Desayunaron casi sin dirigirse la palabra. En ambos persistía la sensación de que no estaban de acuerdo sobre lo que debían hacer, y tal discrepancia enseguida afloró. Tras apurar el último café, Infante dijo con cierta solemnidad:

—Hoy es nuestro último día en Morella. Ve despidiéndote de esta villa tan ilustre.

—Depende de lo que nos cuente el juez.

—Si de mí dependiera, haríamos la maleta ahora mismo y no volveríamos a verlo más.

—Ve tú hacia nuestro próximo alojamiento y yo iré cuando haya acabado aquí.

—Es una posibilidad; ya la estudiaré. ¿Qué piensas hacer hasta la noche?

—Trabajar.

—Está bien. Yo creo que iré a pasear mis tristes huesos por el campo.

Salió a la calle y empezó a caminar hasta la salida de la ciudad. Necesitaba estar solo, pensar. Aún se encontraba a tiempo de marcharse a su casa, de huir. Miró el panorama campestre, que no tenía más barrera que las montañas. Era hermoso, ¿quién podía negarlo? Pero él no estaba en situación de contemplar la belleza con espíritu místico. A partir de aquel momento se encontraba en peligro y lo sabía. Su vida podía cambiar. Su vida miserable, su vida llena de losas que pesaban como el madero que Cristo tuvo que cargar. Los olivos centenarios le devolvieron, como si conversaran con él, la imagen religiosa: en un olivar sudó sangre la noche antes de que lo crucificaran. Se metía con decisión en su destino, pero sufría. La valentía no es dejar de sentir el miedo, sino sentirlo y seguir adelante igual. Su padre le decía que las religiones son una patraña. Cierto, pero constituyen un punto de arranque para hacer comparaciones, para representarse imágenes, para crear metáforas que nunca vienen mal. Cristo estaba allí, junto a los olivos, enfermo de preocupación ante la perspectiva del dolor físico, de la muerte. Judas le había traicionado. Siempre hay un traidor, y éste siempre se arrepiente, se autoflagela, se suicida al final. Ninguna historia acaba bien para los traidores. No son un buen ejemplo, ni son decorativos, ni mueven a perdón. Son la hez. ¿Dejar solo a Nourissier, abandonarlo? El francés le caía bien. Al principio le había parecido un tipo estirado que llega desde un lugar civilizado, seguro de hallarse en posesión de la verdad. El tiempo había cambiado esa valoración. Nourissier era un buen hombre, un ser extrañamente inocente, incontaminado por la realidad. Le gustaba su sentido del humor, la ligera melancolía que rodeaba su figura, su capacidad para ponerse en la piel del otro, su amabilidad, su cortesía. Quizá la vida no lo había puesto a prueba como lo había puesto a él, pero eso daba igual. Sólo cuentan los hechos y los de Nourissier destellaban como joyas valiosas. Los suyos no, los suyos manchaban las manos como carbones.

Olisqueó las matas, que empezaban a secarse por el otoño. Aquella tierra salvaje y verdadera, desconocida y amenazante como el futuro, le gustaba cada vez más; cuando todo hubiera pasado quizá tomara una decisión parecida a la del juez: retirarse a vivir allí. Alquilaría una casa pequeña y estaría solo, por fin en paz.

Se sentó en el suelo, aspiró el aire. ¿Dónde irían ahora, cuál sería la próxima etapa? Debían alejarse de las montañas, bajar al llano. Estar cerca de Vallibona era demasiado peligroso. Podían instalarse en Santa Bárbara, donde los dejarían tranquilos. Había confiado en que Nourissier se echara pronto atrás de sus propósitos, pero por el momento no había sido así. De modo que irían adelante, él también. Jugaría el juego de verdad, arrostrando las posibles consecuencias. El calorcillo del sol lo reconfortó. Se tumbó de costado y al poco se quedó dormido.

Al despertar se sentía entumecido, calado por el frío. Le sobresaltó un ruido entre los matorrales. Distinguió un bulto que se movía:

—¿Quién anda ahí? —gritó.

Un muchacho se escabulló y echó a correr. Los chicos del pueblo sienten curiosidad, pensó. Sin embargo, aquella curiosidad que en circunstancias normales carecía de importancia, tomaba trascendencia en su situación. El estado de angustiosa alerta que había sentido antes de iniciar el paseo lo embargó de nuevo. Tenían que salir inmediatamente de allí. Igual que ellos se habían percatado de que los guardias civiles los seguían, la gente de Morella debía haberlo advertido también. Se habían convertido en sospechosos. Aquellos jóvenes que parecían acecharlos podían tomar de pronto una decisión imprevista y brutal. El mismo, mientras dormía, podía haber sido agredido con total impunidad. En aquellos lugares, la distancia entre la vida y la muerte era pequeña. Si alguien los mataba, sus cuerpos serían precipitados por uno de aquellos barrancos intransitables. Simplemente, desaparecerían. Se estremeció y decidió volver.

A las ocho y media bajó Nourissier al comedor. Pidió una cerveza como aperitivo y se sentó. Habían advertido a la patrona de que esperaban a un comensal, de modo que la mesa había sido preparada para tres. Miró a la gente que iba entrando. Le sorprendió que aquella noche hubiera tanta animación, le preguntó a la dueña. Eran cazadores de la zona que habían llegado en busca de jabalíes. Mejor, aprovechando su algarabía podrían hablar con más libertad. Tras veinte minutos apareció Infante. Tuvo la sospecha de que había bebido.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó.

—No, sólo he estado pensando un rato.

—¿Pensando únicamente?

—Sin un par de copas no suelo pensar bien.

—¿Y has llegado a alguna conclusión?

—Sí, tenemos que salir de Morella cuanto antes.

—Para eso no necesitabas emborracharte; llevas una eternidad repitiéndolo.

—¿Y quién te ha dicho que estoy borracho?

—Dejémoslo, Carlos; simplemente no comprendo que cuando de verdad alguien me cuenta algo importante, lo único que te plantees sea huir.

—He olvidado el tabaco en la habitación, ahora vuelvo.

Era un modo poco corriente de decir que prefería no pelearse, pero al francés no le pareció mal. Cinco minutos más tarde compareció el juez. Venía vestido con elegancia y formalidad, como si se dispusiera a ejercer su profesión. Los cazadores se quedaron mirándolo, pero él no se dignó siquiera a volver la cara en su dirección. Cuando se acercó lo suficiente, Nourissier, que se había puesto en pie para recibirlo, comprobó con sorpresa que olía intensamente a alcohol. Al parecer había sido para todos una tarde de fuertes tentaciones etílicas, ampliamente satisfechas.

—¿Por qué está solo, doctor?

—Mi compañero vendrá enseguida.

Como si lo hubiera oído, Carlos Infante saludó desde atrás:

—Es un placer verle de nuevo, juez.

El psiquiatra se dio cuenta de que se había lavado la cara, peinado y rociado con colonia, por lo que su aspecto era mucho mejor que minutos antes.

La cena empezó con una deliciosa sopa de farigola a la que le siguió cordero con patatas. El vino tinto que acompañaba el menú era áspero y fuerte, por lo que Nourissier apenas lo probó. Por el contrario, sus dos contertulios parecían no haber completado su nivel alcohólico ideal y sus copas se vaciaban y se llenaban de nuevo sin parar.

Como postre se deleitaron con una finísima crema catalana. El juez daba la impresión de estar bastante ebrio. La patrona se acercó y les dijo con media sonrisa irónica:

—Si quieren pueden tomar el café en la salita de atrás. Así el juez puede sentarse en una mecedora muy cómoda que hay allí. Lo digo por si está cansado.

La salita ofrecida no se abría casi nunca y el aire que se estancaba entre sus paredes estaba helado. Nourissier se alegró; quizá eso devolvería un poco de claridad a las mentes de los bebedores. Así debió ser, porque Infante conminó al juez tan sólo un segundo después de haberse sentado en la prometida mecedora.

—Juez Santillana, debería empezar a contarnos cosas. No queremos que se haga muy tarde.

Entró la patrona y puso una bandeja con café y coñac sobre una mesita central. Se fue al instante y cerró la puerta tras de sí. Infante miraba al juez con una fijeza que no podía ser sino insistencia. El hombre, que prolongaba sus comentarios banales mientras se preparaba para seguir bebiendo, se quedó hablando solo en medio de un denso silencio. Entonces supo que no podía demorar más su relato, aunque intentó un último subterfugio:

—Quizá no es ahora el momento, después de esta cena tan copiosa. ¿No deberíamos encontrarnos mañana?

Infante dio un golpe seco sobre la mesa que hizo tintinear tazas y copas.

—¡Basta de tonterías, Santillana! ¡Diga lo que tenga que decir y acabemos con esta farsa de una maldita vez!

Nourissier, abochornado por ver cómo trataba Infante a un hombre de edad avanzada, estuvo a punto de intervenir a su favor. Sin embargo, decidió quedarse callado. Santillana, mirando al suelo, balbucía frases inconexas. De pronto, se echó las manos a la cara y empezó a llorar. Infante, inflexible, crispó el gesto y abrió la boca sin duda para increparlo. Entonces su compañero le hizo una señal enérgica para que guardara silencio y se dirigió al juez con voz suave:

—¿Qué es lo que ocurre, Eusebio, se siente atormentado por los recuerdos?

El viejo, sin levantar la cara por la que resbalaban los lagrimones, afirmó:

—Sí, me atormentan cada día, cada noche, cada minuto de vida. Soy un miserable, soy una escoria y no merezco el título de juez. —Tras un compungido silencio se recompuso y habló con la claridad de quien no ha probado ni una gota de alcohol—. Olivier Herrera era un hombre joven de origen español, que vino desde Francia para enrolarse en las tropas republicanas. Aquí se casó con una chica de Alcalá de Xivert. Cuando acabó la guerra le cayeron veinte años; pero no los cumplió porque no se le encontraron delitos de sangre. Sin embargo, tiempo después la Guardia Civil, gracias a las delaciones de unos detenidos, supo que en la masía de Olivier se prestaba ayuda al maquis. Vigilaron la casa y cuando vieron que había tres maquis en el interior, montaron un operativo formado por varios guardias, dos comisarios de policía y algunos somatenes voluntarios. Al mando estaba el comandante Hernández de los Ríos, de Morella. Ésa es la razón por la que me tocó instruir el caso a mí.

Se quedó callado, miró al suelo. La voz mansa de Nourissier se dejó oír:

—¿Pasó algo horrible que usted tuvo que presenciar, algo que le horrorizó? Dígame qué fue. El tiempo ha transcurrido, las circunstancias eran extremas; no hay nada que no pueda ser dicho. Hablar le hará bien.

—Los tres maquis estaban en la casa, pero Olivier había ido al pueblo en su bicicleta para comprarles víveres que pudieran llevarse. Los guardias, apostados frente a la masía, mandaron por delante a una mujer que tenían presa, una de las delatoras. Ella les gritó a los maquis que se entregaran, que estaban rodeados y no tenían posibilidad de huir. Ellos reaccionaron lanzando una bomba e intentaron escapar aprovechando la confusión del estallido. Fueron ametrallados allí mismo. Eran dos.

Infante estaba tan prendido de las palabras del juez que, cuando éste hacía una pausa, debía morderse la lengua para no instarle a continuar.

—Quedaba el tercero, «Deseado» como nombre de guerra. Sólo tenía dieciocho años. Hizo una tentativa de salir por la puerta trasera, pero comprobó que realmente se trataba de una emboscada: le dispararon desde todas partes. Entonces anunció a través de una ventana su intención de entregarse y tiró abajo todas las armas que llevaba consigo. Apareció por la puerta y el comandante, que lo quería con vida, fue él mismo a prenderlo. Cuando ya estaba encima, el joven hizo explotar una bomba de mano que se había guardado. Tanto Hernández de los Ríos como Deseado volaron por los aires, hechos pedazos.

—Es terrible —comentó Nourissier para darle ánimos.

—Faltaba el propio Olivier. Lo esperaron en el camino de acceso a la finca. Regresaba cargado con una garrafilla de aceite, varios panes. Su esposa me contó días después lo que había sucedido. Le hicieron bajar de la bicicleta y lo subieron a un camión para volver a la casa. Allí, en presencia de su mujer, que estaba embarazada, casi a punto de dar a luz y con un crío pequeño en los brazos, le preguntaron a gritos por los nombres de maquis a los que hubiera ayudado. Sólo abrió la boca en un torpe intento de ayudar a su esposa: dijo que ella no sabía nada, que era una inútil y en sus contactos con el maquis no hacía sino molestar. Los guardias, viendo que no daba ningún nombre, empezaron a pegarle culatazos. Primero, en los pies, luego, en las piernas. Y como seguía callando, los terribles golpes iban subiendo. Le pegaron por todas partes, le rompieron varios huesos. Finalmente, ya convencidos de que nada sacarían de él, lo arrimaron a una pared. La mujer se alejó, llevándose al niño consigo. Oyó las ráfagas de metralleta, un disparo después: el tiro de gracia. Hacía tres años que se habían casado. Vio cómo se llevaban al marido muerto junto a los tres maquis. Al comandante lo envolvieron en una colcha y lo subieron a una ambulancia especialmente llegada al lugar. Cuando todos se hubieron marchado, la mujer encontró los zapatos de Olivier encima de una jaula de gallinas vacía. Creyó que los guardias le habían obligado a quitárselos. Sólo semanas más tarde se enteró de que uno de los civiles iba contando que…

Al juez se le quebró la voz. Intentó retomar el relato sin conseguirlo. Hundió la cara en el pecho. Nourissier le puso la mano en el hombro, le susurró:

—Tranquilícese, Eusebio, por favor.

Empezó a sollozar abiertamente, sin cubrirse los ojos. Su rostro estaba encarnado, surcado por lágrimas y mocos. La barbilla le temblaba. Recobró una voz que era ahora aguda e insegura:

—Iba contando que había sido su marido quien pidió quitarse los zapatos. «No están viejos —dijo—. A lo mejor a mi hijo le irán bien cuando tenga la edad». Eso fue todo, ya ven qué prosaico, eso fue todo. —Entonces la mirada del juez se vio iluminada por un relámpago de furia y las palabras surgieron con energía—: ¿Saben qué escribí yo en mi informe judicial? ¿Quieren saberlo? Pues escribí: «Olivier Herrera, enlace y cómplice de los bandoleros, intentó darse a la fuga cuando iba a ser apresado por la fuerza pública. Como iba armado, tuvo que ser abatido de un tiro». Punto final. Ésa es la versión que avalé. Ésos son los hechos que quedarán registrados debido sólo a mi cobardía. Pero yo vi el cadáver destrozado a culatazos, acribillado después. Y sigo viéndolo día tras día, noche tras noche.

Nourissier le asió el antebrazo. Dijo muy despacio:

—Cálmese, juez, se lo ruego.

El viejo sacó de su bolsillo un pañuelo de algodón impecablemente planchado y se sonó con estrépito. Entonces Infante se le acercó de modo amenazante y dijo casi chillando:

—¿Y La Pastora, qué pito toca La Pastora en toda esta triste historia?

El interpelado frunció el ceño, se levantó de pronto lleno de súbita ira y, mirando a la cara del periodista, le espetó con odio infinito:

—¡Déjame en paz con tu jodida Pastora, hijo de puta!

Con una fuerza que no hubieran sospechado viniendo de él, salió de la salita derribando su asiento por el suelo. Nourissier e Infante lo siguieron y pudieron ver cómo traspasaba la puerta de la pensión a cómicos pasos, decididos y tambaleantes al mismo tiempo. La patrona se les unió y comentó sacudiendo la cabeza:

—¡Vaya, hoy la ha cogido buena el juez!

De pronto, Santillana se paró en medio de la calle y tronó al aire:

—¡Asesinos, muera Franco y sus secuaces, muera la Guardia Civil!

Nourissier, alarmado, hizo ademán de salir tras él, pero la patrona se lo impidió con suavidad:

—Déjelo, no pasa nada. No es la primera vez que monta una así. Todo el mundo hace como que no se entera, incluidos los guardias.

Entonces fue Infante quien empezó a caminar hacia el exterior. El psiquiatra se lo impidió:

—¿Adónde demonio vas?

—¡Suéltame!

—Pero, Carlos, ¿qué pretendes?

Infante lo miró con rabia, le apartó la mano que le impedía el paso:

—¡Estoy harto de toda esta mierda!, ¿comprendes?, ¡harto! Lo único que voy a hacer es tomar un poco de aire fresco, nada más.

Se precipitó hacia la noche. La patrona le sonrió a Nourissier y dijo sabiamente:

—Vaya a acostarse, doctor; no vale la pena salir con este frío. Es normal lo de su amigo. El juez pone nervioso a cualquiera cuando coge una melopea. El pobre, desde que su mujer falleció, parece que ha perdido un poco la cabeza. Ya se sabe, fueron muchos años de matrimonio.

El francés asintió con tristeza, hizo caso del consejo que acababa de recibir, y subió a su habitación.

Infante se percató de que, en su precipitada salida, no había cogido ninguna prenda de abrigo. Daba igual, un poco de frío quizá lograra anular la indignación que aún sentía. Aquel maldito viejo decrépito les había hecho arriesgarse y perder estúpidamente el tiempo. Lo que más lo enfurecía era el hecho de haber previsto lo que sucedería: Santillana los había utilizado para aligerar su conciencia de culpa. Para colmo, la actuación paternalista de Nourissier sólo consiguió darle alas hasta hacerle vomitar sus pecados como si se tratara de una confesión ritual. Si seguían por aquel camino nunca llegarían a ninguna parte. ¿Qué sentido tenía prestar oídos a todas aquellas historias mezcla de sentimentalismo y crueldad? Él se había esforzado lo indecible para dejar atrás toda aquella basura de la posguerra; pero, como en una pesadilla, las desventuras de su odioso país parecían darle alcance inexorablemente. Estaba convencido de que la responsabilidad principal de aquella revisitación del dolor provenía de Nourissier. Se comportaba como una especie de entomólogo de la miseria humana y estaba encantado de poder acercar la lupa a los maravillosos ejemplares de desgracia que aquella tierra le brindaba.

Se encaminó al bar que le quedaba más cerca, pero ya estaba cerrado a aquellas horas. Como había empezado a llover decidió volver a la pensión y beber de sus reservas. Aquel paseo, aunque breve, le había servido al menos como tranquilizante. Al dar la vuelta para retroceder, una sombra le salió al paso.

—Buenas noches —dijo un hombre haciendo el saludo militar. Enseguida reconoció al teniente Álvarez—. ¿Todo en orden?

El periodista lo miró con expresión crispada. La visión del guardia le hizo revivir enseguida su mal humor.

—Todo bien, teniente —masculló. Entrevió la sonrisa irónica de aquel individuo, que le pareció una especie de escupitajo proyectado directamente sobre su cara—. Por cierto… —añadió—. No hace falta que nos haga seguir. El médico es inofensivo y no estamos metidos en nada feo. A no ser que la Guardia Civil de Morella no tenga nada mejor en lo que ocuparse.

Sin mediar palabra, sin que se adivinara su objetivo, Álvarez dio un par de pasos hacia él, estiró el brazo como un autómata y le propinó un preciso y brutal puñetazo en la nariz. Infante se replegó, protegiéndose la cara. Luego, una reacción de rabia galvanizó su cuerpo, lo tensó. Pero el teniente estaba en guardia.

—Si me tocas te mato, Infante. Lo que oyes, te meto una bala en la frente y aquí paz y después gloria.

Se había llevado la mano al cinto, lo observaba con frialdad. Infante escupió sangre en el suelo. El teniente prosiguió:

—Quiero que el doctorcito y tú salgáis de Morella cuanto antes. Mejor mañana que pasado.

—¿Se nos acusa de algo en concreto?

—Podría acusaros de maricones, que ya me han dicho de vuestras risitas, miraditas y batallas cuerpo a cuerpo por el campo; pero tú ya sabes por dónde podrían ir los tiros verdaderos de la acusación. De manera que… ¡aire! Vuelve a Barcelona y me envías al loquero a su país. No tientes a la suerte, Infante, que ya está bien. ¡Ah, se me olvidaba!, al juez dejadlo en paz de una vez, que ya tiene bastante con lo suyo. Buenas noches, caballero, que usted lo pase bien.

Le dio la espalda definitivamente. Sus pasos resonaban en la calle vacía, mojada. Se tocó la nariz, que le dolía con intensidad.

—Hijo de la gran puta —susurró.

En el fondo se sentía aliviado. Aparte de la frustración de no poder enzarzarse en una pelea con él, devolviendo golpe por golpe, era una especie de privilegio recibir un puñetazo de aquel representante del orden. Sintió deseos de reír. Notó que la sangre le goteaba hasta la camisa. Debía regresar a la pensión.

Le pareció que todos se habían acostado. Caminó con sigilo por el corredor. En la habitación de Nourissier había luz. Entró en la suya y se miró en el espejo: tenía la cara tumefacta y sucia de sangre. Se lavó con agua fría. Tomó un whisky de un solo trago. Llenó el vaso de nuevo y se sentó en la cama. No tientes a la suerte, Infante, que ya está bien. Bebió despacio, con calma. Necesitaba pensar.

A la mañana siguiente, nada más abrir los ojos, notó un dolor difuso al intentar respirar. Fue inmediatamente a mirarse en el espejo. La nariz estaba hinchada y el hematoma se había desplazado hacia el pómulo derecho haciéndolo aparecer amoratado. Dudaba de bajar al comedor en semejante estado. ¿Cómo lo explicaría ante Nourissier? Si le decía la verdad, el francés era capaz de organizar la revolución por su cuenta: llamaría a su embajada, o se presentaría directamente en el cuartelillo para protestar. Sin embargo, no veía modo de ocultárselo; nunca se tragaría que había sufrido un accidente o mantenido una pelea a puñetazos con un lugareño. Decidió entonces contarle sólo una parte de la verdad, aquella que no lo comprometía y cuya idea le había dado el propio Álvarez en sus amenazas. En cualquier caso, lo importante era largarse pronto de allí.

Llegó el primero al comedor. La patrona apenas se detuvo a mirar su aspecto. Se limitó a servirle el café, a dejar las tostadas sobre la mesa. Cuando bajó su compañero, recién duchado y con su habitual apariencia pulcra, dio los buenos días de manera maquinal, luego se sentó y al posar la mirada en Infante, los ojos se le agrandaron, quedándose fijos en su nariz.

—¿Y eso? —preguntó otorgando a su voz un tono histérico.

—No tiene importancia.

Nourissier se levantó en un impulso. Lo miró con furia:

—¿Qué te ha pasado en la cara?

—Siéntate.

—Ni hablar. Antes tendrás que decirme quién te ha puesto así.

—O te sientas o me voy, y no estoy bromeando.

Obedeció. La patrona se acercó y le sirvió su café. Miraba de soslayo a Infante con gesto preocupado. Cuando se hubo marchado, Nourissier volvió a instarlo a hablar:

—¿Ha sido uno de los guardias que nos seguía?

—He tenido un honor mayor: Álvarez en persona.

—¿Por qué, te enfrentaste a él?

—Si te lo cuento te reirás.

—Lo dudo mucho.

—No tienes por qué preocuparte, Lucien, no sospecha nada de lo que estamos haciendo aquí. El muy imbécil cree que somos… ¡homosexuales!, aunque él no empleó esa palabra. El guardia que llevábamos en los talones nos vio jugar aquella mañana en el campo y sacó esa absurda conclusión. Álvarez sólo quiere que nos marchemos.

—Voy a hacerle una visita; hay unas cuantas cosas que quiero decirle.

—¡Ni hablar! Lo que vamos a hacer es salir de este maldito pueblo ahora mismo.

—Me niego rotundamente. Ningún ciudadano francés sale huyendo ante la barbarie.

—Tú tienes tu orgullo de ciudadano francés, pero yo soy el ciudadano español que recibe los palos. Vámonos, Lucien, estamos poniendo en peligro todo lo que hemos obtenido hasta el momento. Seamos razonables por una vez.

La patrona volvió a aproximarse con la gran cafetera metálica en la mano. Les sirvió más café, bajó la voz para decir:

—Al juez Santillana se lo han llevado de madrugada en una ambulancia.

—¿Cómo?

—Está en el hospital de Tortosa.

—¿Qué le ha pasado?

—Dicen que anoche tuvo un accidente de moto.

—¡Pero eso es ridículo! —soltó, consternado, Nourissier.

—Es verdad que el juez tiene una moto antigua guardada en la cochera de su casa, pero…

—Pero ¿qué?

—No puedo asegurar nada; sólo sé que el juez sacaba a veces esa moto para dar una vuelta, y el motor hacía tanto ruido que todo el pueblo se enteraba. Anoche me quedé despierta hasta tarde fregando los platos y desde luego la moto no la oí. Además, ahora hacía mucho tiempo que no la utilizaba.

El psiquiatra se pasó las manos por la cara en un ademán desesperado.

—¿Sabe cómo se encuentra?

—No sé nada más. Deberían marcharse de Morella, señores, el teniente Álvarez es muy mal enemigo.

Se retiró con la misma serenidad con la que había llegado. Nourissier miró a Infante con gravedad:

—Me siento culpable.

—Voy a hacer la maleta. Prepara las tuyas también y págale a la patrona, le debemos la última semana.

No hubo objeción esta vez. Una hora más tarde ambos habían subido a la furgoneta, sus bultos convenientemente colocados en el portaequipajes.

—Vamos a Tortosa, naturalmente.

—Es mejor que sigamos nuestro camino, Lucien.

—Haremos una visita al hospital, nos enteraremos de cómo se encuentra ese hombre y después iremos a donde tú digas. No podría soportar no hacerlo de esa manera, ¿me comprendes?

Infante asintió, no hizo el más mínimo comentario; puso el motor en marcha y arrancaron.