Yo nunca había celebrado la Navidad. Mi madre siempre decía que ésas eran cosas de ricos y de curas. Pero cuando éramos pequeños el día de Nochebuena nos hacía una cosa muy buena de comer, que era lo único fuera de lo corriente que teníamos. Cogía higos secos, les ponía por dentro una nuez y luego le echaba miel por encima. ¡Estaba tan dulce y tan bueno que nos los comíamos de dos en dos! Cuando yo vivía solo me preparaba eso mismo para la Nochebuena, y también me bebía un vaso de moscatel. Era mi celebración. Al día siguiente igual subía al monte a cuidar el rebaño como siempre, así que esas fechas eran como otras cualquiera y lo único diferente estaba en los higos con nueces y miel.
Cuando nos vimos allí, en los puertos de Beseit, con toda aquella nieve que se amontonaba y las ventiscas que se liaban por las noches, ya nos dimos cuenta de que aquel invierno iba a ser muy duro. A mí no me importaba demasiado porque habíamos encontrado una casa abandonada en medio del campo que se conservaba bastante bien. El techo estaba entero, el fogón de la cocina tiraba como un rayo y en la parte de arriba había paja seca que nos servía para dormir. No pasábamos frío, ¿qué más podíamos pedir? Pero a medida que se iba acercando el día veinticinco, Francisco se ponía mohíno poco a poco. Se quejaba de todo: que si la nieve, que si el viento, que si siempre comíamos lo mismo… Una tarde va y me dice que añoraba la Navidad de su casa. Yo le contesté que no lo entendía porque él no era de religión.
—Bueno —me contestó él—, pero nos reuníamos con la familia, los críos cantaban villancicos, comíamos magdalenas que hacía mi madre, bailábamos… No éramos de religión pero sí de familia, de alegría y de cachondeo, y ahora mira bien el panorama: mi familia destrozada, y tú y yo aquí como dos animales salvajes metidos en una madriguera. ¡Ay, la vida, Pastora, la vida qué perra es! ¡Y todo por el cabronazo de Franco y los hijoputas de los fachas!
Se le saltaban las lágrimas. Se desesperaba, el pobre. Y eso era malo porque la vida es como es y nadie lo puede arreglar de ninguna manera. Pero no sé qué esperaba, yo ya sabía esas cosas casi desde que nací.
Para que se pusiera un poco contento me fui por los bancales a campo través y cacé un conejo. El día de Navidad lo puse en la olla con aceite, sal, tomillo y romero y se coció despacio. ¡Nos chupábamos los dedos! Además, Francisco, que se las sabía todas, se había guardado en la mochila una botella de anís, que si mucho era lo que había abandonado en el camino, mucho era también lo que seguía llevando encima. Le pegamos unos buenos tientos. Él tenía ganas de emborracharse y yo también, pero no podía porque si nos daba un sueño de esos que no te despiertan ni las bombas, podían venir los civiles y cazarnos como al conejo que habíamos comido. Francisco me decía:
—Bebe, Pastora, bebe, que hoy no van a venir a buscarnos.
Pero no me fiaba y bebí sólo lo justo y disfruté igual. Además, a mí el anís siempre me ha parado en dulce y prefiero mil veces el coñac.
Aquel día los civiles no vinieron, Francisco llevaba razón, pero a principios de enero estábamos calentándonos antes de irnos a la cama y oímos voces fuera. No tardamos ni un minuto en coger las armas y en disparar. Era la Guardia Civil. Algún hijo de mala madre les había dado el soplo de que de la chimenea de la casa salía humo. Yo ya sabía que corríamos ese riesgo al encender fuego, pero ¿qué íbamos a hacer, morirnos de frío? Los tíos disparaban también y nos decían que nos rindiéramos. Pero nosotros éramos más rápidos de lo que ellos podían pensar, y enseguida Francisco ya había echado mano al saco de las municiones y les mandó por los aires una granada que les explotó en las narices. Dejaron de disparar y yo le dije que aprovecháramos para marcharnos, pero no me hizo caso, era como si le hubiera tomado el gusto a la batalla.
—Otra, vamos a mandarles otra más, que no se crean que estamos tan apurados.
Volvió a lanzarles otra bomba de mano y volvió a explotar. Entonces ya sí que no estuve para bromas y le estiré del brazo para que saliéramos de allí de una maldita vez. Cogimos los víveres que pudimos y nos encaramamos por el monte que había en la parte trasera de la casa. Yo sabía subir por una cañada por la que seguro que no nos veían. Oíamos los tiros detrás, cada vez más lejos, mucho daño no debían de haberles hecho las bombas, pero por lo menos pudimos huir. Nos habíamos librado, por esta vez. Caminamos y caminamos hasta que estuvimos reventados. Entonces yo me paré y le dije a Francisco que así no podíamos seguir: hacía frío, nos faltaba comida y la Guardia Civil nos la encontrábamos por todas partes. No pasaríamos el invierno de esa manera, imposible: moriríamos o nos matarían como a dos perros. Entonces él se puso a pensar y me preguntó si me parecía bien que fuéramos a la masía Llobrec, en Paüls. Era una masía que ya había ayudado al maquis años atrás. Él pensaba que si les pagábamos nos darían refugio y nos harían la comida. Le contesté que sí porque yo tampoco veía ninguna solución.
El camino fue largo, muy pesado, y siempre con miedo de toparnos con los civiles. Como ya casi no teníamos comida dimos unos cuantos golpes en algunas masías que encontrábamos al paso. Francisco les decía a veces que les ponía una multa en nombre del maquis, otras que íbamos a secuestrar y a matar a alguno de la familia porque era un fascista…, pero todo nos iba muy mal porque ya nadie guardaba dinero y quedaban pocos masoveros, que muchos se volvieron a los pueblos cansados de recibir tanto palo de unos y otros. Tampoco nosotros teníamos la fuerza ni el tiempo de antes ni la ayuda de los compañeros, y nos movíamos a la desesperada. Por lo menos sacábamos para comer: aquí pan y unos kilos de tocino, allá cecina y aceite…, ya digo, sólo para comer.
Por fin llegamos a la masía Llobrec. Por allí habían pasado el Valencià, Carlos el Catalán… Había sido un buen punto de apoyo, pero no sabíamos cómo estarían ahora las cosas.
Vivían allí el padre y el hijo, que los dos se llamaban José Salvador, y sus mujeres. Francisco les pidió que nos dieran de cenar y también si podían ser nuestro punto de apoyo.
—¡Hombre! —contestó el hijo—. Aquí un poco de comida a nadie se lo negamos, pero todo está muy difícil y muchos maquis ya no se ven por aquí, en cambio guardias civiles… El pueblo está lleno, aparte de los que viajan de un pueblo a otro, que ésos ya ni se pueden contar. Todo muy difícil, os lo digo yo.
Entonces Francisco se sacó quinientas pesetas del bolsillo, que eran las últimas que debían de quedarnos, y le suelta:
—Te pagamos la cena y, con lo que sobre, vas a comprarnos mañana comida. Y dinos esta noche dónde podemos dormir que no sea en la casa.
Le cambió la cara al otro cuando vio el dinero, se puso a hablar de otra manera.
—Mi madre os hará una tortilla de patata grande y tocino frito con buen aceite. Más arriba del mas hay una caseta que está muy resguardada del viento y tiene leña apilada en un lado. Si luego me dices todo lo que necesitáis o me haces una lista, mañana mismo voy al pueblo y te lo traeré.
Yo me acordaba de cosas malas que había oído decir del José Salvador hijo, pero no era el momento para andarle con mandangas a Francisco, así que me callé. Comimos bien y dormimos como reyes. Al día siguiente el hijo volvió del pueblo y trajo todo lo que le habíamos pedido, pero lo mejor de todo es que allí no pasábamos miedo de ver aparecer en cualquier momento a la Guardia Civil. Luego estaba la parte mala, claro, y ésa era que no teníamos ni un duro más, y aquella gente no iba a dejar que nos quedáramos al abrigo y a llenarnos la barriga por nada. Francisco les dijo que queríamos hablar con el padre y el hijo para llegar a un acuerdo.
Cuando nos juntamos en el comedor, los Salvador tenían el acuerdo muy claro, como si se hubieran pasado toda la noche pensándolo. El hijo, que siempre llevaba la voz cantante y eso ya me lo maliciaba yo, dijo que él nos pasaría muy buena información de las masías donde hubiera dinero que robar, eso fue lo que dijo: robar. También nos diría los momentos que eran buenos para presentarse y dar un golpe. Él se quedaría con el veinte por ciento de lo que sacáramos. A Francisco el veinte le pareció demasiado pero se tuvo que aguantar.
Por la noche estábamos fumando un pitillo en el jergón y yo le dije:
—Francisco, a mí todo esto no me huele nada bien. No me fío ni poco ni mucho de estos tíos. Pensaba y pensaba en el hijo hasta que me he acordado de lo que me contaron de él. ¿Tú tienes en la cabeza al criado que nos llevamos secuestrado en la masía Almeleral y que luego tuvimos que dejarlo marchar? Pues yo estuve hablando por la noche con él mientras dormías y me contó que el padre de su novia conocía a este José Salvador, el hijo, y que sabía de buena tinta que había entrado a robar en un comercio de Paüls y que llevaba pistola cuando lo hizo.
—Bueno, ¿y eso a nosotros qué más nos da?
—¡Hombre, Francisco, pues nos da que es un ladrón! ¿Has oído lo que ha dicho con lo del veinte por ciento? Ha dicho: robar. Yo no he robado en mi vida. Porque una cosa es ir de parte del maquis y de la revolución, y otra entrar a saco y llevarse dinero para repartirlo con un ladrón como si fuéramos compinches.
Francisco, que estaba tumbado, se sentó, tiró la colilla y me miró muy fijo:
—Oye, Pastora, tú no te das cuenta de cómo estamos, ¿verdad? Estamos jodidos, ¿sabes?, pero jodidos de verdad: solos, con la Guardia Civil pisándonos los talones, sin un duro, sin saber adónde ir. Ahora somos enemigos de todos: del maquis y de los civiles. No podemos escoger, no podemos. Y si esperamos que la guerrilla le gane al franquismo estamos apañados. Ya has visto las últimas noticias que los Salvador nos han dado: los están matando a todos. Tú siempre me hablas de sobrevivir, pues bueno, yo te digo que si no nos espabilamos, moriremos como animales perdidos en el monte, así moriremos o nos matarán.
—Ya. Sí sé cómo estamos, sí que lo sé; pero en la montaña hay muchas maneras de sobrevivir.
—¡Como alimañas!, y yo soy un hombre civilizado. Pero no te preocupes, Pastora, que si lo que te da apuro son las palabras, cuando demos un golpe ya diré ¡viva la revolución proletaria! Si así te quedas más tranquilo…
No me convenció mucho, pero me callé. Francisco tenía ahora por dentro siempre como una rabia que hasta se le escapaba por los ojos, así que era mejor callar.
Nos quedamos allí y hacíamos salidas a Horta de Sant Joan, a Bot, a Gandesa. Al final, tanto hablar, y golpes grandes no dimos ninguno. Yo pensé que lo que le había dicho a Francisco sobre Salvador hijo, al final le había calado y no se fiaba de él. Un día nos propuso secuestrar a la hermana de un masovero de cerca de Paüls porque, según él, íbamos a sacar más de cien mil pesetas; pero Francisco dijo que lo veía demasiado peligroso y que si quería que lo hiciera él.
El 8 de septiembre cruzamos el río Ebro en una barca abandonada que encontramos. Por la parte de Tortosa comíamos lo que cogíamos de las huertas, sobre todo tomates porque se comen crudos. De vez en cuando íbamos a masías, pero sólo para pedir comida. Francisco, a lo mejor lo hacía por mí o a lo mejor porque le daba vergüenza, siempre les soltaba a los masoveros que éramos del maquis y que «debían organizarse para luchar contra el Régimen», así mismo lo decía.
Cuando ya estábamos cansados decidimos volver a la masía Llobrec y cruzamos otra vez el río por Miravet. Nos paramos en Corbera, que a la ida ya habíamos estado en casa de unos chatarreros que Francisco conocía. Cenamos con ellos y, en medio de la mesa, Antonio el Chatarrero va y le propone a Francisco que demos un golpe en un almacén de uva que había cerca de allí y que el día de pago los trabajadores tenían mucho dinero.
—¿Y tú qué sacas de eso, Antonio? —le preguntó.
—Pues una parte que me dais a mí.
—¡Joder con la gente del pueblo trabajador, pero cómo habéis aprendido a aprovecharos del maquis!
—¡Venga, Francisco, que vosotros del maquis ya no tenéis ni el nombre! A mí qué me vas a contar.
—Dejemos este asunto como está, Antonio, que no vamos a dar ningún golpe para que nos pelen. Más vale que todos sigamos de pobres pero seamos amigos, ¿no?
—Bien está como está, llevas razón —contestó el Chatarrero, pero yo me maliciaba que se había quedado enfadado.
Por eso, cuando fuimos al pajar a dormir, yo no solté el fusil de la mano y, como muchas veces había hecho ya, dormía con un ojo abierto. Francisco no, Francisco se quedó despatarrado y más feliz que unas pascuas. Pues bueno, a eso de las cinco de la mañana una buena patada le pegué en una de las piernas para que se despertara porque había oído ruidos fuera. Enseguida nos llegó la voz:
—¡Somos la Guardia Civil, entregaos!
Más deprisa que el viento, Francisco pega una ráfaga de metralleta desde la puerta y salimos corriendo. Los civiles también disparaban, pero se tuvieron que poner a cubierto. De vez en cuando nos volvíamos y ráfaga él, cuatro tiros yo, los manteníamos a distancia. Al cabo de un rato y gracias al camino por el que yo me metí, ya no nos seguían. Daba igual, no paramos de caminar a buen paso hasta que el sol nos calentó. Francisco se daba a todos los demonios por no haber tenido tiempo de matar al Chatarrero:
—¡Me cago en Dios, Pastora, el hijoputa nos ha vendido! Pero te juro por mi madre que volveré para meterle plomo en el cuerpo, volveré aunque me tenga que hacer matar.
No estaban las cosas como para pensar en venganzas, pero decir esas maldiciones le sentaba bien. Nos íbamos librando por los pelos de los civiles y eso era porque ellos estaban más acojonados que nosotros y no atacaban a fondo que si no… Yo sabía que mientras tuviéramos las armas y nos moviéramos por los sitios que conociera, siempre llevaríamos las de ganar, a no ser que nos traicionaran otra vez y nos pescaran de manera que no se pudiera huir.
Como siempre hacíamos, echamos a andar. Fuimos por Tortosa, por La Sénia, por la Pobla de Benifassà. Era noviembre y hacía frío, pero Francisco estaba muy nervioso y no quería parar en ningún sitio. Decía que con tanta Guardia Civil era peligroso quedarse quietos en un escondite. Yo veía que se nos acababan las provisiones y las fuerzas también.
—Vamos a alguno de los puntos de apoyo, que a lo mejor aún hay cosas que se puedan aprovechar —le decía yo, que no veía nada claro eso de caminar y caminar sin ir a ninguna parte.
—¿Qué quieres, que nos trinquen? A los compañeros que no hayan matado los habrán interrogado hasta dejarlos medio muertos y los civiles ya se conocerán todos los puntos de apoyo de la zona. No, ni hablar.
—Pero es que si seguimos así los que acabaremos el invierno medio muertos seremos tú y yo, Francisco. Vienen los meses duros y hay que parar y descansar, ponerse a cubierto de las heladas. ¿Por qué no nos vamos a una sierra, que yo sé dónde hay una cueva en la que estaremos bien?
Ustedes me perdonarán, pero de esta cueva el nombre no se lo voy a dar y no es porque no me fíe sino por seguridad de todos, porque acabo de salir ahora de allí.
—¿Y qué comeremos, sopa de tomillo todos los días? —me contestaba.
—Antes de meternos en la cueva y de arreglarla bien, damos un par de golpes en el término de Morella y cogemos lo que necesitemos.
Al final estuvo de acuerdo, me imagino que lo que dije sobre dar un par de golpes le gustó. Cuando estaba nervioso aún tenía más ganas de que nos metiéramos en faena. El primer golpe lo dimos en la masía Estret de Portes, de la Pobleta d’Alcolea. Sólo había dentro dos mujeres, así que fue fácil. Lo que sacamos no nos pareció ninguna suerte, pero tampoco estaba mal: tres kilos de fideos, diez panes y nueve kilos de tocino en cuanto a la comida. Luego registramos la casa y nos llevamos cinco camisas, un pantalón de pana, una chaqueta y un jersey de lana, una cadena de reloj, una alianza de plata y una manta casi nueva. Cuando ya nos marchábamos Francisco se acordó de que no había mirado en un dormitorio que no era el de matrimonio y se fue. Volvió con once mil pesetas que había en la mesilla de noche. «¡Eres el más grande!», le dije. Entonces me fijé en que las dos mujeres nos estaban mirando y me arrepentí de haberme alegrado en sus narices. Al fin y al cabo eran mujeres, y no muy jóvenes ya, y cuando nos fuimos las oí que se echaban a llorar.
Nos metimos en la cueva y empezamos a mejorarla para que se estuviera bien. Allí, encontrarnos no nos iban a encontrar, como ustedes han podido darse cuenta. Aunque, desde luego, lo que es guardias habían mandado unos cuantos a buscarnos. Vimos dos patrullas por la carretera. Nosotros caminábamos por un camino y no nos veían, pero nosotros sí lo veíamos todo.
Francisco estaba ahora más contento pero no lo estaba del todo. Decía que con la comida que teníamos no pasábamos el invierno ni de broma y que, aunque hubiera dinero, ir a comprar era mucho riesgo. Así que me hizo contarle dónde había algún mas que pudiéramos ir a hacerle una visita, así lo dijo él. Se me ocurrió el mas Candeales. Llegamos el 27 de noviembre a las ocho de la noche. Estaba el matrimonio solo, que eran mayores. Dinero enseguida nos dijeron que no tenían y parecía la pura verdad porque la masía se veía pobre y con muchas reparaciones que hacer. Bueno, pues nos llevaríamos comida, y de eso no salimos mal parados porque pudimos acarrear en un fardo catorce panes, dos kilos de tocino y uno de cecina, harina y… tres litros de coñac para darnos una alegría de vez en cuando. Ya nos marchábamos tan felices y en eso que oigo que alguien se mueve por el patio. Le doy el alto y era un joven que debía de ser el hijo y se puso a chillar como una gallina con unos gritos que no se aguantaban. Francisco se echó el hatillo al hombro y riendo me dijo: «¡Prepárate a correr!». Yo también me cargué la comida a la espalda y corrimos como dos cabras subiendo por el monte. Cuando ya estábamos lejos nos reíamos tanto que no podíamos ni andar.
Nos quedamos todo el mes de diciembre en la cueva, muy tranquilos y calentitos porque allí se podía hacer fuego sin temer. Yo estaba contento, porque, al final, toda mi vida la he pasado en el monte y, aunque no tenga ovejas que cuidar, no me aburro ni me molesta estar solo. Francisco lo llevaba peor. A veces daba vueltas por alrededor de la cueva como si estuviera dentro de una jaula. Otras, se pasaba horas y horas quieto como un muerto. Un día lo vi tirar piedras contra una roca como si quisiera hacerle daño. Yo no, yo caminaba, buscaba leña, cuando hacía sol me sentaba a tomarlo tranquilamente y preparaba todas las cosas que necesitábamos: prendía el fuego, hervía el tocino, cogía hierbas para darle gusto a la sopa, sacaba las mantas a orear, lavaba la ropa, calentaba agua para lavarnos y afeitarnos. ¡Me faltaba tiempo de luz de día para poder hacerlo todo! Por las noches dormía como un lirón. ¡Y encima lo tenía a él para poder hablar algunos ratos, o tomar una copita de coñac, o jugar a las cartas con una baraja vieja que teníamos! Yo estaba bien, mejor de lo que había estado muchas veces.
Pero llegó el mes de enero de 1952 y la comida se nos estaba acabando. Francisco parecía hasta que se alegraba. Decía que necesitaba «un poco de actividad», y yo ya sabía lo que eso quería decir. El día 9 bajamos a Castell de Cabres, a una masía que se llamaba Gabino y que yo la conocía y a Francisco le pareció bien, porque de aquellos pueblos y montañas no tenía tanta idea como yo.
Lo hicimos como siempre. A las siete de la tarde entramos en la casa con las armas. Yo me quedé vigilando la puerta, aunque todo estaba muy en paz. Dentro estaban los masoveros, que yo no me acordaba de quiénes eran, pero debía de tenerlos vistos de cuando campaba por allí. Al cabo de un rato empiezo a oír unos gritos que daba Francisco que ponían los pelos de punta. Entré, y me encuentro al masovero enfrente de él y Francisco me dice:
—Este cabrón no quiere colaborar. Vigílalo a él también, que le voy a arreglar la casa.
El masovero no me reconoció, pero yo enseguida me acordé de él. Se llamaba Juan. Había venido a comprarme leña más de una vez cuando yo era Teresa. Era un hijo de puta. Le dejaba la leña en el corral y siempre me miraba con una risita en la boca, como burlándose de mí. Siempre lo hacía, siempre, ni una vez se le pasó mirarme como diciendo que yo era menos que una mierda.
Me quedé apuntándole con el fusil y sin decirle ni una palabra, pero lo miraba todo el rato a la cara. Se puso nervioso:
—Dile a tu amigo que deje mis cosas, que en la casa no hay nada.
No le contesté. Mientras tanto oía cómo Francisco tiraba platos al suelo y corría muebles de sitio. Debía de estar haciendo un buen destrozo.
Al cabo de un rato apareció arrastrando un fardo donde se veía comida y en la mano llevaba una escopeta.
—Así que no había nada, ¿eh, cabronazo? —Se volvió para donde yo estaba y me dijo—: Date una vuelta por fuera a ver si todo sigue sin novedad.
Todo estaba tranquilo y volví a entrar. Entonces veo que la masovera estaba haciendo un tortillón así de grande con huevos frescos y Francisco, riendo, dice:
—Los huevos nos los vamos a llevar hechos, que hoy no nos apetece trabajar.
Nos puso la tortilla en una fiambrera de lata de esas de llevar la comida al campo y Francisco me hizo una seña con la cabeza como que ya nos podíamos marchar. Entonces yo le dije:
—Aún no, falta una cosa.
Tenía echado el ojo a unas trancas muy buenas que había en la chimenea para avivar el fuego, que debían de ser de olivo por la forma que tenían. Cogí una, la más grande, y me fui para el tío. Le puse mi cara justo delante de los ojos para ver si me reconocía por fin, pero no. Mi nombre no podía decírselo porque avisarían a la Guardia Civil y era peligroso. Entonces le dije:
—Ríete un poco, pero no con toda la boca entera.
Se creía que me había vuelto loco. La mujer se puso a llorar y yo la hice callar enseguida.
—Ríete un poco como si te estuvieras riendo por dentro o te pego un tiro.
Puso unas carotas que me daban risa a mí, pero era tan bravucón que al final sí se quedó como riéndose por dentro de verdad y entonces me acordé de toda la chulería y de cómo se burlaba siempre de mí sin decir nada. Me puse detrás de él y le pegué un golpe en la espalda con la tranca, un golpe fuerte de hombro a hombro que le hizo caerse de morros al suelo. Cuando ya estaba tirado con la cara en tierra me agaché y le pegué otro golpe a lo largo en la espalda también, como si le hubiese hecho la cruz. Francisco estaba en la puerta, mirando sin abrir la boca y entonces dijo:
—¿Vamos?
Cogí mi fardo y lo seguí. No hablábamos, estábamos atentos a los ladridos de los perros que nos llegaban junto con los lloros de la masovera. Seguimos oyéndolos por más de media hora. Le dije a Francisco:
—Vamos a buen paso a ver si nos plantamos esta misma noche en la cueva, es lo más seguro.
Él me dijo que sí con la cabeza y, al cabo de un rato, me preguntó:
—¿Qué te ha dado para arrearle con tanta saña al tío ese?
—Cosas que me he acordado de cuando era joven.
No dijo nada más. Seguro que tenía curiosidad, pero se la tragó. Desde que yo había entrado en el maquis siempre fue siempre igual: preguntas sobre mi vida, ni una. Yo creo que por eso les tomé a todos tanta ley y me sentía a gusto. Para ellos, yo nunca había sido una mujer. Nadie me gastó bromas, nadie me amargó la vida con tonterías ni quiso hacerse el gracioso a mi costa. Me habían tratado siempre con tan poco respeto en la vida, que no me acostumbraba a la buena educación que tenían después conmigo los compañeros.
Llegamos a la cueva que no había amanecido aún, con los pies reventados. Yo estaba mejor, pero Francisco no tenía tanta costumbre de andar por el monte cuando era de noche y le había dado alguna que otra retorcida al tobillo. Se echó en su jergón y no lo oí más. Se había dormido hasta con las alpargatas puestas. Yo no. Me desnudé y me puse una camisa larga de felpa que daba muy buen calor. Pero la sorpresa fue que no me podía dormir. Tenía la cabeza viva y clara y me venían muchos pensamientos. Acordarme de quién era Juan el de la masía Gabino, que me había olvidado de él no sé por qué, me había puesto otra vez en medio de las cosas de antes. No me arrepentía de haberle pegado con el palo, no. Al contrario, me puse a pensar en por qué me había dado tanta rabia verlo. Sabía que me pagaba una miseria por la leña, que siempre se quería aprovechar, pero eso me habría dado igual. Lo que me dio un coraje que no pude aguantar fue acordarme de la sonrisita de chulo que ponía mientras me compraba la leña. Era una sonrisita que no podías acusarlo de hacerte nada malo, pero que quería decir lo peor que se puede decir de una persona. Algo como: una oveja es más que tú y una gallina y hasta los gusanos valen más. Se burlaba. Di vueltas y vueltas en el jergón. Empecé a pensar que había otros que me habían hecho burlas aún peores y que a lo mejor era el momento de vengarme de ellos. Empecé a pensar que a lo mejor hubiera tenido que matar al tío aquel. Francisco seguro que lo hubiera matado. Al final, cuando el sol ya casi calentaba, me dormí. Bien está como está, pensé, para otra vez ya lo sé, pero ahora tampoco es cuestión de hacerme mala sangre.
Pasamos todo el invierno y toda la primavera en la cueva. Comida íbamos teniendo, que yo la administraba bien y Francisco se acostumbró a estar allí bastante tranquilo. Dormía mucho y pensaba poco y ésa es una buena manera de resistir. No salimos hasta el verano, que la fecha era el 7 de julio del 52 en el calendario de Francisco. Le di una sorpresa cuando le dije:
—¿Qué te parece si damos un golpe, que los víveres empiezan a flaquear?
—Ya casi no me acuerdo de cómo se hace, de estar aquí escondido tanto tiempo me he vuelto como un animal salvaje.
—Yo te lo doy todo hecho. Vamos a ir a mi pueblo, y como tú dices «a visitar» a mi primo.
—¿A tu primo de verdad? ¡Joder, Pastora, ahora sí que no te entiendo!
—Ya me entenderás.
Habían pasado muchos meses pero a mí aún me bailaba en la cabeza la misma idea: se me había olvidado todo y no me había vengado de quien debía. Pero ahora ya no dábamos golpes en nombre del maquis sino de nosotros mismos, y era el momento de saldar cuentas. O ahora o nunca, y de paso aprovechábamos para llenar el almacén.
—¿Qué te hizo tu primo?
—Reírse de mí.
—Pero de eso ya hace mucho, ¿no?
—Ya sabes lo que dicen: «Ríe mejor el que ríe el último» y, de momento, el último aún es él.
Se reía, mirándome despacio, y movía la cabeza arriba y abajo:
—¡Pero qué jodido eres, Pastora! Parece que vayas a la tuya y que no te enteres, pero vaya si te enteras, vaya que sí.
—La cabeza es redonda y caben muchas cosas que no se pierden por las esquinas. A veces parece que se hubieran perdido, pero no, siguen ahí.
—Te advierto que necesitamos víveres y algo de dinero por si más adelante hay que comprar; no vaya a irse toda la fuerza en venganzas.
—Por eso no te preocupes que la masía de José es de las buenas.
—¿José se llama tu primo?
—José.
—Pues ojalá José tenga llenas las arcas, porque, si no, una buena sí le va a caer.
—Las tenga llenas o vacías una buena le caerá.
Hacía calor y el día duraba mucho, pero daba lo mismo, no queríamos llegar de noche, con llegar a las ocho ya era bastante. Si lo hubiéramos preparado no sale tan bien, porque estaban todos en la casa menos la nuera, que era la única que se podía salvar, que siempre se había comportado bien conmigo, ella estaba pastoreando las ovejas y no había llegado aún.
Entramos apuntando con las armas, bien directos. Francisco les dice que somos del maquis y que venimos a cobrar una multa en nombre de la revolución… Yo lo interrumpo, me planto delante de José y le digo:
—¿Me conoces o qué?
No me conoció de momento; luego se quedó como alelado, mirándome cada trozo de cara como si nunca hubiera visto nada igual. Al final me dice con la boca caída:
—Teresa, ¿eres tú? ¡Me lo habían dicho, me habían dicho que te habías echado al monte vestida de hombre!, pero ¿quién iba a saber si era verdad?
—No hables más que me mareo, luego ya hablaremos tú y yo.
Llamé a Francisco, sin decir nunca su nombre delante de ellos, claro, y le dije que trajera cuerdas para atar a la mujer de mi primo y a su hijo, que se llamaba Conrado. Él lo hizo. Los atamos a los barrotes de la cama principal. Casi no se podían mover. A José no, a José lo queríamos allí mismo, con nosotros, para que viera lo que nos íbamos a llevar y para que nos ayudara a saber qué era mejor para echarnos al saco. Nos ayudaba por obligación, no por gusto. Nos dijo dónde había jamones, ropa, aceite, vino del bueno y coñac. Íbamos preparados para llevárnoslo todo, todo. También arramblamos con harina y con sal y con fideos, que las alegrías no han de hacer que se olvide lo principal.
Luego llegó la parte del dinero, que era la más difícil siempre. Francisco le preguntó a mi primo dónde tenía las pesetas. Y él se puso a decir que ni hablar, que ya nos llevábamos todo y que dinero no íbamos a encontrar en su casa porque corrían malos tiempos. Aparté a mi amigo y me puse delante de José. Lo hice sentarse y me senté yo. Se le veía de mal talante. Me suelta:
—Oye, Tereseta, o como coño te llames ahora: me habéis limpiado la casa de arriba abajo que no sé qué vamos a comer en los meses que vienen, me habéis dado un susto de morirse. Me habéis atado al hijo y a la mujer como si fueran perros, ¿es que no somos familia tú y yo?, ¿por qué no te conformas ya con lo que tienes?
No le contesté enseguida. El tiempo es largo e igual nos hemos de morir. Pasó un rato y lo miré recto al centro de los ojos. Entonces sí que estaba un poco nervioso. Le hablé despacio:
—¿A ti te hago gracia, José?
—No sé qué me dices.
—Te digo que ahora que me llamo Florencio a lo mejor te hago gracia y tienes ganas de reírte de mí.
—Oye, Teresa, o Florencio, o quien tú quieras, yo no me meto contigo y ahora que os lleváis tantas cosas te prometo que no voy a dar parte a los civiles. Te lo juro, así que tengamos la fiesta en paz.
—A mí lo que me jures o me dejes de jurar no me importa nada. Lo que quiero saber es si te hago gracia o no.
Ahora sí que estaba nervioso, le temblaban las manos y la cara se le había puesto blanca porque veía que la cosa no se había acabado.
—No, no me haces gracia.
—Pues cuando era Tereseta bien que te hacía. ¿O era Teresot como me llamabas? ¿Qué tienes entre las piernas, Teresot? Me acuerdo de eso, fíjate tú.
Francisco se reía como un loco, pero mi primo, mi primo, señores, se había puesto a temblar de verdad que la boca se le desencajaba y los ojos se le salían para afuera. Le puse el fusil en el cuello y le apretaba con él. Entonces ya no pudo más y soltó:
—En el lavadero, primo, en el lavadero debajo de una teja roja que hay, encontrarás veinticinco mil pesetas, te lo juro por Dios, por quien tú quieras te lo juro.
Francisco salló escapado para afuera. Yo no me moví. Al primo José le caían lagrimones como puños por la cara, pero a mí eso no me daba ni frío ni calor. Al cabo volvió Francisco más contento que unas pascuas:
—¡Que es verdad, compañero, que es verdad! Aquí tu primo nos va a hacer un obsequio para que nos vayamos apañando con nuestros gastos.
Le daba golpes contra su rodilla al fajo de las veinticinco mil pesetas. Pero yo tampoco me moví entonces. Le había cogido el gusto a clavarle el fusil a mi primo en la garganta. Se puso desesperado cuando me oyó decir:
—¿Por qué te hacía tanta gracia cuando era una chica? ¡Anda, primo, dímelo!
Gritaba como uno a quien le hubieran cogido los espíritus:
—¡Déjame, déjame! ¡No tengo nada más, nada! ¿Qué más quieres de mí, qué?
Aquella vez llevaba mi propio palo preparado. Empecé a darle con él, a darle, a darle: en las piernas, en los riñones, en los brazos, en la barriga. Se cayó al suelo y yo seguía dándole: en los pies, en las manos, en el culo… Vino Francisco y me paró:
—Oye, compañero, o le pegas un tiro o nos largamos, que llevamos mucho tiempo aquí y la nuera no ha aparecido, no vayamos a cagarla al final.
Pegarle un tiro no quería. Me gustaba más que se acordara siempre de lo que había pasado para que le sirviera de lección. Bueno, eso es mentira y a ustedes no quiero mentirles: que le sirviera de lección me daba igual, lo que de verdad quería era que comprendiera que si te burlas de alguien que no puede hacer nada para remediarlo, llega un día en que esa persona te puede hacer daño: todo el mundo te puede hacer daño, hasta un pobre pastor que no sabe si es hombre o mujer.