Santa Bárbara no tenía el valor histórico de Morella ni el encanto agreste de la Sénia; era simplemente un pequeño pueblo que se extendía a lo largo de una calle central. Sin embargo, como sucedía en todos aquellos lugares, estaba muy cerca de las montañas, que impregnaban el paisaje con su grandeza. Un par de pasos fuera de la población era suficiente para respirar en pleno campo. Infante y Nourissier bajaron a desayunar, encontrándose con la sorpresa de que el hotel no tenía cocina. El dueño les indicó un bar donde podían hacer sus comidas y les comunicó que María José había llamado diciendo que llegaría sobre las doce.
Caminaron por la interminable calle solitaria, donde lo único que había eran casas bajas con las puertas cerradas. El mes de noviembre acababa de empezar y había traído consigo un frío intenso que se dejaba sentir especialmente a aquellas horas de la mañana.
—En Francia, los pueblos huelen a pan recién hecho desde el amanecer —dijo de pronto el psiquiatra.
Infante lo miró de través. Tenía resaca y muy pocas ganas de hablar, por lo que contestó con una especie de mugido. Había estado bebiendo durante más de tres horas la noche anterior. No haber podido tomar café intensificaba en su mente la sensación de extrañeza que experimentaba cada mañana al despertarse desde que la aventura comenzó: ¿dónde estoy?, ¿qué hago aquí?, ¿por qué demonio he venido? Miró las fachadas mudas frente a las que iban pasando y se preguntó dónde se metía la gente: ¿en el campo, en sus casas? No le parecía normal que no se viera un alma a las nueve de la mañana, ni un niño, ni una mujer que fuera al mercado, ni viejos que tomaran el sol. Igual que su compañero había tenido un rapto de añoranza por su país; él lo sintió por Barcelona. Cierto que se trataba de una ciudad agotada y triste tras una posguerra demasiado larga; pero, pese a ello, las calles siempre bullían de actividad: obreros, amas de casa, estudiantes, espectadores que salían del cine o del teatro… En cualquier caso, aquel recuerdo nostálgico era absurdo; finalmente su vida en Barcelona era parangonable a la de un fantasma. No tenía familia ni amigos, sólo se relacionaba con el mundo a través de los artículos puntuales de los periódicos. Sus contactos con mujeres eran esporádicos, y recurría con frecuencia al sexo pagado. Nada en aquella ciudad le pertenecía, nada había dejado atrás, nadie le esperaba ni estaba pensando en él en aquellos momentos. La evocación de Nourissier a propósito del pan caliente tenía sentido; la suya, no. Algo lógico si se comparaban dos vidas que no presentaban ningún flanco común. Los acontecimientos que estaban viviendo juntos eran aparentemente los mismos, pero nunca significarían para uno lo mismo que para el otro. Por mucho que hubieran oído idénticas palabras y presenciado imágenes iguales, nadie podría afirmar que sus mentes se habían rozado siquiera un segundo. Para él la violencia, el horror, la enemistad y la muerte nunca producirían un efecto equivalente al que podían haber generado en el francés. Estaban separados por demasiadas cosas. Al menos eso le pareció aquella mañana, ambos transitando por una calle inhóspita y kilométrica, fría y solitaria, una auténtica alegoría de la vida.
El bar era grande, destartalado, amueblado con mesas de mármol, sillas de madera y calendarios que anunciaban productos agrícolas en las paredes: «Abonad con Nitrato de Chile». En los rincones se apilaban cajas de sifón, y una gran salamandra de serrín caldeaba el ambiente. Como llegada de un mundo más feliz, una chica joven y bonita los recibió sonriendo.
—Por fin alguien parece alegre —comentó Nourissier cuando se hubo ausentado.
—Entonces será mejor que nos alejemos de ella; pueden hacerle daño.
—No digas eso, me siento muy culpable.
—Se te pasará.
Infante vio cómo su compañero torcía el gesto, aunque no le hizo caso. Nourissier se sentía culpable pero seguía en línea recta hacia sus objetivos, pasara lo que pasara. Quizá su determinación era la de un científico, pero también podía ser la de un hijo de papá, obcecado en conseguir a toda costa su capricho. Se fijó en la joven que los había atendido y se preguntó qué posibilidades tenía de prosperar, de conocer algo diferente, de cultivarse, de vivir. Muy pocas, ninguna probablemente. Permanecería varada en aquel lugar, sirviendo café a los viejos del pueblo, pelando patatas, fregando las baldosas del suelo una y otra vez. Para mucha gente, la felicidad debía consistir sin embargo en eso: ocultarse en una rutina que preserva del dolor. En la vida, el riesgo estribaba en aspirar a otras cosas, en hacerse ilusiones, en creer que mereces algo por el simple hecho de estar vivo.
A las doce en punto llegó María José. Una radio anunciaba la hora del ángelus cuando la vieron aparecer vestida con más elegancia que el día anterior. Se había pintado los labios de rojo intenso, lo cual intensificaba la dureza de sus facciones. Los saludó sin un amago de sonrisa.
—¿Dónde quiere que hablemos? —le preguntó Infante.
—He traído un poco de comida. Podemos salir al campo.
—¡Perfecto, un picnic es lo que nos apetece más!
Nourissier sintió la ironía de sus dos acompañantes rozándose en el aire, como un cruce de espadas. Empezaron a caminar. En principio, la situación podía parecer idílica: dos hombres y una mujer salen de excursión en un día soleado, buscando un claro donde comer. Sin embargo, en aquellas circunstancias resultaba un poco absurda; ni siquiera sabían si María José era fiable, de modo que un almuerzo placentero se le antojaba fuera de lugar. Anduvieron durante más de una hora. El sol caldeaba el ambiente como si fuera primavera en vez de otoño. Llegaron a un campo de almendros, descuidados y resecos. En medio había una caseta de labranza, que la mujer abrió con su propia llave.
—Este terreno es mío —afirmó—. En tiempos, los árboles daban unas almendras grandes y jugosas; ahora está echado a perder.
Sacó hasta el exterior unas tronadas sillas de enea, una mesita a punto de romperse. Luego extendió sobre la superficie de ésta papeles de periódico y extrajo el contenido de su cesta: pollo frío, tortilla de patatas y tomates maduros que partió por la mitad.
—Tengo hambre —se limitó a decir mordiendo un muslo con brío canino. Luego añadió—: ¡Coman! No he estado cocinando para nada.
La obedecieron y a cada bocado su apetito se acrecentaba en vez de menguar. Cuando casi habían acabado con las provisiones, María José anunció de improviso:
—La Pastora está viva. No se trata de ninguna leyenda. Puedo garantizarles que es verdad.
Nourissier dejó de masticar. Sus ojos brillaron con expectación.
—¿Dónde se encuentra? —preguntó con la precipitación de un niño que no intenta controlar su impaciencia.
María José se echó a reír de modo burlón.
—¿Cree que yo lo sé? ¡Nadie lo sabe! Pero puedo decirle que mi marido ha estado formando parte de muchas partidas que la buscaban durante los dos últimos años. Eran batidas que se mantenían en secreto, porque ya estaban hartos de hacer el ridículo. No lograron dar con ella, jamás lo consiguieron y, a cada nuevo fracaso, la gente de los pueblos, que acababa por enterarse, iba haciendo de ella un mito mayor. Unos piensan que es un monstruo, otros que es una especie de heroína, pero todos están de acuerdo en que nadie conseguirá nunca matarla o atraparla mientras se encuentre en el monte. Muy mala prensa para la Benemérita y el régimen de Franco, ya ven.
—¿Y eso qué prueba? —preguntó Infante.
—Eso no prueba nada; pero yo sé que la conclusión que han sacado es que se esconde en las montañas.
—¿De cuándo data su información?
—La última es muy reciente.
—¿Puedo preguntar cómo la ha obtenido? Creí entender que ya no vivía con su esposo.
—Entendió bien, y ahora entienda otra cosa: no pienso contarle de dónde saco mis datos.
—En cualquier caso, esa información no nos sirve de mucho.
—Si quieren puedo precisarla más.
—¿De qué manera?
—Diciéndoles en qué zona cree la Guardia Civil que está escondida.
—Adelante, la escuchamos.
—Lo siento, pero esa información tiene un precio.
Tomó la palabra Nourissier; Infante parecía demasiado asombrado al ver el cariz que la conversación iba adquiriendo.
—Podemos llegar a un acuerdo; diga una cantidad.
—No quiero dinero, sólo necesito que me hagan un favor.
—¿De qué se trata?
La mujer sacó un sobre cerrado del bolsillo, lo mostró con una sonrisa.
—Quiero que el doctor le entregue esta carta a mi marido y que, con su actitud, le haga creer que es mi amante.
—¿Yo? —preguntó Nourissier con una voz tan alterada que resultó cómica.
Ella abrió el sobre, les mostró una hoja manuscrita:
—Pueden leerla si quieren. No tiene nada de comprometedor ni nada que pueda representar un peligro para ustedes. Se trata de una carta de perdón. De falso perdón, por supuesto. Quiero que ese pavo presuntuoso vea que tengo otro hombre, que he rehecho mi vida sin él. Quiero que deje de enviarme dinero como si fuera una limosna. Quiero que no me compadezca más, eso es lo que quiero.
—Pero ¿por qué yo?
—Usted es el hombre ideal; no es español, no es conocido en la zona y… es apuesto.
Infante dejó escapar una risita burlona. El francés estaba sonrojado, titubeó y se lanzó por fin a desgranar una serie de razonamientos que intentaban demostrar lo absurda que era su candidatura al plan. Sin embargo, sus habitualmente magníficas dotes de persuasión no sirvieron de nada frente a la correosa María José.
—Lo siento, no voy a transigir. Usted verá lo que hace. Si quieren tener la más mínima posibilidad de encontrar a La Pastora, deberán saber al menos en qué zona cree la Guardia Civil que se esconde, y si usted, doctor, no hace lo que le digo no pienso abrir la boca.
Intervino Infante con voz decidida:
—Trato hecho; el doctor llevará esa carta y creo que representará muy bien su papel de amante.
—¡Pero Carlos!
—Yo le facilitaré la cita. No se preocupe, todo será muy sencillo. No le pido que sea mi amante de verdad; tan sólo que lo finja.
Nourissier dejó de protestar, si bien de vez en cuando lanzaba miradas de reproche sobre su compañero. María José se relajó a partir de aquel momento. Estiró las piernas y se sacudió las migajas que habían caído sobre su regazo. Encendió un cigarrillo, cerró los ojos y aspiró el humo con intensidad:
—¡Qué bien se está aquí! Antes de que los hombres envenenaran el aire con sus guerras, estas tierras eran las más hermosas del mundo. Ya nunca volverán a ser como antes. Ahora me parecen picos pelados, montes sin alma. Demasiada sangre. No sé qué idea romántica debe de haberse formado sobre La Pastora, doctor, pero le aseguro que era una fiera que sólo buscaba hacer daño. Yo estuve presente en el escenario de una de sus fechorías, acompañando a mi marido. ¿Quiere que se lo cuente o prefiere seguir con sus sueños?
—Me temo que es usted quien está formándose una idea equivocada. Yo sólo busco la verdad. Diga lo que tenga que decir.
—Sucedió en una masía de Vallibona. La Pastora y su compinche la habían atacado. ¿Sabe con qué botín? Ropa vieja, un par de jamones y veinticinco pesetas. Nada más, aunque, según contaron las víctimas, lo único que buscaban era vengarse. Parece que el dueño de la finca era su primo y que cuando ella era una cría le hizo chanzas por su aspecto masculino. No se olvidó. Ataron a la mujer y al hijo a la pata de una cama. Luego, La Pastora personalmente, armada con un palo, le pegó una paliza a su primo. Una paliza inhumana, descomunal, yo vi cómo quedó el tipo. Lo golpeó hasta que se le cansaron los brazos. Sólo le diré que, a raíz del asalto, quedó impedido para trabajar. Una hazaña gloriosa, la de su guerrillera. ¿Qué le parece?
—¿Qué cree usted que puede parecerme?
Infante interrumpió aquella conversación que empezaba a inquietarle:
—Sería mejor entrar en materia. ¿Cómo quiere que pongamos en práctica nuestro plan?
—Será mañana mismo. Usted irá a Castellón en su coche. El señor Infante le esperará en mi casa de Tortosa. Cuando usted haya acabado vendrá y nos contará cómo se ha desarrollado todo. Después seré yo quien les informe sobre el escondrijo de esa mujer. ¿Están de acuerdo?
—Sí —se apresuró a responder el periodista, temeroso del silencio reticente que guardaba Nourissier.
Regresaron caminando deprisa y sin hablar. Al llegar a Santa Bárbara, María José apenas musitó un «adiós» antes de desaparecer. Ellos decidieron quedarse en sus habitaciones toda la tarde y reencontrarse a la hora de cenar. Subyacía una buena dosis de prudencia en semejante decisión: Infante temía las recriminaciones del francés por haber aceptado el plan y éste desconfiaba de sus propias reacciones, enfadado y confuso como estaba por lo que se había comprometido a hacer.
Durante la cena, sentados frente a frente en el bar, se dieron cuenta de que el tiempo transcurrido desde el mediodía había difuminado la situación sin resolverla. Infante aún estaba temeroso; Nourissier se encontraba todavía de mal humor. A pesar de ello, ambos podían tratar el futuro inmediato sin llegar a ninguna confrontación.
—¿Qué has estado haciendo esta tarde? —preguntó el catalán por entablar un diálogo neutral.
—He apuntado y comentado en mis notas el episodio de la venganza que esa mujer nos contó.
—Parece que La Pastora presenta ciertos claroscuros en su personalidad.
—Si no fuera así no andaríamos en esto.
—Diría que no estás de muy buen humor.
—Dirías bien. Me disgusta tener que participar en esta mascarada. Soy médico, no bufón.
—Yo no he escogido que las cosas salieran así.
—¡Tampoco te he oído negarte a las pretensiones de esa mujer, ni siquiera has intentado negociar con ella otras soluciones!
—¿Sabes cuál es la verdadera razón de tu enfado, Lucien? Si hubiera sido yo el elegido para llevar la carta te hubiera parecido bien, pero claro, que el eminentísimo doctor haga algo tan absurdo resulta humillante para su vanidad.
—¿De verdad piensas eso? —Nourissier le miraba con los ojos encendidos y la mandíbula adelantada en señal de desafío. Infante dio marcha atrás.
—No; sólo pienso que eres un maldito francés tan arrogante como todos lo sois.
Nourissier sonrió y masculló varias frases en su lengua que Infante no pudo oír.
—¿Qué has dicho?
—Que eres un maldito español, orgulloso y desconfiado como todos lo sois.
También sonrió Infante. Habían sorteado la posibilidad de un temporal. El periodista, como siempre provocador, fue un poco más allá en la broma:
—Lo malo del plan es si se trata de un marido celoso. Ya sabes que después de la guerra siguió siendo somatén, lo que viene a significar un individuo sanguinario.
—¿Crees que me veré obligado a huir por los tejados como los amantes de opereta? No tengo noticia de que Sigmund Freud tuviera que hacer algo semejante.
—Freud no poseía tu espíritu aventurero.
—En eso llevas razón.
Tras la cena salieron del bar con la intención de dar un paseo. Sin embargo, la noche era fría, húmedo el aire y la imagen de la calle iluminada por una hilera de bombillas mortecinas les hizo desistir del proyecto. Regresaron al interior donde podrían charlar tomando un café caliente, también una copa de coñac.