Después de tantas muertes, Francisco se quedó como el amigo en quien yo podía confiar más. Habíamos hablado mucho, sobre todo él. Yo también le había contado cosas de mi vida, por ejemplo lo mal que llegué a pasarlo cuando iba vestido de mujer, también cómo me había conformado y cómo a fuerza de estar solo había sido por fin bastante feliz. Él de su vida me contaba pocas cosas, pero de ideas del proletariado y el comunismo me enseñó todo lo que sé. Es verdad que en los últimos tiempos que les digo, cuando todos andábamos desmoralizados por cómo iban las cosas, cada vez hablábamos menos de política. Francisco no se quejaba de nada, eso es verdad, pero igual que antes le faltaba ocasión para dar un mitin de ideas rojas cada dos por tres, ahora se quedaba más y más callado. Yo suponía que se imaginaba un poco la que se nos venía encima.

En marzo de 1950 llegó un grupo de siete maquis desde Francia con las últimas órdenes de los jefes del partido. Llegó con ellos José Gros, que le pusieron para la guerrilla «Antonio el Catalán» aunque nadie se lo llamaba. Era un pez gordo y venía a sustituir a unos jefes de sector por otros distintos. A Francisco, que era secretario de organización del grupo, también lo sustituyó. Decía que teníamos que empezar a hacer las cosas de otra manera y con más seguridad, que ya no debían morir más hombres. También quería poner un poco de orden porque decía que estábamos desmandados y que cada uno hacía de su capa un sayo. Iba por las montañas con su grupo y de repente llamaba a algún jefe de algún sector para darle órdenes o hablar con él, pero no se presentaba y lo dejaba plantado.

Por fin convocó una reunión general en un sitio que le pareció seguro y que tenía un torrente cerca para que el agua no faltara. Allí dio la sorpresa a todos diciendo que el tiempo de la guerrilla ya había pasado. El partido mandaba la retirada y a todos los que estábamos en el monte nos irían pasando a Francia poco a poco. Mientras tanto, nada de grandes acciones porque ya habían muerto demasiados compañeros. Me contaron que la gente se quedó de una pieza, porque decir que nos retirábamos y que se acababa el maquis era como decir que nos habían vencido la Guardia Civil y los franquistas. Muchos hombres no durmieron y otros lloraban, pero como la cosa no era de hoy para mañana, se pensaba que ya veríamos lo que sucedería con el tiempo.

En junio el tal Gros y los que venían de Francia se presentaron en nuestro sector. Nuestro jefe entonces era Militar Rubio y él mismo nos dijo que estos de Francia venían a organizar las cosas pero también a ajustar cuentas con los que se habían saltado alguna línea del reglamento. Los hombres estaban nerviosos y no era para menos porque, nada más llegar, ya hubo la primera pelotera entre Militar Rubio y Gros. Le dijo éste que Santiago Carrillo le había dado la orden de tomar la dirección del AGLA porque los hombres que el partido había mandado al maquis estaban todos muertos. Militar Rubio le contestó que allí estamos todos vivos y que no pensaba dejar el mando porque allí los hombres le apoyábamos, y era verdad. El de Francia replegó velas porque se dio cuenta de que podía meterse en un lío del que no había salida, porque una cosa es dar las órdenes en un despacho y otra distinta meterse en el monte con unos tíos muy baqueteados y decirles que hagan algo que no quieren hacer.

Bueno, pues el jefazo y sus hombres se quedan en nuestro campamento algunos días. En eso que una madrugada estoy durmiendo y me llega Francisco sin hacer ruido y me dice:

—Despierta, Pastora, pero no hables fuerte ni metas bulla.

Me senté y me restregué los ojos que tenía llenos de telarañas. Francisco estaba muy nervioso, a cada tanto se hacía crujir los dedos de la mano derecha con la otra mano. Se sentó a mi lado y me miraba con los ojos salidos como si se hubiera vuelto loco.

—Escúchame bien lo que te voy a decir porque a ti también te interesa. Hace un rato me han despertado porque Militar Rubio y el jefe de Francia querían hablar conmigo. Estaban sentados muy serios el uno al lado del otro y enseguida he entendido que iban a hacerme como una especie de juicio. El tío ése, el tal Gros que no conocemos de nada, va y me dice que creen que, a lo mejor sin quererlo, yo he pasado información a la Guardia Civil por medio de las masoveras del mas de las Morenas. Han dicho que la Guardia Civil siempre sabía cuántos hombres íbamos a salir en un batallón y que eso no es normal si no ha habido indiscreciones.

—Pero tu…

—Escúchame, Pastora, y calla, que lo que te estoy contando es muy gordo. Después va y dice Gros que él no se acaba de creer que yo haya pasado información al enemigo y que confía mucho en mí. Luego coge unos papeles y me dice que, para demostrarme esa confianza que me tiene, tú y yo tenemos que llevar unos documentos al sector XXIII, dárselos a Eduardo y volver después. Yo le digo que no hay problema, pero entonces el tío dice que para cuando volvamos de esa misión nos tendrá que interrogar sobre las circunstancias de la muerte del compañero Ricardo en aquella acción. Te acuerdas, ¿no?

Claro que me acordaba, al compañero Ricardo lo mató la Guardia Civil en una misión en la que nosotros tuvimos algo que ver. Corrieron rumores de que lo habíamos dejado a él y a los que iban en la misión solos por el monte sin hacerles de guía hasta el sector que buscaban, con tan mala fortuna que cuando iban a su aire él y sus compañeros buscando el camino, la guardia civil asaltó por sorpresa la expedición. Le dieron, iba herido y los compañeros hicieron un sálvese quien pueda y quedó abandonado. Así que parecía que había varias cosas que habíamos hecho mal. Militar Rubio, nuestro jefe, no quiso entrar al trapo enseguida, pero desde el principio nos dijo que más adelante se vería de quién había sido, parte por parte, toda la responsabilidad. Francisco siempre tuvo miedo de que le cargaran el muerto a él y aquella noche con más motivo. A mí también hubiera podido caerme un poco de culpa porque como siempre hacía de guía y señalaba los caminos que me parecían mejor… Aunque bien les aseguro que nosotros no tuvimos culpa ninguna porque… Pero ahora no estoy en eso, sino sólo contando lo que pasó aquella madrugada tan importante en que Francisco me despertó.

—¿Tú qué dices, Pastora?

—¿Yo?, ¿y qué quieres que diga yo?

—He oído muchas cosas desde que llegaron de Francia esos tíos, y tú también las has oído: compañeros a los que mandan a misiones y no vuelven más… Ya viste cómo a Gros intentaron matarlo metiéndole una bomba en la tienda de campaña, ¡y eso han sido los propios compañeros! Es un bicho y nadie lo quiere bien.

—Sí, pero ¿qué podemos hacer? Si nos manda que llevemos esos papeles habrá que llevarlos, ¿no? Y si al volver nos preguntan por lo del compañero Ricardo pues habrá que contestar.

—Yo me largo, muchacho, porque me huele que me preparan algo y de esa misión no regresaré.

—¡Pero eso es desertar! Y tú mismo me has dicho mil veces que la deserción es lo peor del mundo.

—¡Y qué más da! ¡Ya ves que están desmantelando todo el movimiento guerrillero, que quieren mandarlo todo a paseo! ¿Y qué nos espera aquí en caso de que volvamos vivos de esta misión de mierda? Un juicio de una cosa que pasó hace un montón de tiempo y en la que no tuvimos nada que ver pero de la que nos acusarán porque necesitan culpables. ¡Vaya final después de tanto luchar! Larguémonos y que les den morcilla.

—¿Y adónde vamos a ir?

—Iremos como maquis independientes, solos tú y yo. Conozco dónde hay varios depósitos de víveres y comida no nos faltará. Después ya nos iremos apañando.

Me quedé quieto un momento. Quería pensar pero los pensamientos se me iban cada uno por su lado y no veía nada con claridad. Desertar era algo que me daba muy mala impresión porque siempre había oído que quienes lo hacían eran cobardes, y yo cobarde nunca lo he sido. Pero en lo que decía Francisco también llevaba razón: ¿un juicio como si fuéramos gente de mala vida? ¿Por qué? Yo no había traicionado a nadie y al compañero Ricardo ése casi no lo conocía. Además, si no pasaba nada y nos iban mandando a Francia, yo no tenía papeles ni los podría tener porque ahora era un hombre. ¿Qué iba a pasar conmigo, tendría que volver a ser mujer? ¿Y qué haría yo fuera de esta tierra?, sólo sabía cuidar de los rebaños. Quizá era una buena idea marcharme con él. Luego, veríamos. Pero sobre todo y lo más importante es que Francisco era mi único amigo entonces, ya no tenía ninguno más. A los que había ido teniendo, a los compañeros que me querían de verdad, los habían matado. Le dije que sí, que contara conmigo, que me iría con él. Si hice bien o no ni siquiera ahora lo sé. Las personas como yo nunca tenemos muchos sitios adonde ir, ni muchos planes para la vida. Yo nunca había tenido ninguno, la verdad, vivía cada día que empezaba por la mañana y lo acababa por la noche.

Al día siguiente por la tarde nos preparamos para marchar a la misión a la que nos mandaban. Era 7 de octubre de 1950. Francisco me dijo que me acordara de la fecha porque era muy importante en la historia de nuestra vida. Llevábamos como enlace a Tomás, que se quedó en un punto de encuentro. «Hasta dentro de un rato, espéranos aquí», se despidió Francisco de él, yo no abrí la boca. Le dimos la espalda y empezamos a caminar. Pasamos de largo la torrentera que nos hubiera llevado al sector XXIII. Francisco andaba tan deprisa que me costaba seguirlo, y eso que yo iba siempre más rápido que él. Le pegué un grito: «¡Pero hombre, para ya, que no nos persiguen!». Y él me contestó: «¡Camina, Pastora, que ahora ya no podremos parar nunca!». No entendí bien qué quería decir con aquello, pero me pareció que estaba como furioso, y preferí quedarme callado. Después de aquel día muchas veces caminamos así, los dos callados, solos en el monte, dándonos prisa como si huyéramos todo el tiempo y detrás vinieran perros con los dientes afilados.