Hice un poco de instrucción en el campamento, me enseñaron a tirar con el fusil y las cosas más importantes que debía saber. Me enseñaron también que a los masoveros les podías pedir que fueran a comprarte lo más necesario: arroz, lentejas, garbanzos, cerillas, una manta…, así no te delatabas. Nunca tenías que encargarles papel de escribir, lápices, turrón por Navidad o caprichos, porque como los masoveros no usaban nada de eso, el tendero enseguida se daba cuenta de que estaban comprando por cuenta del maquis y tú solo te delatabas. También aprendí lo que había que hacer cuando te mandaban a una misión. Lo primero era que un compañero te cortara bien el pelo haciendo de barbero. Luego el jefe te revisaba la ropa para que fueras bien vestido. Nada de alpargatas viejas y camisa sucia. Nos decían que un guerrillero de la República debía ir bien aseado y sin rotos. Si encargábamos comida a alguien había que pagarla, siempre que tuviésemos dinero y no estuviéramos en un apuro. Además, cuando salías para la misión siempre te daban un saquito con azúcar y un pedazo de cecina. Con eso podías tirar unos días si algo se ponía torcido.
No me pareció que todo aquello fuera muy difícil, lo era mucho más encontrar un cordero que se ha salido de su rebaño y está en otro. En aquel primer campamento nadie me dijo nada aún de enseñarme a leer, ¡eso sí que sería más complicado!, pero aunque no me lo dijeran yo ya me daba cuenta de que era demasiado pronto para reclamarlo. Antes tenía que demostrarles que valía para aquello y que no era un cobarde que echaría a correr al primer guardia que viera.
Estuvimos varios días de aquí para allá los diferentes grupos, nos encontrábamos entre nosotros en lugares distintos, cambiábamos de compañero… Por fin Carlos decidió que yo estuviera en el grupo que iba a dar un «golpe económico», él lo llamó así.
Sólo íbamos tres: Juan, Valencià y yo. Nos mandaron al mas del Fondo, en el término de Morella. Yo recordaba esa zona piedra por piedra. Acampamos no muy lejos y por sitios que yo me sabía vigilábamos la masía a ver las costumbres de los masoveros. Yo los conocía, pues claro que los conocía. También dejábamos así un tiempo para que la tierra se secara, porque hubo muchas tormentas en la montaña y se caminaba muy mal por el barro.
Un buen día ya vimos la oportunidad para presentarnos. Esperábamos a que el hijo, Jaime, fuera al campo con el criado como hacía cada mañana. Les salimos en el camino, llevábamos las armas y les apuntamos. Entonces Valencià mandó al criado, Tomás se llamaba, a que le pidiera al padre de Jaime doce mil pesetas y le dijo justo por dónde tenía que pasar cuando volviera hacia la masía con el dinero. No tenía que preocuparse por encontrarnos, que nosotros ya le saldríamos al paso. Al chico nos lo quedamos como rehén, y yo creo que se dio cuenta de quién era yo porque me miró muchas veces y al Valencià también me pareció que lo reconocía.
Total, que nos escondimos con el hijo de la familia y el criado se fue a cumplir lo que le habíamos mandado. Pasaron horas y horas y allí no venía nadie. El Valencià se puso nervioso y le dijo al chico que lo íbamos a matar porque su padre no enviaba el dinero. Él lloraba como un cobarde y pedía clemencia. El Valencià le dijo entonces: «Pues nos vas a dar los nombres de gente que conozcas de por aquí que sea del somatén. Así más adelante ya les ajustaremos las cuentas». No se lo pensó ni un momento. Nos cantó un montón de nombres el tío, si eran parientes o amigos suyos le daba igual, por la boca le salían los nombres, que Juan iba apuntando en un papel. Me dio un coraje muy grande porque un hombre no puede llorar, pero digamos que si llora no pasa nada, porque todos somos humanos y tenemos un mal momento. Lo que no puede hacer es delatar a nadie. Lo que toca es ponerse firme y decir: «Yo no suelto ningún nombre ni que sea por la fuerza». Y fuerza no hubo porque ni siquiera lo tocamos.
Cuando ya habían pasado muchas horas yo estaba vigilando el camino y vi que venía el criado, pero que detrás de él iban cuatro que estaba claro que eran guardias civiles disfrazados de masoveros. Enseguida los calé porque dos iban vestidos de mujeres como si fueran las hermanas del chico, que se les notaba una barbaridad. ¡Me iban a decir a mí quién era una mujer y quién iba disfrazado! A otro a lo mejor se le hubiera escapado, pero a mí no. Así que doy parte corriendo al Valencià y Juan mira por el lado contrario y venían otros que iban disfrazados también. Rápido supimos que el padre de Jaime había avisado a la Guardia Civil. El Valencià me dijo:
—¿Qué piensas, Pastora, crees que hay un atajo por el que podamos salir?
—Sí, seguidme, que yo os llevo. ¿Vais a llevar a éste?
El gallina chivato temblaba de miedo al lado de unas rocas. Yo le tenía el fusil tocándole la cabeza por si se le ocurría gritar. Estaba tan asustado que creo que hasta se meó. Entonces el Valencià dijo:
—No vale la pena arrastrarlo con nosotros. No van a pagarnos ni un duro por él. Déjalo.
Yo tenía una furia dentro de mí que me quemaba la cara como si me hubieran acercado una tea encendida. Hubiera pateado a aquel cabrón, lo hubiera matado y hubiera echado su carne a los perros. Los miedicas me dan asco, los chivatos aún más. Entonces cogí una piedra bastante gorda y le dije:
—Venga, pues por las molestias y el tiempo que hemos perdido y por haber estado con un acojonao, aquí tienes lo tuyo.
Le di con la piedra en la nuca, con toda mi fuerza. Se cayó al suelo como cuando a alguien lo alcanza un rayo. El Valencià soltó:
—¡Eso es lo que hay que hacer! —Se vino para donde estábamos y con otra piedra empezó a arrearle en la cabeza unos golpes más—. Que se quede inconsciente —dijo—, así no podrá señalarles por dónde nos hemos largado.
Juan ya estaba nervioso:
—¡Dejadlo ya, que al final nos cazan! ¡Salgamos de aquí cuanto antes!
—Tranquilo, no hay que temer —le contesto yo.
El Valencià arranca unas cuantas ramas y tapa a Jaime para que no lo encuentren. Estaba vivo, pero todos pensamos viéndolo así que se moriría de frío o desangrado si no daban con él. Se lo merecía. Salimos a toda prisa por el sitio que yo les indiqué. Al cabo de un rato estábamos en terreno seguro.
Comimos cecina y un poco de pan algo reseco que le quedaba a Juan. El «golpe económico» había salido mal, pero tampoco importaba mucho. Yo me encontraba bien, mejor que nunca, animado como si me hubiera tomado dos copas de coñac. Si hubiéramos tenido música hubiera bailado como cuando iba de mujer a las fiestas del pueblo. Me había gustado cómo el corazón me había ido muy deprisa al ver a las mujeres y reconocer que eran civiles disfrazados. Me había gustado hacer algo junto con dos hombres más de compañeros. Me había gustado darle una pedrada en la cabeza a aquel malnacido. Era todo muy diferente a cuando pasaba el tiempo en la montaña con las ovejas. Entonces todo iba despacio, pero sobre todo era siempre igual. Cada día pasaba siempre lo mismo y tú lo sabías, ya esperabas la mañana, la hora de comer, la tarde para retirarte…, la primavera, el verano… Ahora no, ahora estaba muy seguro de que cada día sería cada día y de que nadie iba a poder jurar dónde estarían mis huesos al día siguiente, ni siquiera yo. Me daban ganas de reírme de tan contento como estaba. Me gustaba ser un maquis, pero claro, no dije nada, porque no tenía motivos de risa habiendo salido mal la misión.
Estábamos bebiendo un poco del vino que llevábamos y entonces el Valencià me mira a la cara muy serio y me dice:
—Muy bien, camarada Durruti, muy bien. Puede que hayamos fracasado pero desde luego no ha sido por tu culpa. Tú te conoces los montes como la palma de la mano y el miedo no sabes lo que es. Lo has hecho muy bien.
Era la primera vez que alguien me decía que había hecho una cosa bien. Me había dado un poco de risa aquello de «compañero Durruti», pero no me reí. Me puse muy orgulloso de haberlo hecho tan bien. ¡Quién me iba a decir que lo poco que sabía hacer iba a dar tan buen servicio! Ir por la montaña, meterse por torrenteras y bancales, reconocer a hombres que van vestidos de mujer.
Nos quedamos por la zona quince días por lo menos. De vez en cuando entrábamos en un mas y pedíamos que nos dieran de comer. Luego nos encontrábamos con compañeros en La Sénia, que allí La Nena, una mujer maquis más valiente que veinte hombres, siempre nos tenía el plato preparado.
El 16 de julio hicimos una cosa que nunca olvidaré y que les voy a contar porque es casi de risa. Íbamos cinco compañeros, que así nos llamábamos entre nosotros, compañeros, y dejamos el monte para salir a la carretera de Tortosa a La Aldea. Me dijeron que haríamos una «acción revolucionaria», y como no quería quedar mal preguntando lo que era eso, me callé y esperé a ver. Pues bueno, al rato de estar allí pasó un carro con un payés de Tortosa y le dimos el alto. Lo hicimos bajar y desenganchar el mulo. Entonces pusimos el carro en medio de la carretera para que no pudiera pasar nadie más. Disfrutaba a lo grande cada vez que llegaba un coche y se quedaba tieso el conductor viendo el carro y luego a nosotros con los fusiles y todas las armas. Llegaron tres coches y unas cuantas bicicletas. A medida que se paraban los íbamos limpiando de dinero. Uno llevaba un reloj de oro y también se lo hicimos dejar. Los colocábamos a todos en grupo en un lado y yo les apuntaba con el fusil para que no tuvieran la mala idea de intentar escaparse. Al final, había cuarenta tíos con los ojos como platos pensando a ver qué iba a pasar. A uno que llevaba un coche bueno le encontraron los compañeros una escopeta de caza de dos cañones, nuevecita, y también se la pispamos para la revolución. Me partía viendo la cara que ponían. Cuando al jefe de la misión le pareció que ya era peligroso quedarse más tiempo allí, hizo una cosa que yo no me esperaba: le dijo a Francisco, que era el que sabía más de ideas políticas, que les diera un mitin, que yo tampoco sabía lo que era y entonces me enteré. Francisco, hablando fuerte y claro, se puso a decirles a aquella gente que los días de Franco estaban contados y que lo que tenían que hacer era organizarse políticamente y afiliarse al partido comunista, tal cual. Luego gritó: «¡Viva la República! ¡Viva España libre! ¡Muera Franco, muera el fascismo internacional!». Nosotros contestábamos «Viva» o «Muera», según lo que era menester. Luego Francisco sacó del macuto hojas de propaganda política y se puso a repartirlas entre los que yo tenía encañonados.
Al final, el jefe mandó mojar dos coches con gasolina y prenderles fuego. Cuando el humo se puso ya muy negro, dio la orden de retirada y allí se quedaron aquellos, acojonados como conejos, si ustedes me permiten la expresión.
Hasta aquel día Francisco me parecía un hombre valiente y me entendía con él, pero a partir de entonces me gustó mucho más por la sangre fría que había tenido y lo serio que había dicho todo lo que tenía que decir. A la mañana siguiente se lo dije, le dije:
—Si no te hubiera visto con mis propios ojos hablar a esos de ayer tan bien y tan tranquilo no me lo hubiera podido creer.
Me miró sonriendo y me contestó:
—Tú y yo tenemos que hacer algunos apartes, Durruti, que me parece que estás más verde que las hojas de un peral.
Y así fue. De vez en cuando me enseñaba ideas comunistas que siempre trataban sobre la justicia y la igualdad de los trabajadores y la explotación que les hacen los amos. Me decía:
—Pero a ti todo esto que te digo ¿te parece bien o mal? Porque me escuchas y escuchas sin decir esta boca es mía.
A mí me parecía bien, claro. Que los hombres seamos todos iguales y que el que tenga la tierra no explote al otro y lo haga trabajar como una mula por cuatro cuartos es algo que está muy bien y es lo justo. Lo que ocurría es que no sabía de dónde me hablaba Francisco, porque en los sitios en los que yo había vivido hasta el momento nunca pasaba de esa manera.
Un día que me había hablado mucho sobre ideas comunistas me suelta:
—Ahora creo que ya puedo empezar a pasarte algún librito de los que tenemos aquí para que lo leas y estudies un poco.
Me puse colorado hasta la raíz del pelo porque yo creía que el Catalán ya lo había avisado de que yo no sabía leer. Entonces le digo:
—No sé leer, Francisco, nunca he ido a la escuela.
Se me quedó mirando con cara de disgusto y preguntó:
—¿Nunca, ni un día cuando eras un crío?
—Siempre he trabajado cuidando el ganado.
—¿Ves, Pastora? Tú eres un ejemplo de lo que decimos siempre: un hombre explotado, eso eres tú.
Al final, que ya me estaba cabreando con tanto lo que yo era o dejaba de ser y tanta pregunta, le digo:
—¡Venga, Francisco, déjate de romances! No sé leer, así que esos libros que quieres darme, mejor guárdatelos.
Enseguida me puso la mano en el hombro y me lo apretó:
—Tranquilo, camarada, que no pasa nada. Rubén te va a enseñar a leer y a escribir. Vas a salir más sabio que si fueras un mismísimo maestro de último grado. Él tiene mucha paciencia y ya lo ha hecho con otros. Verás cómo es muy fácil.
El Catalán se había olvidado de avisar que yo no sabía leer, lo que es normal siendo el jefe de toda la sección guerrillera, otros problemas tenía. Francisco habló con Rubén y dábamos clases cuando no había trabajo ni misiones. Fui aprendiendo, sí, el día que me aprendí todas las letras tenía ganas de llorar de tanta alegría, cosa del pasado, eso de llorar por todo, de cuando era una mujer. Enseguida me acordé de que ya no me tocaba llorar y me guardé de hacerlo. Pensando en eso me viene a la cabeza que Rubén me preguntó un día:
—¿Nunca te acuerdas de cuando eras mujer, Pastora? No quiero ofenderte por ser curioso, pero ¿cómo era aquello?
—A ratos me parecía normal y a ratos no. Como casi siempre estaba solo daba igual si era hombre o mujer, era yo y ya está.
Era buen chico, Rubén, más manso que Francisco. Francisco era más duro que el pedernal. Por aquellos días, el uno de agosto, se presentaron él y el que llamaban el Abuelo de nombre de guerra, en la masía de Val de Fortún. El dueño, José García, y Francisco eran enemigos políticos de antes de echarse él al monte. Así que fue a vengarse y lo mató a él y a su hijo.
Rubén también era echado p’alante. En una misión para matar al guardia civil que había asesinado al dueño de El Cabanil, se puso nervioso y le disparó a otro guardia que no tenía nada que ver en el asunto. Se arriesgaron muchísimo yendo hasta Rossell y metiéndose en la misma plaza del pueblo. Luego Rubén andaba un poco como arrepentido por haberse equivocado de hombre, pero los compañeros le dijeron que un guardia era un guardia y no había guardia bueno si no estaba muerto. Esas cosas pasaban, una equivocación la tiene cualquiera. Lo malo fue lo que nos sucedió a nosotros en Benifallet.
Nos habían mandado a Valencià y a mí con un compañero al que llamaban Barbero porque era el que nos cortaba el pelo y nos afeitaba, sobre todo cuando salíamos a una misión. Teníamos que vigilar primero y entrar después en la masía Xalamera, donde nos habían dicho que había dinero y víveres. Llegamos cerca y vigilábamos todo el tiempo, pero nos daba la impresión de que la masía estaba deshabitada. Por fin nos decidimos a acercarnos y en eso que nos empiezan a llover balas del cielo que parecía una lluvia de fuego. Nos echamos al suelo, empezamos a disparar nosotros también hacia la casa, que era de donde salían los tiros. Yo, como pude, me fui escapando hasta el punto de encuentro que habíamos convenido. Al minuto llega Valencià. Los dos empezamos a maldecir a la Guardia Civil porque parecía que nos estuviera esperando. Pasa el rato y Barbero que no aparece. Tanto tiempo pasó que, al final, Valencià dice:
—Vámonos para La Sénia, tú, que a éste la puta Guardia Civil se lo ha cargado y no podemos volver a recoger el cadáver.
En La Sénia nos encontramos con Carlos, Rubén, Lucas y Nano. Le contamos a Carlos lo que había pasado y cómo Barbero había caído en un ataque imprevisto de la Guardia Civil, que nos esperaba en la masía Xalamera. Carlos se puso muy serio, miró a Rubén y a Nano y les dijo:
—Ahí tenéis al guardia civil que os habéis cargado.
Yo no entendía nada, pero vi que enseguida se organizaba un jaleo y una discusión. Rubén decía:
—La habéis cagado, cabrones, intentabais entrar en la masía que es el punto de apoyo donde nosotros estábamos. Hemos matado a Barbero por vuestra culpa.
Entonces sí lo entendí todo. Valencià, que tenía muy mala hostia, se puso como una fiera y empezó a chillar:
—¿Y vosotros por qué no dabais el alto, por qué no sacabais ni la cabeza para comprobar con quién os las teníais que ver?
—¡Tenemos órdenes de disparar, hostias! ¿O es que todavía no te has enterado de eso?
Carlos el Catalán puso orden con un grito:
—¡Callad de una puta vez! Esto no es un patio de vecinos. Estamos en una guerra y esas cosas pueden pasar. Pero os lo voy a decir muy clarito: al que vuelva a cometer otro fallo como ése le monto una y doy parte de él a los superiores. ¿Me he explicado bien?
Todos nos quedamos con la boca cerrada. Carlos nos miró con aquella mirada que tenía seria y dura. Luego habló otra vez:
—Lo más jodido es que el cadáver del camarada lo recogerá la Guardia Civil y lo tratarán sin el respeto que se merece. Así que vamos a guardar por lo menos un minuto de silencio por él, porque era un luchador bravo y un compañero servicial que siempre cumplía con disposición todas las tareas asignadas. Que la tierra te sea leve, compañero Eufemio Bolós, Barbero.
Entonces todos se pusieron con la cabeza baja. En eso que Catalán me mira y dice:
—¿Y tú, Durruti, por qué coño no te quitas la boina, es que no hablo para ti?
Yo no me había fijado en que los demás se habían descubierto. No sabía qué se hacía en eso del minuto de silencio, nunca lo había visto hacer antes, así que me quité la boina y me quedé callado como si el que se hubiera muerto hubiera sido yo.
Pero antes de que eso pasara he de decir que todo iba bien. Yo cada vez aprendía más de cómo iban las cosas en el maquis, les enseñaba a los compañeros atajos y caminos que ellos no sabían y, sobre todo, Rubén seguía enseñándome a leer. ¡Era tan buen chaval Rubén, tan joven, tan valiente!