Desde el escondrijo de unas lomas los veíamos pasar: guardias civiles. Cuántos había no era posible decirlo, pero eran muchos. Iban de un pueblo a otro, se paraban en las masías y preguntaban… Yo sabía que vendrían a por nosotros con saña, pero no me imaginé que la cosa sería tan gorda. Francisco no decía nada, hasta parecía que le gustara que hubiéramos organizado tanto jaleo. Hacíamos como si no nos diéramos cuenta. Llevábamos comida suficiente y lo importante era ir alejándonos de allí, poco a poco, sin prisas y con cuidado. Caminábamos por la noche, que yo bien que me conocía las sendas y los atajos. De día nos escondíamos, comíamos, descansábamos. No hablábamos mucho, nunca hablábamos mucho con Francisco, pero yo le notaba que de la cabeza no se le iba la familia, los críos, su madre. A pesar de todo, como estábamos tan pendientes de lo que hacíamos por miedo a los guardias, no se acordaba tanto de los suyos y a primera vista parecía más tranquilo. Yo, viendo tantas partidas de civiles buscándonos, no las tenía todas conmigo, la verdad, pero tampoco decía ni pío porque de nada iba a servir hablar. A lo hecho, pecho, y en paz; claro que para lo que habíamos hecho esta vez hacía falta pechar mucho. La procesión me iba por dentro, sabía que si nos alcanzaban, esta vez sería a vida o muerte: o nosotros o ellos.
No pasó mucho tiempo hasta que se vio que llevaba razón. Una noche, en la Sierra de Monegrell, cerca de Torre de Arcas, nos habíamos parado a descansar. Justo íbamos a deshacer los petates para armar el campamento, cuando oímos voces en la espesura. Nos miramos y Francisco me hizo una seña para que cogiera el arma. Ni siquiera hacía falta, porque yo ya tenía amartillado el fusil y me había tirado al suelo detrás de una roca. Él hizo lo mismo con su metralleta. Se veían las sombras de varios hombres, pero no los distinguíamos bien porque no había ni un rayo de luna. Lo malo era que habíamos empezado a encender un fuego y del todo no lo pudimos apagar. Vieron los rescoldos y venían recto en nuestra dirección. Cuando estuvieron más cerca, Francisco empezó a disparar y yo le seguí. No podíamos esperar a que se nos echaran encima porque no sabíamos ni cuántos eran. No los cogimos por sorpresa, ellos también nos disparaban a todo meter. El monte se hizo de repente un polvorín y, aunque estábamos en campo abierto, el olor de la pólvora lo llenaba todo. De pronto, oí un quejido corto y bajo, como el de un animal cuando está herido.
—¿Te han dado?
Francisco me dijo que sí, pero no paraba de arrearle a la metralleta. Pensé muy rápido por dónde podíamos salir y enseguida se me ocurrió un sitio por el que no iban a seguirnos.
—¡Larguémonos de aquí! —le grité.
—¡No quiero dejar mis cosas!
—¡Olvídate de las cosas, ya nos agenciaremos otras! ¿Puedes andar?
—Me han herido en un hombro.
—Entonces tira para la izquierda, pasa delante de mí, yo te cubriré.
Cogí mi mochila y me puse a su espalda. Me dejó más tranquilo ver que corría como siempre. Yo iba tras él y de vez en cuando me volvía y soltaba unos disparos y no debían ir muy errados de dirección porque los tíos no nos seguían. Cuando ya me di cuenta de que era mejor no tirar para que no supieran por dónde nos escapábamos, apretamos el paso. No paramos de caminar hasta que casi había amanecido. Nos habíamos librado por esta vez.
Con un poco de luz ya fuimos capaces de ver bien la herida del hombro. No era grave porque no tenía la bala dentro, pero se tenía que curar. Yo llevaba alcohol, pero las medicinas se habían quedado en la mochila de Francisco. Cada vez que le echaba un chorro de alcohol en la carne abierta el pobre veía las estrellas. Pero no se quejaba, eso no. Cuando se hizo otra vez de noche encendí un fuego y allí nos arrimamos. Entonces Francisco se puso a hablar:
—Pastora, ya ves cómo están las cosas, vamos a ir apurados porque la herida no se me va a curar por las buenas. No llevamos vendas ni ninguna medicina. Yo creo que tendríamos que irnos para Castellot, que allí alguien de la familia me cuidará.
—¡Pero, hombre, Francisco! ¿Otra vez estás con eso? Si vamos les buscarás el mal a ellos y a nosotros.
—No seas burro, Pastora, a mi misma casa no digo que vayamos, pero por cerca de la finca de Val de la Bona hay casetas vacías donde podemos meternos. Luego vas tú a avisar a mi familia. Por allí los civiles no vendrán a buscarnos, que pensarán que estamos en la otra punta. Pero si tienes miedo…
—¡Y dale con el miedo! Miedo no tengo, ¡a mí qué más me da! Si eso quieres, eso hacemos.
Y eso hicimos. Por cerca de Val de la Bona nos metimos en un corral que tenía techado, más arriba de la finca de Francisco. Nadie nos vio y de civiles no había ni rastro. Allí dormimos o mejor dicho durmió él, que yo me pasé la noche dando cabezadas y con el fusil bien amarrado con las dos manos. De madrugada lo dejé solo y bajé hasta su finca con los ojos muy abiertos y corriendo de matorral en matorral, por si acaso. En la casa sólo estaba su madre, que cuando me vio por poco se muere allí mismo del susto. Yo le expliqué. Me dijo que guardias no había visto desde hacía tiempo. Eso me hizo quedarme más tranquilo. Cogimos comida, alcohol y vendas y todo lo que ella tenía en un botiquín y fuimos para arriba otra vez.
Al llegar dejé que entrara sola en el corral para no estar yo delante cuando se encontraran, para que no tuvieran vergüenza de abrazarse y todo lo demás. Me puse de guardia en la puerta. Los oía llorar y llorar, a los dos. Era lo normal con todo lo que había pasado y tanto tiempo como no se habían visto. La buena mujer no sabía ni que su hijo seguía vivo. Entonces pensé que desde que yo era hombre no había vuelto a llorar, con tanto que había llorado cuando era mujer. Había pasado un milagro o a lo mejor es que no me daba la gana de llorar.
Estuvimos allí unos días hasta que la herida de Francisco se cerró. Luego nos fuimos porque más tiempo no podíamos quedarnos. Si su madre iba al pueblo a buscar más medicinas o más comida podían sospechar. A la hora de marchar, la pobre mujer volvió a soltar lágrimas hasta que se le quedaron los ojos secos, pero Francisco ya no. Creo que se hacía fuerte para que su madre no sufriera aún más. Le dijo:
—No se preocupe, madre, que ya verá como pronto estamos juntos otra vez.
Pero por la manera que se miraban, el uno sabía que no era verdad y la otra también.
Nos pusimos en camino.
—Tiraremos para Beseit, ¿qué te parece, Pastora?
—Bien, esa parte me la conozco.
—¿Y qué parte hay que no te conozcas si eres como una cabra de estos montes?
Se reía a carcajadas fuertes, y yo creo que se reía por no llorar. Luego volvió a ser como era siempre y renegaba al acordarse de todas las cosas que habíamos tenido que dejar atrás por culpa del tiroteo con la Guardia Civil. No se olvidaba de lo que llevaba en el zurrón. Iba repitiéndolo como los curas cuando rezan los rosarios: unos anteojos, munición, medicinas, un par de alpargatas, jabón, medio cabrito abierto en canal, una piel de cordero, una talego de sal, un litro de aceite, unos calcetines nuevos, cuchillas de afeitar, un kilo de judías, una maleta vacía, un paquete de propaganda, un kilo de chocolate y una lata con dos kilos de chorizo.
—¿Todo eso llevabas?
—¡Y lo que me dejo porque no me acuerdo!
—¿Y a tu abuela dentro del ataúd no la llevabas al hombro, Francisco?
Se rió muy a gusto, que era lo que yo quería, verlo reír de una vez.
—¡Pero qué bruto eres, Pastora! La madre que te parió se quedó descansada. ¡Anda, tira para adelante! Vamos a ver si nos recuperamos dando algún golpe económico por ahí.
Lo intentamos una vez, en las Parras de Castellot, en una masía que la llamaban La Terraza. Francisco los conocía y decía que eran unos chivatos, pero no tenían dinero y ni Francisco ni yo andábamos con ganas de matar, así que les llamamos de todos los nombres y pudimos coger una manta, un puchero de aluminio, seis kilos de harina, uno de tocino y un pan, y con eso quedamos conformes. Luego miramos a ver si había más suerte en otra masía que estaba cerca del pantano de Santolea. Me acerco yo y me encuentro con un hombre que estaba dando de beber a las caballerías en la fuente, pero antes de que pudiera decirle ni dos palabras, resulta que su mujer que venía con una criatura pequeña me vio desde lejos y se largó chillando como si se le hubiera presentado el demonio con cuernos. Fíjense ustedes si estaba asustada que se dejó a la niña sola. A Francisco, que estaba allí subido a un ribazo controlándolo todo desde arriba, le dio por reír y no paraba. Me pegó un silbido para que los dejara en paz y nos fuimos sin nada, claro está. Luego se me burlaba:
—Ya ves, Pastora, la gente te tiene miedo porque eres más malo que un dolor y más feo que un perro.
Reíamos, reíamos, pero como los golpes no salían bien se nos iban vaciando las bolsas. Pasamos por Zorita y por Castell de Cabres sin sacar nada. Menos mal que pudimos dar un golpe en La Caseta deis Bous, que ya nos conocían, y nos llevamos esta vez doce mil pesetas, un jamón, pan y un queso. Algo es algo. Salimos hincando por Pena-roja de Tastavins que yo le dije a Francisco que era el camino más seguro.
Por fin llegamos a los puertos de Beseit y sólo llegar nos cayó una nevada de las que lo tapan todo. Francisco se quedó mirando los árboles y dijo:
—Mira qué bonito, parece la ilustración de un libro. Sólo faltan diez días para Navidad, Pastora.