Éramos libres, es verdad. No teníamos que rendir cuentas a nadie y nadie nos mandaba lo que teníamos que hacer, pero a mí ni se me ocurría dónde ir, ni qué cosas eran mejores para nosotros. ¿Qué hacer cuando nadie te manda y no tienes trabajo? Pero no había que preocuparse, porque Francisco era muy listo y ya vi que, estando con él, no iba a faltarnos de nada. Lo que hicimos primero fue subirnos a las lomas de Ejulve y sacar los depósitos de víveres que tenía allí la Agrupación. Los cambiamos de sitio por si volvían en busca de comida. Ahora ya eran nuestros. Al principio se me hacía raro, para qué lo voy a negar, que todo lo hiciéramos por nuestro lado y para nuestro beneficio. Tanto nos habían dicho y repetido que todo lo del maquis era por los campesinos, el comunismo y la vuelta de la libertad a España que eso de ir a nuestro aire me parecía como que estaba mal. Pero claro, luego pensé que la vida iba a seguir como antes de haber entrado en el maquis, así que tenía que olvidarme de los últimos tiempos y volver a pensar como cuando era una mujer. Pero no era tan fácil, no sé si me hago entender, yo ya no era una mujer sino un hombre y además me perseguía la Guardia Civil, era un bandolero. Ya no podía pasarme la vida tranquila con las ovejas, ni bajar a bailar a los pueblos cuando eran fiestas, ni hacer faenas aquí y allá para tener un poco más de dinerito escondido. Nada de eso. «El pasado ya pasó —me dijo un día Francisco—. Métetelo en la cabeza. Nunca vamos a volver a vivir como vivíamos. No sé si hay futuro para nosotros, supongo que no. Así que lo que tenemos a mano es el presente y eso quiere decir que hay que luchar por estar vivo, por comer, por no pasar frío y sobre todo, sobre todo, por que no nos echen el guante, que si nos echan el guante ni pasado ni futuro ni hostias». Sí, siempre había hablado muy bien Francisco, tenía mucha labia como se dice, pero como les comentaba no era tan fácil porque él estaba peor que yo. Yo, el pasado, pasado está, y lo único que había dejado atrás eran las ovejas, pero a él del pasado le quedaba la familia y cada vez se veía más claro que no volvería a verla nunca más. Ni a la mujer ni a la hija ni a la madre, nada, como si se hubieran muerto o, mejor dicho, como si se hubiera muerto él.
Al principio de estar solos, Francisco aún hacía las cosas acordándose del maquis. Por ejemplo, se acordaba de que le habían encomendado tiempo atrás la misión de ir a cobrar una multa a los masoveros de la masía La Moreta, en Villaroya de los Pinares, y que cuando estuvo allí, aquella gente sólo había podido pagarle dieciocho mil pesetas. Entonces prometió que volvería otro día a buscar el resto hasta cuarenta mil, que era el total. Pensó que era el momento y allá que fuimos. Ya era «otro día», aunque hubieran pasado años. Yo no sabía de qué manera sucedería el cobro, y si Francisco lo haría de manera distinta a como solíamos hacerlo. Pero no, fue como siempre. Nos presentamos en la casa al atardecer y él dijo que en nombre de la guerrilla venía a cobrar lo que era nuestro y hasta habló de la revolución y de todo lo demás. No nos salió bien, porque el hombre juraba que andaban muy apurados de dinero y que estaban pasando por un momento en el que les costaba hasta tener la comida suficiente para mantenerse toda la familia. Dimos una ojeada por la casa y pensamos que no nos estaban engañando porque aquello se veía más esquilmado que un prado después de pasar el rebaño. Entonces Francisco dijo que lo entendía, que él tenía mucha humanidad y que les perdonaba la deuda, pero que como compensación nos llevábamos arroz, tocino, unos panes y varias botellas de vino. Por lo menos sacamos para comer unos días. No estábamos contentos, pero hambre no íbamos a pasar. Volvimos a las lomas de Ejulve. Francisco no me dijo por qué, pero después de un par de días empezó a hablar de bajar a Castellot para ver a su familia. Ya les digo que no era tan fácil no acordarse del pasado. Él andaba triste, nervioso, como si se diera cuenta entonces de que haber desertado del maquis iba a traer sus consecuencias, que serían peores de lo que él había pensado. Porque dentro del maquis igual nos hubieran evacuado a Francia y de su familia no habría vuelto a saber más, pero yendo por nuestra cuenta ¿qué iba a ser de nosotros? Encima, no pudimos de ninguna manera acercarnos a Castellot, y mucho menos encontrarnos con su gente. Aquello estaba lleno de guardias y era muy peligroso. Dimos vueltas por el Val de la Bona, dormimos al aire libre… Hasta que yo le digo:
—Francisco, creo que tenemos que olvidarnos de ver a los tuyos porque no puede ser con tantos civiles como hay. Piensa sobre todo que, si nos cazan, nosotros vamos directos al hoyo, pero a tu familia le harán daño también. Déjalo como está de momento, ya vendremos más adelante.
Miraba al suelo, como si reconociera que aquello era verdad pero no quisiera decírmelo, como si esperara que, de repente, pasara algo que le abriera las puertas de su casa de nuevo. Por fin, con la cara muy colorada, dio una patada a una piedra y contestó:
—Sí, ya vendremos más adelante.
Yo tenía compasión de él, porque estaba claro que se conformaba como podía, pero que en el fondo sabía que «más adelante», para nosotros, no quería decir nada. Nos fuimos de allí y yo me fijé en que Francisco nunca volvió la vista atrás.
Decidimos encaminarnos a la masía de La Caseta deis Bous, en Castell de Cabres, una zona muy empinada en el monte, porque Francisco también sabía de antes que el dueño era de los que ayudaban a la Guardia Civil y denunciaba a los que podía. Yo cavilaba si volvería a decir que éramos del maquis y vi que sí, que ya había tomado la costumbre. Llegó y le soltó al dueño: «Venimos enviados por el jefe de la agrupación de Levante. Sabemos de buena tinta que usted no es más que un fascista que ayuda a la Guardia Civil y a las fuerzas represoras». Aquel hombre, que ya era bastante mayor, no nos tenía nada de miedo, porque va y le contesta: «Pues oiga, ¿qué quiere que haga?, ayudo a los guardias justo lo que me mandan en el pueblo, ¿o es que quiere que me pelen? ¡Y poca gracia que me hace, no vaya a pensar! Cada tres semanas me hacen llevar al cuartel una carga de leña y una oveja. Pero no se crea que es a mí solo, eso obligan a hacerlo a todos los masoveros. Y de vez en cuando vienen por aquí y registran por si hay maquis; y, de paso, queso o pan que encuentran, queso o pan que se llevan. Así que no me venga con que soy un fascista, que entre los unos y los otros lo que están haciendo es amargarnos la vida a la gente de campo que sólo queremos trabajar».
Francisco se quedó de una pieza porque no se esperaba una contestación así. «¡Quédese con todo lo que tenga para usted, que nosotros no hemos venido a pedir limosna sino justicia! Y ya nos veremos en otra ocasión». De verdad que yo no entendía lo que iba a pasar, y por qué nos largábamos tan de vacío. Lo entendí después, cuando nos quedamos por los montes de alrededor y Francisco desató un paquete de los de la Agrupación que llevábamos en el macuto. Eran panfletos del Partido que él había cogido. Esperamos a que se hiciera de noche, volvimos a la casa y los echamos por todas partes, por todas, hasta que no quedó ni uno en el paquete. «A ver cómo le explica esto a la Guardia Civil ese cabrón».
Francisco estaba un poco más amargado cada día que pasaba. Se le había ido la alegría de los primeros tiempos en los que nos largamos del maquis, cuando decía que entonces sí teníamos libertad. Cuando pasábamos muchos días viviendo en paz y descansando en el campo se ponía muy nervioso. Enseguida pensaba que debíamos dar un golpe económico o conseguir más víveres, aunque tuviéramos todavía reservas de comida y algunas pesetas en el zurrón. Yo pensé siempre que si no había acción no estaba contento, primero porque era lo que había estado haciendo desde muchísimo tiempo atrás, y luego porque si nos quedábamos de brazos cruzados tenía más tiempo de darle vueltas a la cabeza sobre su familia y sobre lo que nos iba a pasar.
Así que hizo un plan para asaltar la masía de Torre el Catre, que está por la Ginebrosa. Estábamos en el 1950, en noviembre. Entonces va y me dice:
—¿Sabes por qué tenemos que hacerlo ahora y no en otras fechas?
—No sé.
—Porque ahora hace un año justo que los fascistas mataron al compañero Rubén.
—¡Pues claro que me acuerdo de eso! ¡Cómo no me voy a acordar! Pero como dijiste que era un golpe económico y no una venganza…
—Puede ser las dos cosas, ¿o no?
—Ya, sí, pero como ahora ya no somos de la Agrupación, vengarse por lo que pasó cuando estábamos con ellos…
—¡Un momento, un momento, no te equivoques ni te hagas líos en la cabeza! Nosotros dos formamos la Partida Independiente del maquis, ¿comprendes?, no somos bandoleros ni asaltadores de caminos, ni ladrones, ni desgraciados que van dando tumbos por ahí. ¿Lo has entendido bien?
—Sí —dije, pero lo dije bajito porque eso de la Partida Independiente era la primera vez que lo oía y no tenía muy claro en qué se notaba.
¿Cómo íbamos a seguir siendo del maquis si ya no teníamos compañeros, ni recibíamos órdenes, ni sabíamos lo que les pasaba a los demás?
—Y, por cierto, Florencio, que no estaría mal que te cortaras el pelo y te pusieras ropa más nueva, que ya sabes que siempre se tiene que estar presentable para las misiones, y desde hace un tiempo vas hecho un desastre.
—¡Bah, me da pereza, ya sabes que yo soy más dejado que tú!
Yo no me arreglé y él no insistió. Sí que es verdad que cuando estábamos listos para bajar a Torre el Catre, me pegó una mirada de arriba abajo con mala cara. Pero él no era mi jefe, que en la Partida Independiente no había jefes, así que si no le gustaba mi pinta se tenía que aguantar. Él iba mucho mejor que yo, desde luego, con un traje de pana que se reservaba y que era de buena calidad.
Llegamos a la masía sobre las seis y media. Íbamos armados como siempre: Francisco con la metralleta y yo con el fusil, que estaba viejo pero lo había engrasado a conciencia. Ya se hacía de noche y de la gente del mas unos estaban dentro y otros fuera pero por cerca de la puerta. «¡Quietos!», chilló Francisco, y a todos los hicimos entrar. Estaba el padre, ya mayor, la hija, su marido y los dos hijos que tenían. De catorce años y de diez.
—¿Falta alguien de la familia o algún pastor o criado? —preguntó Francisco.
—Mi hijo mayor está fuera, en el campo. Mi hija, en el pueblo, y hoy no vendrá —respondió el yerno.
Salí a buscar al que faltaba mientras Francisco se quedaba apuntándoles a todos. Lo encontré enseguida, atando un mulo a un árbol; era un chaval de poco más de quince años.
—¡Eh, tú, ven para acá! —le di una voz, y vino. Pero cuando ya estaba a dos pasos de la entrada me doy cuenta de que, como de tapadillo, echa mano a un cuchillo grande que había encima de un montón de remolachas. Me acerqué y se lo hice tirar de un sopapo en el brazo. Le di un pescozón.
—¡Pasa adentro de una vez!, ¿quién te has creído que eres, tontaina?
Francisco preguntó qué pasaba y yo se lo conté. Se enfadó como un mono:
—Sí, ahora resulta que hasta los mocosos quieren jugar a héroes. ¡¿Es que no veis que vamos armados, imbéciles, es que no lo veis?! ¡Un poco más de respeto es lo que tenéis que tener!
Encima, en ese momento, el abuelo, que no se enteraba de nada, va y suelta:
—Pero si nosotros siempre hemos estado a buenas con el somatén y la Guardia Civil, ¿por qué ahora ustedes nos tratan de esta manera?
El crío más pequeño de todos lo coge del brazo y se lo sacude:
—¡Calle, abuelo! ¿No ve que son maquis?
A mí casi me entró risa, pero Francisco se puso fuera de sí, empezó a dar unos gritos que de buena gana me hubiera tapado las orejas, porque me hacían daño.
—¡Callados, todos calladitos de una puta vez! ¿Pensáis que vamos de broma? Pues ya veréis qué mal acaba esta broma, ya lo veréis. Ahora mismo quiero que nos entreguéis cuarenta mil pesetas.
El padre de familia se adelantó un paso:
—No las tenemos aquí, lo juro por mis hijos. En la casa del pueblo algo habrá, aunque no llegue a tanto.
—Muy bien, pues que vaya tu mujer a buscarlas. Ahora veremos a qué sitio nos las va a traer mañana a las tres. Te llevaremos a ti y a ése como rehenes —señaló al chico mediano, que no había abierto boca—. Y si no viene mañana a la hora en punto con el dinero… ya sabéis, habrá dos bajas en esta familia.
La mujer, que estaba muerta de miedo, se puso a llorar. Francisco le dijo que se callara y le mandó que trajera unas cuerdas para poder atar a su marido y su hijo cuando nos los hubiéramos llevado, pero antes de que pudiéramos decir ni amén, el chico mayor, el que había querido coger el cuchillo, se ofrece muy dispuesto:
—Ya las traigo yo, que sé dónde están.
Salió corriendo y nos quedamos todos quietos donde estábamos, pero entonces me dio un ramalazo y me acerqué a la ventana.
Desde allí lo vi cómo huía corriendo como una cabra a la que persiguieran y salí tras él. Oía los chillidos de Francisco diciendo:
—¡Atrápalo y tráelo, atrápalo, Pastora!
Empecé a correr como nunca he corrido en mi vida, a zancadas grandes, con fuerza, imaginándome que era un perro para correr más, para estirar y encoger las piernas como ellos hacen. Estuve muy cerca de alcanzarlo. Lo oía respirar por la boca que parecía que allí mismo se iba a morir, pero no se moría, el cabrón, porque era más joven que yo y había aprendido a correr a campo traviesa como yo aprendí de chico. Ni las piedras, ni las matas, ni los agujeros donde otro se hubiera partido la crisma lo hacían frenar. Hasta que me di cuenta de que ya se alejaba demasiado y de que no lo atraparía nunca. Me paré. El corazón me hacía daño en el pecho de tan deprisa como iba. Me eché al suelo de rodillas y allí me quedé un rato porque no podía más. ¡El jodido crío!, hubiera tenido que imaginármelo cuando lo descubrí intentando coger aquel cuchillo, el jodido crío era duro de pelar. Y ahora ya sabíamos lo que haría: avisar a la Guardia Civil, y como no sabíamos dónde podía encontrarse con una guarnición, no teníamos tiempo que perder. Volví a la masía a toda prisa.
Allí estaba Francisco con toda la familia, encañonándolos aún. Cuando me vio entrar solo se le puso la cara de vinagre:
—¿Y el chico?
—Se me escapó. Ya podemos largarnos antes de que los civiles se nos echen encima.
—¡Hostia! —dijo—. ¡La madre que me parió, que hasta un niño de teta se nos suba a las barbas ya es demasiado! ¡Poneos allí! —les gritó a los masoveros.
Me acerqué un poco a él, le toqué el brazo:
—¿Qué vas a hacer?
Pero estaba como ido, como si no fuera él, como si la furia se lo estuviera comiendo por dentro.
—Los chiquillos también, contra aquella pared.
La madre empezó a llorar, a llamar a Dios y a la Virgen Santísima. Entonces Francisco puso una voz seca, ronca, sería como pone un general cuando habla a los soldados y dijo:
—A día de hoy, noviembre del 1950, vengamos la muerte de nuestro compañero José González López, Rubén, asesinado por los fascistas hace un año justo.
No dijo nada más, empezó a disparar ráfagas de metralleta encima de aquella familia. El ruido era muy fuerte porque no estábamos al aire libre. Saltaban trozos de pared, pedazos de silla y de mesa. Cayeron todos al suelo, todos, como muñecos, los críos también. Después hubo un momento de calma total. Nos quedamos mirando a los muertos entre el humo y el olor fuerte de los tiros. Creí que Francisco iría hacia ellos para ver si había que rematar a alguno, pero no. Desde lejos les pegó una última mirada y dijo muy bajo:
—Ya está hecho. Ahora larguémonos de aquí.
Salimos de la casa con cuidado, pero era muy pronto para que el chico hubiera avisado y se presentaran a perseguirnos. Empezamos a caminar, deprisa pero sin correr. Yo iba detrás, le veía el cogote a Francisco. No se volvió ni una vez. Lo que pasaba en aquel momento por su cabeza yo no lo sabía, ni ahora lo sé tampoco. No le pregunté. No tenía ganas de saberlo en aquellos momentos. Pensé: si esto es la venganza por la muerte de Rubén, bien está como está. Al cabo de muchos kilómetros nos paramos a comer. Sólo hablábamos lo justo: «Pásame la navaja, dame un trozo de pan». Masticábamos y tragábamos. De pronto Francisco dice:
—Yo tampoco tengo familia, ¿te enteras?, que es como si también se hubieran muerto todos porque no puedo verlos. ¿Lo sabes o no?
—Sí, lo sé.
—Pues eso.
Quería que yo le dijera la más mínima para ponerse a discutir conmigo, pero no dije nada. ¡Y bien que hubiera podido decirle!, nunca había visto a nadie matar críos y no me gustó. Además, después de lo que había pasado en Torre el Catre iban a ir a por nosotros. Yo lo sabía y él también. Guardia Civil hasta debajo de las piedras. Aunque soltárselo y pelearnos no nos serviría de mucho. Al contrario, si empezábamos como el perro y el gato todo podía irse a la mierda. Y eso no era lo que nos interesaba, lo que nos interesaba era sobrevivir.
Sacó una botella de aguardiente que llevábamos y me la pasó. Antes de echar un trago la levanté un poco, brindé:
—¡Por el compañero Rubén!
Entonces la cara se le puso más tranquila y hasta sonrió.
—¡Por él, que su muerte ya ha sido vengada!