Aprendía rápido a leer. Eso me dijo Rubén. Yo no sé si aprendía más lento o más rápido que otros, pero el caso es que me gustaba. Era muy bonito darse cuenta de lo que ponía en los letreros y pensar que, tiempo atrás, no hubiera sabido adivinar nada del sentido que tenían. Me enseñaba con letras de palo. Un día dijo que también me enseñaría las letras de la escritura a mano, pero más adelante, que ahora no teníamos tiempo. Pero ese tiempo no lo tuvimos y yo, de momento, no he aprendido a leer esa escritura y seguramente nunca aprenderé, aunque ¡vaya usted a saber! Lo más complicado era escribir. Me ponía muy nervioso, se me agarrotaba la mano y hasta me subía un calambre por el brazo. Rubén me decía: «¡Tranquilo, hombre, tranquilo!». Pero no, yo no me quedaba tranquilo. Y menos cuando luego veía en el papel la birria que me había salido. Rubén me decía: «¡Pues no está tan mal!». Me lo decía para animarme, porque era tan buen chico que no podía serlo más. ¡Y encima valiente!, que se arriesgaba un montón. Yo lo había visto en acción y mató al guardia Vinuesa aquel, ¡con una sangre fría!, pero me contaron muchas cosas más de cuando yo aún no había entrado en el maquis. Me contaron que participó en la muerte de dos cabos, ayudó a quemar el tren de Valdetormo haciendo sabotaje como ellos decían, asaltó el coche correo de Alcorisa-Cantavieja y estuvo en un montón de acciones más que ahora no me acuerdo. Sólo hay que decir que con dieciocho años ya era jefe de batallón. Manejaba las armas como si le hubieran parido con una en las manos. Era listo y noble y tenía mucha cultura. ¡Siempre leía libros y hasta escribía cada día un diario con todo lo que hacíamos y las cosas importantes que pasaban! A mí me dejaba con la boca abierta verlo dale que te pego en el cuadernillo escribiendo y escribiendo ¡y tan fresco!, como si no hiciera nada. Pero todo lo que sabía lo había aprendido por él mismo, que me había dicho que a la escuela tampoco fue.

Un día me contó la vida que había llevado de pequeño y me dio mucha compasión. Teníamos prohibido en el maquis decir dónde habíamos nacido. Los del terreno todo el mundo lo sabía, pero los castellanos, no. Él se saltó las órdenes y me dijo que era de Burgos. Su padre era hojalatero y habían venido a parar a esta tierra no sé por qué razón. La madre se había muerto de enfermedad. El padre iba de pueblo en pueblo con una caja de herramientas colgada al hombro y hacía apaños para vivir. A Rubén, que tenía seis o siete años, se lo llevaba con él. Parece que le daba más palos que a una estera. Le llamaban el Cuenquero, por el trabajo de arreglar cuencos y cosas de metal. Un día que Rubén tenía unos ocho años estaba en la masía Torre el Catre y el Cuenquero venga a darle palos delante de la masovera, que se compadeció. Le dijo que parara de pegarle y que ella se lo quedaría allí para siempre y le daría de comer. El padre se lo dejó encantado de la vida, que así se libraba del crío y se ahorraba la comida y los cuatro harapos que debía comprarle. Rubén estuvo una temporada en la masía, donde lo iban criando. Luego, otras masoveras se lo llevaban a sus casas para que a la mujer de Torre el Catre no le cayera tanto peso. De manera que fue pasando temporadas aquí y otras allá, siempre durmiendo en los pajares, siempre comiendo por caridad, siempre haciendo trabajillos que le mandaban. El padre nunca lo reclamó. Hasta que tuvo dieciséis o diecisiete años. Entonces conoció a unos compañeros del maquis y con ellos se largó. Me dijo que no se había despedido de nadie porque a aquellas alturas ya no paraba en una casa un tiempo seguido, así que nadie iba a echarlo en falta. ¡El pobre, debía de estar más solo!… Yo de eso sé algo también, pero yo por lo menos tenía las ovejas, mi trabajo… No sé, yo tenía algo más, pero este muchacho… Yo le tenía mucha afición, me hacía gracia. Creo que él también me apreciaba a mí. Nunca me llamaba Pastora, siempre Durruti, porque el maquis era como su familia, y le gustaba hacerlo todo muy legal.

Rubén. El día que le leí un trozo seguido de un libro sin equivocarme se puso a dar saltos como si se hubiera vuelto medio loco. Claro, siendo sólo un chaval a veces era muy serio, pero otras tenía ganas de juerga. «¡Esto lo vamos a celebrar, Durruti!». Fue a buscar vino y nos echamos unos tragos. Estuvo brindando por mí: «Por todos los libros que leerá el compañero Durruti, que ya se ha convertido en un hombre con instrucción». Bueno, yo le daba golpes de broma y le decía que se callara de una vez, pero me gustaba que dijera aquellas cosas. Estaba contento además, me dio por pensar que si se enteraban todas las personas que me conocían no se lo podrían ni creer: «¿Teresot sabe leer? ¿Y quién le ha enseñado?». Pero no se enterarían, porque nadie iría a decírselo. Daba igual, el que había sido mi maestro estaba orgulloso, y yo también. Rubén saltaba con el vino en la mano: «¡Viva la cultura democrática y basta ya de opresión!». Como un crío de feliz, parece mentira que cuatro días después estuviera con la responsabilidad encima de matar a un guardia civil. Por mucho que se equivocara de hombre, la responsabilidad la tuvo y la muerte la cumplió. Era un guardia menos como dijo el Catalán, y en paz. Lo malo fue que unos días más tarde el que estaba muerto era él. No me entraba en la cabeza.

A Rubén lo mataron en Ejulve, cerca de la masía donde se había criado cuando su padre lo abandonó. Iban él y el Nano. Llevaban la misión de contactar con el sector XVII. Pararon justamente en la masía para que les dieran de comer, cuando volvió el Nano solo nos lo contó. A Rubén los dueños lo reconocieron, claro, y se saludaron. Le decían: «¡Hombre!, cómo se te ocurre venir a comprometernos después de que te has criado aquí». Les dieron panes y jamón, que lo único que querían ese día los compañeros era comer. Al marcharse, Rubén les advirtió: «No deis parte de que hemos estado aquí». Entonces un chaval que sería de su edad venga a echarle cosas en cara: «¡Pero vaya idea comprometernos a nosotros! Ya sabes que tenemos que dar parte si viene gente del maquis por aquí. Pero si ésta ha sido tu casa y hemos crecido juntos». Rubén no se acobardó, ni «hemos crecido juntos» ni leches, que él ya había vivido mucho aunque fuera joven. Así que el Nano dijo que les soltó: «Si nos denunciáis, volveré; y entonces tened por seguro que os mato». Él era así, sabía lo que tenía que hacer, como un hombre de verdad. Pero los denunciaron, claro, porque a ellos tres cuernos les importaba en el fondo si se había criado allí o en una cueva en la otra punta del mundo. Fueron los guardias a la casa, pero como ya habían volado, pues nada pudieron hacerles. Lo malo es que una pequeña dotación se quedó por los alrededores, no para buscarlos a ellos, sino para descansar. Se alojaron en una masía de Ejulve. De madrugada, el cabo sale a hacer sus necesidades al campo y entre la bruma ve a un hombre que está cogiendo almendras. Como iba sin armas, fue a buscar a los otros guardias, lo rodearon y lo mataron sin mediar palabra. Eso es lo que cree el Nano que pasó. Rubén se dio cuenta, el pobrecillo, de que iban a matarlo, y pidió auxilio al Nano porque se había dejado su arma un poco lejos, pero el Nano estaba encima de una colina y no pudo ni llegar. Vio desde arriba cómo se lo cargaban y cogían su metralleta, que la había dejado encima de una roca y ahí estuvo su error. Todos los errores se pagan, como decía el Catalán, y las instrucciones están para cumplirlas a rajatabla. Llevaba razón.

Seis días más tarde llegó el Nano al campamento. No había podido contactar con el otro sector porque el que se conocía dónde estaban las estafetas era Rubén. Venía destrozado por la muerte del compañero y cuando lo contó se puso a llorar. Todos los que estábamos allí nos quedamos con el corazón en un puño. Yo sentí mucha pena y coraje, le di puñetazos a la corteza de un árbol hasta que me hice sangre. Entonces el jefe Carlos el Catalán se puso tan enfadado que parecía que iba a estallar:

—¡Sois unos aficionados! —decía—. ¡Cuando se está fuera del campamento no hay que apartarse nunca del arma, nunca!

—El chaval tenía hambre y fue a recoger almendras. Iba a estar en el árbol sólo cinco minutos —protestaba el Nano.

—¡Ni hambre ni hostias! Mira ahora, ya se le ha acabado el comer para siempre, que los muertos no comen.

Yo creo que estaba furioso también porque no quería llorar, porque era el jefe, pero ganas sí debía de tener, porque le miré los ojos y los tenía mojados. ¡Quién no iba a sentir que hubiésemos perdido a Rubén! Luego se volvió al Nano:

—Y tú, ¿por qué coño no te sabías tú las estafetas?

—¡Joder, porque se las sabía él!

—¡Cojonudo! Pues ahora hemos perdido a un hombre y seis días. Así que mañana mismo vuelves para ver si podéis contactar con el otro sector de una puta vez. Que te acompañe Lucas.

—Rubén debía de llevar encima el diario que escribía —dije yo.

Carlos el Catalán se llevó las manos a la cabeza.

—¡Es verdad! Ahí apuntaba nombres de gente que colaboraba con nosotros. Ahora por su imprudencia caerán unos cuantos más. ¡Hay que joderse, Rubén, hay que joderse cómo la has cagado, compañero! ¡Largaos, largaos todos, que aquí ya no hay nada que hacer!

Nunca lo había visto tan fuera de sus casillas. Me fui a un rincón, me tapé con una manta, pero en toda la noche no pude dormir. Pensé que ya nunca aprendería a escribir. También me di cuenta de que de allí íbamos a salir pocos con vida. Seguramente un buen día me tocaría morir a mí. Ojalá que por lo menos, hasta que ese día llegara, pudiera llevarme por delante a unos cuantos: al teniente Mangas, al hijoputa que mató al dueño de El Cabanil y le reventó los cojones, al que se había cargado a Rubén. Y si no era a ellos, pues a otros, que al fin y al cabo daba igual.

Oportunidades no me iban a faltar, porque en una salida que hicimos poco después nos rodeó la Guardia Civil y nos pegaron tiros y tiros, sin darle a nadie. Tuvimos que dispersarnos y volver cada uno por su lado. Todos comentábamos que parecía que los guardias civiles estaban creciendo como malas hierbas, cada vez había más.

Al cabo de un tiempo a Carlos el Catalán lo llamaron los del partido desde Francia. La última orden que nos dio antes de irse fue la de trasladar el campamento a las Salinas, que estaba entre Canet lo Roig y el barranco de Vallibona. Entre tres hicimos cinco viajes y transportamos cien kilos de arroz, cincuenta de fideos, jabón, embutido, chocolate, ropa, alpargatas… ¡Mira que he trabajado en mi vida, pero como en aquellos días!…

En aquel campamento estábamos varios, algunos venían de Francia. El jefe, que se llamaba José María, era el secretario del comité de grupo. Resulta que para formar el sector XXIII ya no éramos bastantes. No lo sé, a mí todo aquello de los sectores y los jefes y las idas y las venidas que hacían me daba lo mismo y no lo entendía bien. Yo cumplía lo que me mandaban. El nuevo jefe José María nos reunió una noche y dijo que los del partido, en Francia, le habían dicho que repartiéramos más propaganda y que no hiciéramos tantas acciones guerrilleras y de sabotaje porque las órdenes generales estaban cambiando. Bueno, pues la gente pensaba que eso estaba bien, pero que repartir octavillas en el monte no iba a ser cosa muy fácil.

Hasta finales de enero nos quedamos cinco en el campamento. Como se iban llevando mucha comida y material para los grupos, el almacén de víveres iba vaciándose. Por eso a Valencià y a mí nos mandaron a buscar suministros a la masía de Pla En Jover, en Canet lo Roig. Allí habían estado yendo siempre a comprar comida desde antes de que estuviera el campamento. Y allí sí que me pasó la animalada más gorda que me ha pasado en toda la vida. Puede parecer hasta gracioso lo que pasó, pero luego resulta que no tuvo ninguna gracia, porque las consecuencias fueron sonadas.

A la masía de Pla En Jover hacía mucho tiempo que iban los hombres del maquis. Se puede decir que desde que se formó la organización. Estaba en muy buen sitio, muy junto a Canet lo Roig. Tenían de todo en cantidad: arroz, trigo, tocino, aceite, jamones… Los compañeros iban allí y compraban de todo a precio especial. Las dueñas eran dos hermanas casadas que vivían en dos viviendas dentro de la misma masía. Vivían con los maridos y con los hijos pequeños. Pero la cosa es que, antes de salir del campamento, ya me explicaron que estas mujeres se acostaban con quien quisiera de los que iban a comprar. Yo les dije: «¡Anda ya, que me queréis tomar el pelo! ¿Cómo va a ser posible que se vayan a la cama con los hombres estando los maridos allí?». Entonces me contaron que era así de verdad, que los maridos consentían. Había que pagar un poco porque muy ricos no eran, pero si pagabas y demostrabas que eras un buen hombre sin más, entonces no había problema y podías escoger entre las dos. Tan verdad era que una de las hermanas tenía tres o cuatro hijos de otros tantos compañeros del maquis: de Miguel Serrano, del Cinctorrà, de Cano y de Conill de Ares. Yo me reía porque en el fondo no acababa de creérmelo. Pero bueno, el día de la salida nos encaminamos el Valencià y yo tan contentos con dinero y la lista de todo lo necesario. Llegamos sin retraso y nos recibieron muy bien. Nos hicieron pasar a donde tenían los almacenes de la masía y empezamos a mirar y a contar todos los víveres, que de todo parecía haber en abundancia.

Después nos invitaron a cenar una olleta muy rica que una de las mujeres había preparado. Es verdad que me fijé en que por la casa y los patios corrían unos cuantos críos, pero eso no aclaraba nada porque igual podían ser de los compañeros que de los maridos. Ellas me parecían mujeres corrientes, de las que hay en cada casa sin que tuvieran nada de particular. Cenamos tranquilos, charlando de cosas del campo y de los guardias civiles, que cada día había más en Canet lo Roig. En eso que, para postre, sacan unos pastissets y un poco de vino dulce. Estábamos comiéndolos y, delante de los maridos, dice una:

—Bueno, y ahora ya nos decís con cuál de las dos queréis subir a la habitación, o si cada uno con una de nosotras, o cómo queréis arreglarlo.

Nos hicimos de nuevas y como si no entendiéramos lo que querían decir, pero la más descarada se planta delante de mí y me suelta:

—A ti, ¿es que no te gusta hacerlo con mujeres?

Yo miré a Valencià, que se encogía de hombros como si con él no fuera la cosa. Me reía, pero enseguida vi que se ponían así como enfadadas y no me dio la gana de callarme y hacerme el tonto más tiempo, de modo que le contesté:

—Yo no quiero irme a la cama con nadie y ahora no estoy por la labor, y si me gusta hacerlo con mujeres o no, es algo que a nadie le importa.

—¡Vaya, pues a ver si te has creído que eres más guapo que los demás!

El marido, no sé si era el suyo o era el cuñado, también se puso cabreado y me miró con mala cara:

—Sí, debe de creerse que es un señorito o que las mujeres le van a ir detrás.

—¿Y tú, tampoco necesitas lo que los hombres necesitan? —le dice la hermana a mi compañero.

Yo no tenía ni idea de por dónde iba a salir y en un momento pensé que a lo mejor él salvaba la situación, pero parecía que Valencià tampoco estaba para fiestas, porque le respondió:

—Oye, a ver si nos dejáis en paz, que aquí hemos venido a comprar y no a joder con nadie. ¿O es que es obligatorio joder?

Se armó una buena. Los cuatro masoveros casi nos insultaban, hablaban todos a la vez, furiosos, creían que los hacíamos de menos y que aquello era un desprecio de verdad. Yo me callé como un muerto, pero Valencià cada vez estaba más seguro de sí mismo y más encabritado. Como la cosa tenía pinta de acabar mal, me levanté y le hice una seña al compañero. Nos íbamos a quedar a dormir en el pajar pero, viendo el color que tomaba la historia, era mejor que saliéramos por piernas y adiós.

—Pues sí, ya os podéis largar, y por aquí no volváis. Si no somos suficientemente buenas para vosotros, en esta casa no se os puede ofrecer nada. Decidle a vuestro jefe que a vosotros dos no os vuelva a enviar, que mande a otros que sean más hombres.

Nos largamos en mitad de la oscuridad. Dormimos en el campo, que cualquier sitio era mejor que en casa de aquellas dos locas. Valencià estaba que no se lo creía, como a él la ideología era una cosa que le iba mucho, no paraba de decirme:

—¿Has visto, Pastora? ¿Has visto lo que se ha hecho con el pueblo? Son gente sin moral, sin dignidad, que por un poco de dinero te venden a la mujer y a la madre también. Delante de los maridos, de los hijos que han tenido con hombres diferentes. Para eso luchamos, ¿comprendes?, para que los humanos no vivamos como animales que igual les da una cosa que la otra.

—Vale, vale, Valencià; déjalo de una vez. Les ha sabido mal que no les salieran dos novios y en paz. Tampoco hay para tanto. Lo malo es el frío que vamos a pasar y con el que no contábamos.

Un frío del demonio, que sólo llevábamos una manta y a mí en aquellas condiciones me importaba un bledo el pueblo y su dignidad, y al fin y al cabo otros compañeros maquis sí se habían acostado con aquellas mujeres. Menos mal que llevábamos vino en el material que habíamos comprado, y abrimos una botella para capear el relente. Nos la bebimos entera y luego nos dio por reír de lo que nos había pasado y comentábamos si se lo diríamos en el campamento a los compañeros o no. Nos tomarían a broma y nos llamarían maricones y de todo. Nos dirían que nos habíamos dejado avasallar por dos putas y tendríamos burla para rato.

Pero la cosa, como antes les dije, no iba de broma ni una broma resultó al final, y sí lo era, fue muy pesada. Aquellas locas se habían ofendido tanto con nosotros que avisaron a la Guardia Civil de que habíamos estado allí, diciendo mentiras de que les habíamos robado a traición y con amenaza de violencia. Empezó entonces una persecución muy grande de la Guardia Civil, tanta que tuvimos que desmantelar el campamento de las Salinas. Montamos otro campamento pequeño en el nacimiento del río Servol y allí llegó la orden de que los restos que quedábamos del sector XXIII teníamos que incorporarnos al sector XVII. Se fueron por delante todos con Valencià, menos Saturnino y yo, que nos quedamos por La Sénia y por Santa Bárbara. Nuestro deber era pasar de vez en cuando por las estafetas que montó Fabregat. Se nos acabaron los víveres. Comíamos lo que encontrábamos por el campo y llegamos a pensar que nos habían dejado tirados, pero al final vinieron a buscarnos Francisco y Tomás.

No trajeron buenas noticias. Habían muerto muchos guerrilleros y todo el maquis estaba desmoralizado. La Guardia Civil había asaltado el propio Estado Mayor de la guerrilla y se habían llevado armas, dinero, documentos importantes. Contaron que la vida en el monte cada vez se hacía más difícil y más peligrosa. Contaron que habían matado a Valencià y a Lucas. Me quedé sin sangre en las venas. Me acordé de la noche en que habíamos dormido al raso Valencià y yo, de lo mucho que habíamos reído después del vino. Me volvieron los mismos pensamientos que cuando mataron a Rubén: no quedará nadie de nosotros, pensé. Ésta es una vida que acaba siempre antes de cuando toca. Ninguno llegará a viejo. A lo mejor el proletariado sí que encuentra la dignidad y la libertad. A lo mejor en unos años todos tenemos los mismos derechos y no hay amos explotadores, pero desde luego, de los que estamos en el monte nadie lo verá. Todos muertos, todos con un tiro en la espalda o en la cabeza, todos enterrados en fosas comunes o despeñados por un barranco. No sirve de nada acordarse de los compañeros y de lo valientes que eran porque un tiempo más tarde el que se acuerda estará muerto también. Al final no habrá nadie que recuerde a los que nos jugábamos la vida, a los que saltábamos como cabras de piedra en piedra, a los que dormíamos al raso y pasábamos tantos peligros. Esas cosas pensé y a nadie se las dije, yo mismo me asustaba de pensarlas y me daba congoja.