

—El doctor Nourissier opina que muchos criminales son locos que no han sido detectados como enfermos, pero que si fueran diagnosticados y se les diera tratamiento, dejarían de cometer sus fechorías.

—Nunca lo había pensado, pero parece lógico, sí.

Infante lo miró a los ojos, no dejó su arriesgada pregunta para más tarde:

—¿Qué ideas políticas tuvo tu familia durante la guerra?

El maestro desvió la mirada hacia el suelo. Se había puesto colorado hasta la raíz de los cabellos. Carraspeó.

—Doy por sentado que estamos entre amigos y que lo hablado aquí quedará —respondió al fin.

—¿Te molesta contestar a mi pregunta?

—No, pero ya sabes cómo están las cosas en España. Lo mejor es ser prudente.

—Yo lo soy.

—Mi caso es un poco especial, aunque tampoco tanto. Esta guerra ha separado a las familias de manera brutal.

—Lo sé.

—Mi madre era hija de militares y estaba educada en una manera de pensar muy ordenada. No era muy de derechas, pero creía en Dios, iba a misa…, ya te imaginas lo que quiero decir. Se enamoró de mi padre, que era profesor de latín en un instituto, y se casaron sin gran oposición de las familias. Todo les fue muy bien hasta que llegó la guerra. Entonces las cosas se liaron. Mi padre dijo que defendería la República hasta el fin y…

—¿Se separaron?

—Sí —balbució como si se enfrentara a algo indecoroso—. No se separaron legalmente, pero mi padre se fue de casa, o mi madre lo echó, eso no he conseguido averiguarlo. Mis hermanos y yo nos quedamos con ella y a él no volvimos a verlo más. Al final de la guerra nos enteramos de que lo habían matado en el frente del Ebro.

—Terrible.

—Terrible, sí.

—Pero esas historias pertenecen al pasado y debemos desear que no se repitan más.

—Eso mismo pienso yo.

Le sirvió más bebida y el joven la apuró. También bebió Infante, con cierta ansiedad, porque se encontraba nervioso después de lo que había oído. Era el momento de jugársela.

—¿Has oído hablar alguna vez de La Pastora, Joaquín?

Para su sorpresa el maestro asintió sin hacer el menor aspaviento.

—Sí, algo me han contado mis alumnos. Hay muchos rumores, dicen que es una maquis que está aún viva y que se esconde cerca de aquí.

—Nosotros la buscamos —declaró de sopetón.

El chico levantó su cabeza rubia y dijo en tono de pánico:

—Yo no sé dónde está.

—Claro, claro que no lo sabes; pero quiero que me escuches y valores lo que voy a proponerte. Eres un hombre culto y creo que me entenderás muy bien. El doctor Nourissier quiere encontrarse con esa mujer, hablar con ella un rato, hacerse una idea de cómo es su psicología.

—Es una asesina a la que busca la Guardia Civil.

—Nourissier no es un juez, es médico. Si consigue entrevistarse con ella, después no piensa entregarla a las autoridades. Hablarán y luego dejará que el destino siga su curso. Nadie se enteraría de ese encuentro.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Indagar entre tus alumnos o sus padres, los mismos que han hecho llegar los rumores hasta ti. Siempre con discreción, naturalmente.

—Dudo que ellos sepan dónde se encuentra La Pastora.

—Tu dijiste que esas gentes eran una buena fuente de información. Cualquier detalle o historia sobre la vida de esa bandolera también servirá.

—Eso es más fácil de conseguir.

—Ayúdanos, Joaquín; es importante para nosotros y tú eres nuestro amigo, un hombre instruido, capaz de comprender lo que es una investigación científica. ¿Lo harás?

Tomó varios sorbitos de whisky con la mirada perdida en el vacío. Transcurrió un largo minuto durante el que Infante no quiso insistir.

—Está bien —dijo al cabo—. Lo intentaré.

El periodista se quedó mirándolo fijamente, absorbiendo su expresión, su talante, el más mínimo gesto que le permitiera saber cuáles eran sus últimas intenciones. ¿Los ayudaría, los traicionaría? ¿Era lo suficientemente hábil como para recabar información sin levantar sospechas? Esta última duda fue mucho más intensa y recalcitrante en Nourissier cuando éste supo lo sucedido.

—No estoy seguro de que hayas hecho bien implicando a ese chico, Carlos.

—No había alternativa. Creo firmemente que puede hacernos llegar información. Está en un lugar privilegiado.

—Pero sincerarse con él…

—¿Qué es lo que temes?

—Lo que ha contado sobre su familia, eso puede determinar un comportamiento especial.

—No veo por qué.

—Es un trauma psicológico importante que ese chico debe de seguir arrastrando. El conflicto entre padre y madre, la influencia de ésta, la culpabilidad por la muerte del padre… Todo está imbricado con la guerra en este país, Carlos, todo: el amor, la familia, la amistad, la conciencia… Quizá el maestro no es fiable.

Infante dio un respingo que no pudo contener. Su cara se cubrió de una sombra encarnada. Con una repentina voz colérica respondió:

—No comparto tu docta opinión, lo siento. Para mí un hombre no queda invalidado por lo que pudiera ocurrir en esa maldita guerra. ¿No será que tienes miedo?

—Pero, Carlos, ¿a qué viene eso?

—No soy un imbécil. Por alguna razón que desconozco has dejado de tener interés en La Pastora. Muy bien, lo asumo. A partir de este momento no cobraré ni una sola peseta que venga de ti. Encontraré a esa mujer yo solo, y si corro el riesgo de que me cacen, me da exactamente igual, lo asumo también. Al fin y al cabo a ti poco puede pasarte, como mucho te expulsarán del país. Así volverás a tu tierra y podrás seguir sentando cátedra sobre lo miserables que somos los españoles, afectados por la guerra de por vida.

Dio media vuelta y se alejó con paso ligero. Nourissier oyó cerrarse con estrépito la puerta de su habitación. No lo llamó ni intentó hablar con él. Salió de la pensión, se alejó caminando por el campo. Soplaba el viento de la montaña característico de aquel lugar, y hacía sol. Se sentó sobre una piedra y dejó que hasta su nariz llegara el olor del tomillo y el romero. No sabía la razón, pero aquellas fragancias lo tranquilizaban. Pensó en su compañero. Nunca se conoce a alguien por completo, siempre se está en continua evolución. Aunque Infante no estaba cambiando poco a poco, sino que había sufrido una drástica metamorfosis desde que se encontraron en Barcelona, dos meses atrás. Todo lo que antes había sido indiferencia y cinismo, parecía haberse convertido ahora en pasión. ¿O era simple testarudez? A veces existe un corto trecho entre una cosa y la otra. Cierto que Infante había mutado en poco tiempo, pero debía reconocer que a él le había sucedido otro tanto. ¿Dónde quedaba el hombre metódico, sereno y ponderado que llegó a España? Si ahora se exploraba a sí mismo sólo veía a un ser disperso, contradictorio y lleno de confusión. Sin duda hubiera debido sentirse preocupado por tal decadencia, pero no era así, le daba igual. Se negaba a intentar regenerar en su ánimo los atributos perdidos. Su autocontrol, del que siempre se había sentido orgulloso, le provocaba ahora un cansancio infinito. Si la vida se analizaba en profundidad, nada tenía sentido. Paradójicamente, el ambiente de miedo, crudeza y convulsión que había observado en aquel país, lo tranquilizaba. Quizá se debía a que allí el dolor parecía ser general, compartido, y por lo tanto más llevadero. Era una consecuencia monstruosa, pero real. En su consulta de París asistía a sus pacientes uno a uno, y ellos desgranaban ante sus ojos las terribles obsesiones, las experiencias traumáticas, el devenir funesto del sufrimiento psíquico. En ocasiones había tenido la sensación de que la miseria humana era pequeña, intrascendente, purulenta y personal como un grano en la piel. Sin embargo, en España aquella guerra convertía en tragedia los dolores del alma. Allí el padecimiento era específico, general, lógico: muertes, pérdidas familiares, hambre, humillación, miedo y pobreza. Nada podía hacer un hombre frente a aquella situación. Su ciencia resultaba inútil allí. Daba igual, todo le importaba mucho menos ahora: seguir luchando contra la enfermedad mental, seguir siendo el que había sido hasta el presente. Estaba centrado en apurar aquel exiguo plazo de libertad total que nunca volvería a disfrutar, apenas un mes.