Le pareció más atractiva aquella mañana. Se había arreglado a conciencia, como si fuera a ocupar un puesto de honor en el espectáculo de su venganza. Llevaba un vestido de punto azul que se le ceñía al moverse, los ojos pintados con una línea de khôl. Infante sintió de pronto una gran curiosidad por ella, una mujer sibilina y conspiradora como una emperatriz romana. ¿Qué hacía allí, en aquella pequeña ciudad de provincias, resignada a su triste suerte? ¿Tan profunda había sido su pasión por aquel marido? Grandes pasiones en lugares pequeños, grandes tragedias en minúsculos escenarios. El ser humano guarda en su interior inmensidades que transporta consigo, es incapaz de minimizarlas y hacerlas desaparecer a su conveniencia. Las arrastra toda la vida con su mastodóntico volumen y se deja la piel en ello. María José a lo mejor conseguía aligerar su humillación gracias a un juego inocuo; pero el resentimiento moraría siempre en ella y le impediría huir hacia algún tipo de libertad. Apretó los puños, él conocía muy bien ese proceso paralizante.

Eran las once de la mañana y Nourissier acababa de marcharse a cumplir su rocambolesca promesa. Infante no se había atrevido a bromear con él siquiera un poco porque su humor de aquella mañana bordeaba la cólera. Era ciertamente un papel un tanto desairado el que le tocaba representar, tanto más cuanto era un hombre de origen patricio y costumbres moderadas. Sin embargo, Infante se negaba a compadecerlo: quien se compromete en empresas inciertas sabe que pueden aguardarle situaciones poco habituales. En el fondo, al periodista le divertía aquella complicación; pensaba que le vendría bien al estirado doctor; un gramo de locura siempre ayuda a respirar. Cuando lo vio tomando la carta de manos de María José con el gesto de quien está dispuesto a sacrificarse por la patria, tuvo que hacer esfuerzos por no reír. Al quedarse solos, la mujer le dijo:

—No se preocupe por su amigo, no hay nada que temer. Mi marido es el tipo de hombre que carga su ira sobre el más débil. Su reacción será quedarse callado frente al doctor y llamarme luego por teléfono, quizá incluso venir a verme. Me dirá si he perdido el juicio, si es que ya no me preocupa mi reputación… Creo que voy a pasarlo muy bien cuando le conteste.

—Su marido es…

—Mi marido es un fascista y no quiero hablar más de él.

—¿Sus ideas son opuestas a las de su esposo?

—No tengo ideas políticas. Éste es un país de mierda donde te matan o te mueres de asco.

—Eso es exactamente lo que pienso yo.

—¿Usted tampoco es de ninguno de los dos bandos?

—Ni siquiera soy de mi propio bando.

Ella sonrió. Infante pensó que cuando las sombras desaparecían de su cara, era de verdad bonita.

—Salgamos de aquí. Pasearemos por la ciudad, luego le enseñaré mi librería.

—Es muy impresionante que sea la dueña de una librería.

—No piense que es ninguna maravilla. Me gano la vida vendiendo sobre todo libros de texto a los colegios, material de oficina… En la trastienda hay un sofá, una mesa camilla, un fogón en el que puedo hacer café… Me gusta estar allí, es como un refugio.

Caminaron por la ciudad, fueron al mercado, recorrieron las orillas del río, visitaron la oscura catedral. Ella parecía distendida, casi feliz. El rictus amargo de su boca se había borrado. Infante pensó que estaba claramente a tiempo de rehacer su vida, olvidar el abandono, desligarse de las miserias y venganzas que había urdido durante los momentos de dolor. Quizá debía dejar atrás aquella ciudad, que era como una charca paralizante en la que se veía obligada a vivir con un corsé imposible de aflojar. Pero no sería él quien se lo dijera, era el menos indicado para aconsejarla.

Subieron andando al castillo árabe de la Zuda. Estaba devastado, sembrado de botellas rotas y excrementos de animales. El panorama de la ciudad y los montes era sin embargo impresionante. Ambos guardaron silencio mientras lo contemplaban. Por fin ella exclamó:

—En algún lugar de esas montañas azules está su Pastora. ¿Por qué le interesa tanto al francés?

—Quiere estudiar su mente criminal.

—¡Puaf!, no encontrará nada interesante en esa cabeza; si acaso hambre y miseria.

—Tendrá sentimientos y emociones como todo el mundo.

—Instintos y poco más. ¿Y usted qué pinta en todo esto, también le interesa la mente de los asesinos?

—El doctor me paga por acompañarle. Y un poco de dinero me interesa más que cualquier mente.

Ella rió por lo bajo, lo miró directo a los ojos:

—Usted y yo nos entendemos bien porque los dos somos perros apaleados. ¿Me equivoco?

—Yo soy un perro que tiene hambre. ¿Cuándo vamos a comer?

Regresaron callejeando hasta la librería. Entonces María José abrió con su llave y encendió la luz. Ante ellos apareció un pequeño local lleno de estanterías repletas de libros y material de papelería. Infante los observó, ella llevaba razón: había muchos manuales escolares, algunos libros de cocina, colecciones de clásicos y libros infantiles. La mujer detectó la decepción en los ojos de él.

—Muy poca literatura, ¿verdad? No le he engañado, tampoco en lo de la trastienda, venga.

Descorrió una gruesa cortina tras la cual se extendía una sala de estar pequeña pero confortable. Alguien había preparado la mesa para comer y encendido una estufa.

—¡Sorpresa! Ahí encontrará un lavabo donde puede asearse. Yo calentaré el bacalao. ¿Le gusta el bacalao?

—Claro.

—Me alegro porque no hay nada más.

También había previsto una botella de vino tinto que Infante descorchó. Empezaron a comer con el apetito acuciante que les había despertado el largo paseo.

—Mi tío me ha dicho que se dedica al periodismo, ¿por qué?

—Me gustaría escribir novelas, pero no tengo suficiente talento.

—¡Hay muchos escritores sin talento! Yo vendo libros muy malos.

—No me gusta engañarme a mí mismo. De todas las estupideces que un hombre puede cometer, engañarse a sí mismo es la peor.

—A mí se me ocurren otras estupideces más graves.

—¿Como por ejemplo?

—Enamorarse.

—Sí, ésa tampoco está mal.

—¿Está casado?

—No puedo permitírmelo económicamente.

—¿Y si pudiera?

—Demasiado trabajo: enamorarse, casarse, hacer feliz al ser amado, que él te corresponda… Es más simple estar solo.

—Más simple y mejor. Yo nunca me había sentido tan tranquila como ahora. Cuando estaba con él sólo pensaba en hacerle la vida más fácil. Ahora pienso exclusivamente en mí.

—Y si es tan feliz, ¿por qué quiere vengarse?

—A todo principio le corresponde un final. Mi marido puso fin a nuestro matrimonio largándose con otra. Yo no he trazado una raya aún. La cosa está pendiente por mi parte. Sólo las buenas chicas se conforman, y yo no lo soy.

—A mí la gente buena no me gusta demasiado, a lo mejor por eso me gustas tú.

Se miraron a los ojos sin miedo. La había tuteado por primera vez. Ella hizo ademán de levantarse.

—Voy a buscar una botella de coñac y nos tomamos dos copas.

—A mí no me hace falta animarme para hacer lo que estoy deseando hacer.

—¡Juegas fuerte!

—Eso depende de mi compañera de juegos.

—Pues has encontrado la ideal para esta partida.

Infante se levantó, rodeó la mesa, llegó donde ella estaba y la besó intensamente en la boca. Se demoraron, empezaron a respirar con dificultad, a emitir jadeos entrecortados. Fueron trabados hasta el sofá. Allí cada uno se desembarazó de sus propias prendas. Luego hicieron el amor con una precipitación y un ansia que nadie hubiera presagiado momentos atrás. No se quedaron dormidos y cuando su abrazo acabó, separaron por completo sus cuerpos para que ni se rozaran. Infante dijo entonces:

—Nunca creí que hubieras ideado una venganza tan completa.

—Puedes pensar lo que quieras, pero te aseguro que esto no lo tenía previsto. ¿Sabes cuánto tiempo llevaba sin acostarme con un hombre?

—Quizá tanto como yo con una mujer.

Los dos se echaron a reír con algo cercano al compañerismo. Entonces él la asió por un brazo, le habló directamente a la cara:

—¿Por qué no te marchas de esta ciudad? ¡Vete, sal de aquí, date una oportunidad, empieza otra vida!

—Es inútil, cada uno lleva su cruz como en una procesión y al final, si no notas su peso en la espalda, parece que te falte algo. —Miró el reloj y dio un alegre grito—: ¡Las cinco menos cuarto, mi dependienta debe de estar a punto de llegar!

—¡Y Lucien debe de estar esperándonos!

Saltaron sobre sus ropas desordenadas y en la precipitación de ponérselas, se intercambiaron prendas accidentalmente, se trabaron con los botones y cierres. Ella reía como una niña. El periodista se preguntó si quizá llevaba más tiempo sin reír que sin acostarse con un hombre. Finalmente salieron a la calle y emprendieron una carrera alocada.

Nourissier los esperaba sentado frente a la casa de María José. Bajó de la furgoneta y los saludó con gesto fúnebre, observando cómo ellos recuperaban el resuello y la compostura.

—Lo siento. Insistí en enseñarle a Carlos la librería y se nos ha hecho tarde.

—No tiene importancia —dijo él, y miró al suelo.

—Subamos a casa.

Abrió la puerta del piso y los acomodó en el salón.

—Vuelvo enseguida. Voy a preparar un café.

Los dos hombres se quedaron solos. Infante sonrió, pero Nourissier esquivó su mirada.

—¿Todo correcto, Lucien?

—Según lo previsto.

Se hizo entre ellos un silencio incómodo. Nourissier tomó una revista que había sobre un sillón y empezó a hojearla con aire ausente. Ella regresó tras un instante, aún con las mejillas arreboladas y de espléndido humor.

—¡Venga, doctor!, cuéntenos todo desde el principio.

—¿Su tío se encuentra mejor?

—Sí, le dieron el alta en el hospital y ha regresado a su casa.

—Lo celebro.

—Olvidemos los formalismos, háblame de tú. ¿Puedes iniciar ya la crónica?

Nourissier estaba serio, no hacía nada por ocultar su mala disposición. Tensó el rostro y habló con voz monótona:

—Tu esposo me recibió tras media hora de espera. Le dije que era amigo tuyo y le entregué la carta.

—¿Cómo reaccionó?

—La leyó en mi presencia, luego la tiró sobre su mesa de trabajo y me hizo varias preguntas.

—¿Qué preguntas?

—Quién era yo, a qué me dedicaba y cómo nos habíamos conocido. Naturalmente tuve que mentir. Le conté que estaba de vacaciones por la zona y que nos encontramos al entrar yo en la librería para hacer una compra.

—¿Te creyó?

—Supongo que sí. Después quiso saber cuándo regresaría a mi país y si contemplaba la posibilidad de venir a vivir a España.

—¡Fantástico! —exclamó ella con expresión regocijada—. ¿Qué respondiste?

—Dije que pasaría en España un tiempo más y que no había hecho aún planes para el futuro. No le debió de gustar mucho mi respuesta porque me pidió que me marchara, la entrevista había terminado.

—¿Estaba enfadado?

—Estaba molesto, sí.

—¿No podrías ser un poco más explícito? Se supone que un psiquiatra sabe mucho sobre los estados de ánimo de la gente.

—Ya te he contado lo principal: al principio se sorprendió, luego sintió curiosidad y al final se le veía bastante enojado. Eso es todo.

—¿Y no hay algún detalle que…?

—Basta, es suficiente. He hecho lo que me pediste, pero no voy a darte detalles morbosos. Ahora te toca cumplir a ti tu parte del trato.

Ella sonrió, asintió varias veces y salió de la habitación. Al cabo volvió con un mapa y lo desplegó frente a ellos:

—Acercaos. Éste es un mapa topográfico de la región de Els Ports. Lo compré ayer para que pudierais ver la zona con todo detalle. —Cogió un lápiz de punta gruesa y marcó un triángulo ante los ojos expectantes de los dos hombres—. Aquí, en algún lugar entre Morella, San Pedro y San Mateo, se esconde La Pastora.

—¿Es fiable ese dato?

—Absolutamente.

—¿Es actual?

—De hace tres meses. Yo estaba delante cuando se lo pasaron a mi marido. Al ausentarse un minuto de su despacho aproveché para mirar el informe. Fuentes directas de la Guardia Civil.

—Es como si la Providencia te hubiera puesto en las manos todos los elementos para vengarte —dijo Infante.

Ella se echó a reír.

—Si os pescan y dais mi nombre lo negaré todo. Os aconsejo instalaros en Xert y hacer incursiones desde allí, por lo menos hay una pensión decente. El resto es puro desierto. Dudo de que encontréis a esa mujer, pero ha sido divertido conoceros.

Nourissier se puso inmediatamente en pie. Extendió una mano rígida hacia la chica.

—Es hora de marcharnos. Gracias por el café.

Infante se limitó a sonreírle. Ella se acercó y le dio un beso fugaz en los labios. Subieron en el ascensor sin mirarse el uno al otro. La mujer los observaba desde el quicio de la puerta. En el coche guardaron silencio. Solo después de haber recorrido varios kilómetros Infante dijo a Nourissier:

—¿Te encuentras mal? Estás muy callado.

—Sólo un poco cansado.

—¿Tan terrible ha sido?

—No tan fácil como a ella le he contado.

—Me lo imaginaba.

—El tipo era zafio, mal encarado. Cuando le di la carta estuvo a punto de echarme a patadas. Ni siquiera la leyó, pasó directamente al cesto de los papeles. «Lo que haga o deje de hacer María José me trae sin cuidado». Ésas fueron sus palabras.

—Me lo imaginaba también.

—Fue muy desagradable para mí.

—Lo comprendo.

—Lo comprendes pero no hiciste nada por evitar esta mascarada.

—Ésta no es mi guerra sino la tuya.

—Pero cobras por que yo la gane.

—¿Y en qué parte del contrato dice que no has de sufrir ninguna incomodidad?

—No se trata de incomodidad, sino de un mínimo sentido moral.

—Tampoco es tan inmoral representar una pequeña comedia.

—Una comedia ridícula en la que he tenido un papel grotesco. Pero es lógico que no me entiendas tratándose de moral. Te has acostado con esa mujer, ¿verdad?

—Pues sí, ¿y qué? Pagarme no te da derecho a controlar mi vida privada.

—No, no puedo controlarla pero puedo dar mi opinión sobre lo que veo. ¿Y sabes lo que veo? Desde que llegué a este país no he encontrado en nadie ni un amago de sentido moral. Sois capaces de cualquier cosa: de venganzas, rencor, engaños, delaciones, crueldad… No me extraña lo que aquí ha pasado.

Infante paró el coche, miró a su compañero. Descendió. También Nourissier.

—Muy bien, señor predicador, si tienes más sermones que soltar te aconsejo que te subas a un púlpito. Me acosté con esa chica porque me apeteció, ¿comprendes?, porque llevaba tiempo sin follar.

Nourissier enrojeció, apretó los dientes y descargó un puñetazo directo a la cara del español. Éste retrocedió dos pasos, se llevó la mano a la boca para limpiarse el hilillo de sangre que había empezado a manar de ella, y dijo entre dientes:

—Volvamos al coche, ya no queda mucho para llegar.

—Iré a pie.

Se perdió en la oscuridad de la primera curva. Infante no hizo nada por detenerle. Abrió el coche, arrancó y puso rumbo a Santa Bárbara. En cuanto llegó al hotel tomó una ducha larga y cálida. Cerró los ojos bajo el chorro. Luego se vistió, sirvió un poco de ginebra en un vaso y lo bebió a pequeños sorbos. Lo invadió un cansancio profundo. Dejó de tener fuerza en los brazos, en las piernas. Se sentó en la cama y se quedó dormido. Lo despertaron unos golpes imperiosos en la puerta. Maldijo por lo bajo.

—¡Abre, Carlos, por favor!

Se levantó de mala gana. Nourissier estaba mirándolo desde el exterior de la habitación con aire compungido.

—Carlos, por Dios, perdóname. Lo siento en el alma. No sé qué me ocurrió, verdaderamente no consigo entenderlo.

—Olvídalo, no tiene mayor importancia.

—¿Cómo voy a olvidarlo? Lo que te dije, el golpe… ¿Te hice daño?

—Mucho menos del que me hizo el teniente Álvarez.

—Estoy horrorizado. Es como si un impulso ajeno a mí me hubiera hecho reaccionar de esa manera tan primaria.

—Debe de ser la influencia de este país.

—No me digas eso, te lo ruego. Yo nunca he pensado de esa manera.

—Tranquilízate; en el fondo me encanta comprobar que no eres tan perfecto.

—Me siento avergonzado. Salgamos, vamos a cenar al bar.

—Esta noche no, estoy muy cansado.

—No puedes dejarme solo con semejante cargo de conciencia.

—De acuerdo, pasa, coge ese vaso vacío y sírvete.

Nourissier obedeció, Infante volvió a sentarse en la cama. Desde allí oyó de nuevo al francés expresarle su pesar, contarle el extrañamiento progresivo que sentía hacia sí mismo, pedirle disculpas una vez más. Escuchando en silencio cerró los ojos y se quedó dormido. El psiquiatra interrumpió su parlamento y estuvo un rato contemplándolo. Luego abandonó la habitación cerrando con cuidado para no despertarlo. No había terminado su copa, sabía que la congoja que lo atormentaba no se disiparía con la bebida, tampoco llamando por teléfono a su esposa como sucedía otras veces.