Pararon en una aldea próxima a Tortosa y dejaron que transcurriera el día. Era preferible llegar al anochecer, cuando su presencia en el hospital no resultara tan llamativa. Ambos se encontraban decaídos y evitaban conversar. Con sus pertenencias cargadas en el coche y la sensación de no tener dónde ir parecían un par de bohemios que deambularan sin destino.
Las seis de la tarde era una buena hora para ponerse en marcha. Al entrar en Tortosa preguntaron la dirección del hospital y hacia allí se encaminaron, guardando un silencio expectante que el periodista rompió al fin:
—Todo lo que ocurra a partir de ahora te corresponde a ti dirigirlo.
Era una especie de recordatorio de su desacuerdo con lo que estaban haciendo. Nourissier no respondió, pero fue él quien, una vez dentro del hospital, se dirigió a la recepcionista preguntando por el juez.
—¿Son ustedes familiares? —fue la más que esperable contestación.
—Somos amigos.
—Esperen aquí.
La recepcionista, alta y fornida como un húsar, se alejó por el pasillo con paso cuasi militar.
—Ahora volverá con la Guardia Civil —cuchicheó Infante.
—En ese caso, prepárate para correr.
—Estás loco, doctor.
Regresó acompañada, pero de una hermosa mujer de apenas cuarenta años.
—Aquí tienen a la sobrina del señor Santillana. Ella es quien puede darles autorización para verlo.
La sorpresa fue total. Nourissier se preguntó qué demonio iban a hacer. Con cierto atropello se presentó y presentó a Infante, subrayando que eran amigos del paciente. Como la recepcionista escuchaba descaradamente desde su cubil, la sobrina del juez les hizo un gesto para que salieran a la calle. Nourissier advirtió que no iba preparada para el frío exterior.
—¿No debería coger algo de abrigo? —preguntó.
—Será sólo un minuto. Mi tío no tiene amigos, por lo que debe tratarse de una confusión.
Nourissier no hizo caso del tono poco amistoso y encadenó una batería de preguntas sin más explicación.
—¿Cómo se encuentra el juez? ¿Se sabe qué le ha sucedido?
La desconfianza se marcaba en la cara de la chica como un rasgo más de su fisonomía. Nourissier prosiguió, intentando tranquilizarla.
—Hemos pasado unos días en Morella e hicimos amistad con su tío. Nos enteramos de que había sufrido un accidente y queremos saber cómo está; eso es todo.
—Ya —dijo ella secamente—. Está mejor, pero tiene tres costillas rotas y eso es complicado en un hombre de su edad.
—¿Cómo fue el accidente?
Ella se quedó mirándolos y sonrió con desprecio. Dio media vuelta y se dispuso a entrar en el hospital:
—Adiós, señores, buenas noches. Ya le diré a mi tío que se han interesado por él.
Nourissier la tomó de un brazo.
—Espere, por favor.
—¡Suélteme! ¿Quiénes son ustedes en realidad?
—Todo lo que le he dicho es cierto. Soy psiquiatra y hago un estudio sobre la salud mental de los habitantes de la zona. Su tío me ayudó.
—¿Cómo le ayudó?
—Nos contó cosas sobre la guerra civil.
La mujer asintió varias veces, suspiró:
—Ahora lo entiendo todo. Les diré lo que ha pasado: a mi tío lo han agredido brutalmente, le han roto las costillas a palos. No ha habido ningún accidente de moto, aunque eso figure en su ficha del hospital. Me acaba usted de dar la clave de quién le ha pegado, y el porqué.
—Venga con nosotros. Ahí delante hemos visto un bar. Tomemos un café, charlemos. Se lo ruego, será un momento nada más.
Pensó, dejó vagar sus ojos bellos y tristes por el aire húmedo. Miró hacia el interior del hospital.
—Voy a buscar mi abrigo —dijo por fin—. Espérenme en el bar.
Hasta que no vieron entrar su esbelta figura en aquel local cochambroso, ambos pensaron que no comparecería; pero en aquel breve lapso de tiempo parecía haber acopiado fuerza y decisión. Se sentó junto a ellos, pidió una copa de vino y tomó la palabra en primer lugar.
—De modo que mi tío estuvo contándoles cosas sobre la guerra civil.
—Algo así.
Se tensó de pronto, una inesperada furia animó sus ojos, su tono de voz. Dio un pequeño pero contundente golpe sobre la mesa:
—No; «algo así», no. Le han roto tres costillas; de modo que quiero saber exactamente qué les contó.
—Habló sobre algunas actuaciones profesionales suyas en el entorno del maquis.
—¿Sobre cuáles?
Nourissier pronunció algunas frases que no eran sino subterfugios, hasta que Infante lo interrumpió, hablando por primera vez.
—La Pastora. Buscábamos información sobre La Pastora y el juez nos la brindó. Mi amigo quiere incluir a ese maquis en su estudio.
—Ahora entiendo por qué le han pegado. Deben de estar locos ustedes dos.
—No esté tan segura, la información que nos dio sobre esa bandolera fue irrelevante. No ha sido culpa nuestra que lo hayan agredido. Su tío se emborrachó y salió a la calle soltando gritos en contra de Franco.
—Lo sé. Hace tiempo que andaba buscándose una buena paliza. —Se bebió el vino de un trago. Cambió de actitud—. Me llamo María José. Soy maestra pero no ejerzo ya. Ahora tengo una pequeña papelería que me da para vivir.
Nourissier, más tranquilo, se apresuró a enumerar los buenos deseos que los habían conducido hasta el hospital:
—Cuando se encuentre mejor dígale a su tío que hemos estado aquí. Dígale también que lamentamos todo esto, que a nosotros la Guardia Civil nos ha expulsado de Morella, que nunca pensamos que las cosas terminarían así. Asegúrele que lo recordaremos siempre, que tenemos en gran estima su amistad.
Ella asentía, distraída y mecánicamente; su rostro había adquirido la indiferencia de un sonámbulo, su mente parecía perdida en otro lugar.
—De modo que La Pastora —bajó el tono—. ¿Saben que esa bandolera se ha convertido en un mito? La gente dice que es la única maquis que logró sobrevivir, que está viva aún, y escondida en el monte.
—Sí, lo sabemos.
—¿Mi tío les contó algo interesante sobre ella?
—Nada definitivo.
—Lógico, él no sabe gran cosa sobre esa mujer. Yo sé bastante más.
Una inmediata conmoción dejó momentáneamente inmóviles a los dos hombres. No supieron qué contestar. Ella continuó como si no hubiera dicho nada inhabitual.
—¿Piensan quedarse en Tortosa?
—Depende de lo que pueda ofrecernos la ciudad —dijo Infante con malicia.
María José sonrió. Era rubia, de grandes ojos y cuerpo armónico. Sin embargo, presentaba un aspecto un tanto desaliñado: ropa demasiado grande, zapatos llenos de polvo.
—Es mejor que no se queden aquí. Vayan a Santa Bárbara. Hay un hotel pequeño en la carretera, el único del pueblo. Me conocen. Llamaré para que les den habitación aunque sea tarde ya. Yo me quedaré un día más cuidando de mi tío y luego iré a reunirme con ustedes. Podemos hablar. Si es que les interesa, naturalmente.
—¡Nos interesa! —exclamó inmediatamente Nourissier—. Su tío debe de estar feliz por tener una sobrina como usted.
Soltó una carcajada:
—Mi tío siempre ha sido un poco egoísta, y el egoísmo se acrecienta con la edad. Pero no puedo quejarme: me ha nombrado su única heredera.
Se levantó, caminó hacia la salida. Nourissier la siguió. Sólo Infante se había quedado quieto en su silla.
—¿No vienes, Carlos?
Negó con la cabeza. El francés, sorprendido, volvió hasta él.
—Dile a esa chica que venga también. No hemos acabado de hablar.
Ella lo hizo sin necesidad de indicaciones, con cara de fastidio. Se dejó caer sobre el asiento como un pesado fardo.
—Lo siento, María José, pero la seguridad del doctor Nourissier en España es un tema que me compete. No desconfío de usted, pero para mí siempre es muy importante comprender los motivos por los que la gente hace las cosas.
—¿Y?
—Quiero saber cuáles son los suyos. ¿Por qué va a darnos información?
—Me parece evidente. Quiero vengarme de la Guardia Civil por lo que le han hecho a mi tío.
—¿Puedo decirle que no me lo creo?
Se echó a reír y su risa encerraba un punto amargo.
—Usted es un tipo muy listo.
—Lo justo para sobrevivir.
—¿Y si no me da la gana de contarle mis motivos?
—Entonces será mejor que no hablemos. Cuento con otras fuentes de las que obtener información.
—Muy bien, en ese caso pídame un coñac; y dos más para ustedes, no pienso beber sola.
Cuando tuvo la copa frente a sí empezó a mover el licor, formando remolinos en los que se enfrascó. Una gran dureza subrayó sus rasgos. Bebió el coñac de un solo trago, se estremeció.
—Mis motivos son muy simples, muy personales también. Por eso tenía la sensación de que no era necesario exponerlos. Pero no pasa nada; de cualquier modo no son un secreto para nadie en esta ciudad. Mi marido formó parte del somatén durante varios años; eso me ha permitido estar al tanto de muchas cosas que desconocen los demás.
—Lo que yo quiero saber es por qué está dispuesta a compartir con nosotros esas cosas.
—No me avasalle, aún no he terminado y estoy harta de que me avasallen. Mi marido era del somatén y eso le ha reportado algunos beneficios: ahora es gobernador civil de Castellón. Además, ya no es mi marido.
—¿Se separaron?
—Me abandonó.
—Lo siento.
—No lo sienta; a lo mejor usted hubiera hecho lo mismo: ahora está con una chica de apenas treinta años y parece irles muy bien.
—¡Vaya, creí que dentro del Régimen todo el mundo tenía una moralidad intachable!
Soltó una carcajada sarcástica, buscó inútilmente en la copa vacía un poco más de coñac.
—¿Hay alguna intimidad más que deseen saber?
—Lo siento, no pretendía… —se disculpó Infante con torpeza.
—Me da igual lo que haya pretendido, de la misma manera que me da igual su investigación. Me apetecía una pequeña venganza personal y ustedes me la brindan, eso es todo.
—Ahora las cosas están más claras.
—Pues entonces me voy. ¡No se levanten, por favor! Acaben su copa y hagan sus comentarios. Nos veremos mañana.
—¿Se acordará de darle a su tío nuestros recuerdos? —preguntó Nourissier.
—Descuide, seguro que al enterarse de sus recuerdos, mejorará.
Salió exhibiendo una sonrisa irónica. Los dos compañeros se miraron. Infante resopló:
—Destila cierta amargura, ¿no te parece?
—Una amargura feroz.
—Pero bendigo mil veces haberla encontrado. Realmente es como si Dios estuviera de nuestra parte, cuando parece que habíamos llegado al final del camino hay un recodo y detrás…
—Mi querido amigo, es más que eso, es como si nosotros fuéramos la propia mano de Dios. Gracias a nuestra intervención el pobre juez Santillana ha encontrado el castigo que buscaba y esta mujer quizá pueda sacarse una espinita del corazón.
—¡Cierto, por no hablar de los que han encontrado entretenimiento en nuestra visita y los que se han hecho con un poco de dinero! El único que se quedará con las ganas será Rogelio el literato. ¡Ni el propio Dios en persona sería capaz de encontrarle un editor!
Nourissier reía; ni siquiera la humedad y el frío que hacía en la calle consiguieron disipar su buen humor.
—Te agradezco que me hagas reír; es la única manera de sobrevivir a esta experiencia.
—Los españoles sabemos mucho de risas y chirigotas paliativas, nos transmitimos las claves de generación en generación.
Se pararon frente a la furgoneta, bajo una lluvia fina que empezaba a caer. Infante se quedó mirando el maletero con sus equipajes. Se volvió a su compañero:
—¿Te das cuenta? Somos como vagabundos: aún no tenemos una cama asegurada para esta noche y todos nuestros pertrechos están en ese costroso vehículo.
—Alguna vez añoraré esta situación cuando vuelva a Francia.
—Me extrañaría, señor burgués.
—Tú no has cenado en Navidad con mis tíos y los tíos de mi esposa, ni has asistido a los interminables claustros de la universidad, ni…
Infante lo interrumpió, serio:
—¿Te gustaría cambiar de vida?
Nourissier se quedó parado, bajó la vista, sonrió con cierta tristeza:
—A veces tengo la sensación de que no hay nada en mi vida que yo haya escogido realmente. Nunca me he rebelado frente a la realidad, es un hecho.
—¿Y por qué ibas a rebelarte si todo lo que tienes te parece bien?
—El caso es que no lo sé, no me he puesto a pensarlo realmente, no he cuestionado lo que está bien y lo que está mal. Hay conceptos como la familia, el trabajo, el amor, la honradez, la respetabilidad, los hijos…, todo lo que conforma la vida en realidad, que me han venido impuestas por el medio. «Impuestas» quizá no sea la palabra; quizá «dadas» sería mejor.
—Esas dádivas no parecen nada desdeñables.
—¡No lo son!, pero jamás he dado un paso en una dirección que no estuviera marcada de antemano, y eso a veces resulta incómodo cuando lo piensas a cierta edad.
—Todos estamos limitados por nuestras circunstancias.
—Tú has sido más libre que yo.
—No lo creas —dijo el periodista, y su semblante se ensombreció. Salió rápidamente del impasse para afirmar—: Además, hay que atenerse a los resultados. Tú tienes a un montón de gente que te quiere. En cuanto a mí… sólo podría mitigar el desastre comprándome un perro.
—La auténtica verdad, la auténtica verdad demoledora es cuando te das cuenta de que quizá no necesitas el amor de nadie, y de que en eso radica tu libertad, y de que si continúas formando parte de un entramado afectivo, es sólo porque piensas que los demás necesitan de ti.
Infante sintió que un peligro indefinible sobrevolaba la conversación. Soltó una risotada extemporánea:
—Debemos de estar locos, esa mujer ya lo descubrió antes. Es de noche, llueve, no tenemos dónde caernos muertos y lo único que se nos ocurre es ponernos a elucubrar. ¡Vámonos!
Pusieron rumbo hacia Santa Bárbara. La calefacción, el silencio y el ronroneo del motor llenaban de sopor el aire. El psiquiatra quiso saber de pronto:
—¿Nos quedaremos varios días en ese pueblo?
—Al menos tres o cuatro.
—Lo digo por advertir a mi esposa. Se inquieta mucho si llama a una pensión y no me encuentra. Lo cual es comprensible, ¿no es cierto?
—Por supuesto, por supuesto que sí.
A su llegada, los dueños del pequeño hotel estaban esperándolos. Se trataba de un matrimonio de mediana edad.
—María José nos ha dicho que les reserváramos dos habitaciones que no den a la carretera, para que puedan descansar bien.
—¿Hay algún teléfono que pueda utilizar? Tengo que poner una conferencia a París —preguntó el psiquiatra.
—Está al final del pasillo. Venga, se lo mostraré.
En su cuarto, el periodista abrió el equipaje, sacó su alijo de alcohol y escogió una botella de ginebra que estaba sin empezar. Se sirvió un trago cumplido. Miró el líquido al trasluz de una raquítica lamparilla. «¡Ah, el querido doctor; no necesita amor pero corre a llamar a su esposa antes de que pueda inquietarse!». Ojalá él hubiera sido tan sensible al dictado del deber, porque era inútil pretextar ignorancia, siempre había sabido cuál era su deber. Sonrió con cansancio. Pensar, analizar, cuestionarse los imperativos del destino, aceptar las circunstancias de la existencia, sopesar, rechazar, atreverse…, el miedo, la soledad… Suspiró filosóficamente. Su vida había sido un desastre, y él era un miserable. Sin embargo, había ido aprendiendo a tolerarse, a vivir como si el protagonista de su biografía fuera otro, aunque era consciente de que aquel precario equilibrio podía venirse abajo en cualquier momento. Entonces ni una pequeña partícula de su armazón quedaría indemne, el desmoronamiento sería total. «¡Salud, Carlos Infante!», murmuró para sí, y acabó de un tirón el contenido del vaso.