Después de pasar dos días en Xert, Infante acabó por pensar que todos los pueblos de la zona eran idénticos entre sí y, por regla general, poco estimulantes. Por el contrario, Nourissier encontraba en ellos cada vez más detalles singulares. Consciente de que se había enamorado de aquella tierra, sentía por ella atracción y cierto miedo reverencial. Se daba cuenta de que se encontraba en un lugar misterioso, y de que su exploración era un mero acercamiento que dejaba intactas raíces en las que no era capaz de penetrar.
La pensión les pareció a ambos acogedora. Situada en los aledaños del pueblo, tenía un gran jardín que la rodeaba en el que picaban gallinas y un perro perezoso los saludaba moviendo un poco la cola al entrar y al salir.
Los días anteriores, llenos de tensión y acontecimientos imprevistos, habían dejado en ellos, quizá como reacción, una marcada lasitud. Vegetaron en calma, y ni el francés se preocupó de preguntar a su compañero qué planes tenía, ni éste se puso a pensar qué pasos eran los próximos que debían dar. Se hubiera dicho que ambos habían adoptado la actitud de quien espera que Dios ponga en su camino las soluciones, igual que pone en el campo alimento para las avecillas. Sin embargo, mientras los pájaros no parecían pasar hambre, Dios no se ocupaba en absoluto de que se cumplieran los objetivos de su expedición. Una rutina agradable se había instalado en sus vidas al final de la primera semana: paseaban después del desayuno, comían un guiso local en la propia pensión y después cada uno se retiraba a su cuarto. Nourissier trabajaba mientras Infante leía, bebía e intentaba encontrar alguna vía que lo introdujera entre los lugareños con el propósito de lograr alguna información. Ese objetivo no parecía nada fácil, el bar estaba siempre poblado de los mismos viejos que no daban señales de estar vivos ni muertos, y la patrona tenía varios hijos y muchos nietos, lo cual la convertía en alguien con poco tiempo para desperdiciar en confidencias o noticias.
El primer domingo que pasaron allí, séptimo día de su estancia, Dios se ocupó por fin de su caso. Llovía desde la madrugada con tal intensidad que la tierra se convirtió en un magma fangoso y los regueros de agua corrían por las calles haciendo casi imposible transitarlas. A las diez de la noche, cuando se disponían a cenar, apareció otro huésped, el primero que veían en la pensión, ocupada hasta el momento sólo por ellos. Era un muchacho joven, veinticinco años a lo sumo, de maneras agradables y aspecto angelical. Venía mojado, cargado con un enorme petate, y tuvo al encontrarse con ellos una reacción que no era usual entre la gente de campo: sonrió. La patrona apareció armando ruido y lo conminó a sentarse en la misma mesa en la que ellos estaban.
—Si a ustedes les parece bien, claro —añadió quizá un poco tarde.
El muchacho se secó como pudo y, en cuanto los platos estuvieron servidos, se lanzó sobre el suyo sin soltar una sola palabra. Habló un poco más tarde, frente a las sardinas asadas que había como segundo.
—Perdonen que no haya dicho nada, pero tenía tanta hambre que creí que iba a desmayarme. Me llamo Joaquín Cuevas y soy el maestro del pueblo. Éste es mi primer año de ejercicio.
Infante hizo las presentaciones correspondientes y se sorprendió viendo el alborozo del maestro al enterarse de que su compañero era francés.
—Comment allez vous, monsieur Nourissier? Enchanté de faire votre connaissance.
Su pronunciación era tan deficiente y tantos sus titubeos para escoger las palabras, que Nourissier se apresuró a aclarar que hablaba perfectamente español.
—¡Me encanta el francés, aunque no lo domino! En España los estudios siempre dejan de lado las lenguas extranjeras, parece que lo único importante fueras las matemáticas o las ciencias naturales. Pero díganme: ¿qué están haciendo en Xert?
Verse interpelados de modo tan directo y agradable hizo que no se sintieran en absoluto cohibidos. Como siempre que entablaban conversación con una persona desconocida, fue Infante quien llevó las riendas.
—Mi amigo es psiquiatra y está escribiendo un libro. Yo le sirvo de guía local.
—¿Qué tipo de libro?
—Algo relacionado con la psicología de la gente del campo —respondió Nourissier, tan violento como siempre que se veía obligado a mentir.
—¡Qué interesante, y yo que hasta hace un momento creía que había tenido muy mala suerte!
Infante levantó las cejas a modo de interrogante. El otro se apresuró a puntualizar:
—Bueno, desde que llegué a Xert ocupo una habitación alquilada en casa de una familia del pueblo. Es justo la buhardilla, y hoy con las lluvias se ha abierto un agujero en el techo y he tenido que mudarme temporalmente aquí.
—Es un inconveniente.
—Eso pensaba, pero estando ustedes en la pensión la cosa cambia. Si no les importa me sentaré a su mesa alguna vez más. A lo mejor puedo ayudar al doctor con su libro. Mis alumnos vienen de todos los alrededores y son una constante fuente de información.
—Me parece una idea excelente —dijo Infante.
—¿Cuántos alumnos hay en su clase? —preguntó Nourissier.
—Veinticinco.
—¿De qué edad?
—Todas las edades están mezcladas, aquí no hay más maestro que yo. Piense que la mía es una escuela rural, doctor, pero me las apaño. Lo importante es que los chicos puedan tener instrucción.
Siguió charlando con entusiasmo sobre sus circunstancias personales: que era de León, que pasaría otro año allí antes de que lo trasladaran a su pueblo, que tenía cinco hermanos y una novia con la que a la vuelta pensaba casarse… Al final de la cena, Nourissier, un poco exhausto por tanta cháchara, se levantó, anunciando su intención de irse a la cama. Los otros lo siguieron, dando por terminada la tertulia. Cuando estaban frente a sus habitaciones, Infante invitó al psiquiatra a tomar una copa en la suya.
—¡Sí, encantado!, pero asegúrate de que ese chico no nos ha seguido hasta aquí para apuntarse a nuestra conversación.
—Es un poco pesado, pero creo que va a venirnos muy bien. El ofrecimiento que hizo sobre sus alumnos como fuente de información es algo que quizá debamos aceptar.
—¿Te fías de él?
—¿Tú no?
—Podría ser un espía franquista.
—Podría, pero dudo que los sistemas de inteligencia hayan llegado a tal perfección.
—Esperemos que así sea.
—En cualquier caso, falta sólo un mes para que regreses a París. Si no queremos conformarnos con los resultados que hemos obtenido hasta ahora, hay que arriesgar un poco más.
—Si a ti no te importa…
—¿Tienes miedo?
—A veces pienso que mi único temor es justamente regresar a París.
—Todos tememos volver a nuestra realidad cuando la hemos perdido de vista durante un tiempo. La rutina nos sostiene día a día, pero nos repele cuando la contemplamos desde fuera.
—Me temo que es algo más que eso. Lo que he oído y visto en España me ha marcado de alguna manera.
—No lo creas. Cuando lleves un tiempo en tu casa todo esto te sonará como algo lejano. Al pasar un año, tendrás la impresión de haberlo soñado; y después de cinco, conservarás un recuerdo impreciso, como si nada de lo ocurrido te hubiera sucedido a ti realmente.
—Es posible, pero de momento me he acostumbrado a vivir al día. Nuestro futuro se reduce a la jornada siguiente. No sabemos a ciencia cierta dónde dormiremos mañana, con quién nos encontraremos, qué estaremos haciendo. Nunca había estado en unas circunstancias semejantes, y debo reconocer que me gusta.
—Pues enunciado del modo en que lo has hecho suena terrible.
—¿Terrible? ¡Es maravilloso! Toda mi vida ha sido un esfuerzo por acoplarme a lo que se esperaba de mí. Siempre he hecho lo más racional, lo más conveniente. Ahora nos movemos por una especie de instinto animal que me mantiene vivo, alerta, casi feliz.
—Quédate en España.
—Lo he pensado.
—¿Puedo preguntarte si tienes algún problema con tu mujer?
—Mi mujer está harta de todo este asunto. En sus cartas siempre me pide que vuelva, que abandone de una vez esta investigación. Ahora más que nunca está convencida de que toda esta locura, como ella dice, obedece a mi deseo de aventuras mucho más que a mis ansias científicas.
—Ten cuidado, Lucien, el matrimonio es un artefacto muy delicado que debe manejarse siempre con mimo y dedicación.
—Es curioso que un soltero recalcitrante piense eso.
—Justamente porque lo pienso soy un soltero recalcitrante.
Nourissier soltó una carcajada seca y agitó la cabeza como no dando crédito.
—¿Quién me mandaría a mí correr por el mundo con un maldito cínico? Dame otra copa, anda.
—Si te emborrachas será bajo tu responsabilidad.
—Esta noche me siento como un irresponsable, Carlos.
—Entonces has llegado al estado ideal. Bebamos.
Infante encendió un cigarrillo y le sirvió otro whisky a su amigo. Siguieron bebiendo y divagando hasta la madrugada. Así, el español pudo comprobar cómo a aquellas alturas el francés era capaz de aguantar el alcohol tan bien como él.