Leyó aquella letra que tan bien conocía con la mayor parsimonia, frente a una taza de café que bebía a sorbos despaciosos. Haber ido solo al bar era una decisión inusual en él, que siempre prefería hacerlo en compañía de Infante. La razón auténtica de estar allí era que no quería leer la carta en su habitación. Los remordimientos que sabía iba a sentir solían amortiguarse rodeado de más gente, gente que no conocía pero que le recordaba que en el fondo no era sino un hombre común. Se sentía culpable frente a su mujer, y si analizaba esta sensación se daba cuenta de que gravitaba sobre ella la profunda desafección que había demostrado en los últimos tiempos. Evelyne pensaba que la distancia había hecho mella en su relación, pero no era eso; lo que realmente le había absorbido por completo era el ambiente en el que ahora vivía, la tierra en la que estaba, las circunstancias en las que se hallaba inmerso. Aquellas truculentas historias llenas de virulencia, pasión, odio y muerte habían conseguido desubicarlo, trasladándolo a un estado de conciencia distinto del que tenía en su mundo habitual. Llegó a considerar su vida anterior como algo superficial e inútil. Ciertamente en el ejercicio de su profesión había logrado paliar el dolor de muchos enfermos. Sin embargo, el sufrimiento con el que se enfrentaba ahora era de otra índole, mucho más ominosa y trágica, estaba infligido por el hombre y en el hombre desembocaba. La injusticia, la opresión, la pobreza, la incultura, la enorme desigualdad, todo ello junto a una extraña persistencia del destino, hacían que se sintiera más afectado como ser humano que como médico.

Las cartas de Evelyne se le antojaban frívolas. La pobre había mutado las recriminaciones de sus primeras comunicaciones en noticias desenfadadas escritas con el tono juguetón de una jovencita. La intención evidente de aquel cambio era reequilibrar a su marido, remitirle retazos de un paisaje familiar pacífico, dulce, confortablemente acolchado que le provocara la nostalgia propia del ausente. Lo informaba de cómo las niñas progresaban en el colegio, de lo hermosas que estaban un domingo en que estrenaban vestidos nuevos, de hasta qué punto se acordaban de él. Le detallaba las últimas mejoras del hogar: la compra de unas cortinas, la visita de un pulidor de suelos que había dejado precioso el parqué del salón. También le contaba anécdotas divertidas de sus amigos comunes: el despistado Charles había perdido las llaves de su coche tres veces en un mes; o cotilleos chispeantes: la muy coqueta Anne seguía despilfarrando dinero en joyas y trajes demasiado atrevidos para su edad.

Todos aquellos pormenores nimios, lejos de devolver a Nourissier a la normalidad de su medio originario, lo que hacían era impacientarlo. Las cartas de respuesta que escribía a su mujer iban semejándose paulatinamente a sermones religiosos o panfletos políticos. En ellas la adoctrinaba sobre las insalvables barreras que aislaban a personas condenadas a la miseria intelectual, sobre los niños que crecían marcados por los resentimientos de sus mayores, sobre el yugo dictatorial bajo el que vivía España.

Con toda probabilidad, cuando Evelyne recibiera esas noticias se sentiría tan irritada como él se sentía con las suyas. Se encontraban viviendo en planetas diferentes y ni siquiera el aire que respiraban parecía tener la misma composición. Aun siendo consciente de todas aquellas cosas, Nourissier se dispuso a contestar a su esposa; hilvanaría unos cuantos conceptos difusos y le contaría triviales novedades sobre la comida y el clima. Cuando había empezado a escribir, una sombra se proyectó sobre el papel. Levantó la cabeza y vio a un Infante sonriente:

—¿Empiezas a tener la abominable costumbre española de hacerlo todo en el bar?

—Siéntate, le estaba escribiendo a mi mujer.

—En ese caso me voy; no quiero interferir en los asuntos familiares.

Nourissier, con cara de mal humor, pidió al camarero dos cafés.

—No te vayas. En el fondo me alegro de que me hayas interrumpido; no sé qué poner en esta maldita carta. Evelyne me cuenta cosas encantadoras sobre el hogar y los hijos, sobre decoración y vestuario. Me siento tentado de contestarle que no puedo ocuparme de tonterías mientras me encuentro metido hasta el cuello en las tragedias de este país.

—Espero que no se te ocurra hacer una cosa semejante. Ésta no es tu guerra, doctor; tú perteneces a un mundo más agradable. Haz lo que has venido a hacer y olvídate de lo que estás viendo y oyendo.

—Tú no te dejas impresionar por nada, ¿no es eso, Carlos?

—Ser español te proporciona mucha resistencia frente a las tragedias.

—No me gusta el cinismo; acaba por resultar fastidioso. Te veré después.

Se levantó, dejando su café intacto, puso varias monedas en la mesa y abandonó el bar. Infante lo siguió pero tuvo que correr hasta alcanzarlo porque caminaba a grandes pasos. Por fin se colocó a su altura:

—Lamento mucho volver a molestarte, pero hemos quedado con el juez Santillana a las cuatro de la tarde.

—Muy bien, allí estaré.

—¡¿Puedes caminar más despacio, por favor?!

Nourissier se paró con gesto adusto:

—¿Qué quieres, Carlos? Ya ves que no estoy de humor.

—¡El hecho de que me pagues no te da derecho al insulto!

—¿Decir que eres un cínico te parece un insulto? ¡Pero si es una palabra que se hizo para ti!

Infante tomó a su compañero por el brazo, le hizo entrar en una calleja lateral, al abrigo de las miradas de la gente que transitaba por la calle mayor.

—Si te parece puedes dedicarte a redimir tus pecados, como hace el juez.

—¿Eso es todo lo que tenías que decirme?

—No, quería hablar contigo, pero eso no implica aguantar tus groserías. —De pronto Infante advirtió que un guardia los observaba desde la esquina—. ¿Y ese imbécil no puede dejar de seguirnos? ¡Ahora se va a enterar!

Caminó con zancadas decididas hacia él. Cuando el guardia comprobó que iba en su dirección, se marchó enseguida.

—¡Eh, espera! —gritó Infante.

Nourissier ya estaba a su lado y lo sujetó.

—¿Estás loco? Venga, volvamos al bar.

De mala gana se dejó conducir. Entraron en el local, pidieron dos nuevos cafés, que el dueño les sirvió con gesto adusto.

—¿Qué pensabas hacer, matarlo?

—¡Eres tú el que se toma todo esto a la tremenda! Lo único que pretendía demostrarte es que no podemos hacer nada en contra de todo este sistema, ¿comprendes? ¡Nada!

—Perdóname. Has llegado en un mal momento y lo has pagado tú. No tenía ningún derecho a hablarte de esa manera.

—Está bien.

—Lo digo en serio.

—Está bien, psiquiatra, está bien. Ahora ocupémonos del trabajo.

—¿Ha ocurrido algo?

—Tengo la sensación de que estamos en peligro. Ya ves que la Guardia Civil nos acecha y el juez, dispuesto a lavar su conciencia, cada vez se arriesga más.

—Eso es algo que le concierne a él.

—Y a nosotros también. Si lo detienen por sacar datos de los juzgados querrán saber para qué los necesita, ¿no? Esta mañana le he preguntado por qué va dosificando la información en encuentros diferentes y me ha soltado que acude a los juzgados a refrescarse la memoria. Como los funcionarios lo conocen, le dejan acceder a los archivos aunque esté jubilado. Luego va y nos convoca en su casa a ojos de todo el mundo. No parece muy difícil atar cabos, hasta el guardia civil más zoquete puede hacerlo. La historia es calibrar si la información que nos está pasando vale correr tantos riesgos. Él puede que limpie su conciencia contándonos sus terribles pecados, pero ¿aporta algo nuevo sobre La Pastora?

—La narración sobre su enrolamiento en el maquis fue básica para mí.

—De acuerdo, veremos por dónde sale hoy, pero si lo que ofrece no es nada sustancial, habrá llegado el momento de marcharnos.

—Haremos lo que tú digas. ¿Me has disculpado ya por lo de antes?

—No sé a qué te refieres. Vamos, es hora de comer.

Por la tarde, el juez Santillana los recibió con toda cordialidad. Había preparado una mesa con un primoroso servicio de té en el que no faltaban pastas. Les pidió que tomaran asiento y fue en busca de la tetera. Infante se revolvió en su silla con nerviosismo. Cuchicheó al oído de su compañero:

—Cada vez que nos reunimos con él tengo la impresión de que puede aguardarnos una sorpresa desagradable.

—Tranquilízate; te estás comportando como un paranoico.

La presencia de Santillana, hecho un auténtico amo de su casa, les obligó a guardar silencio.

—Desde que me he hecho viejo prefiero el té al café. El café me despeja demasiado. Luego me acuesto y paso toda la noche sin pegar ojo. Voy oyendo hora a hora el reloj de esa iglesia endemoniada. —Vertió el té en las tacitas y les preguntó en tono coloquial—: ¿Qué tal van ustedes con sus investigaciones, tienen alguna novedad?

—Ninguna —respondió el periodista secamente, y añadió—: Lo que ocurre, juez, es que el tiempo que pensábamos permanecer en Morella se nos acaba. De modo que si tiene algo que contarnos sobre La Pastora…

—Lo comprendo; para ustedes esto es un trabajo y no pueden dormirse en los laureles. Enseguida les cuento… Veamos, ¿qué era? ¡Ah, sí! ¿Saben que la Guardia Civil intentó organizar un servicio de espionaje? La idea consistía en que los guardias se disfrazaban de maquis e iban perpetrando fechorías en su nombre para minar la buena reputación que tenían entre la gente. El sistema era, como ven, muy poco original, pero luego fue sofisticándose y disfrazarse de maquis servía en realidad para averiguar si los campesinos simpatizaban con la guerrilla. Los incitaban a hacer comentarios negativos sobre Franco y el Régimen y si caían en la trampa los molían a palos. En una ocasión se presentaron en una masía haciéndose pasar por rebeldes tal y como les digo. Pidieron al masovero que les diera de comer y el pobre hombre mató un conejo inmediatamente. Cuando estaba despellejándolo para guisarlo, le preguntaron: «¿Tú qué le harías a Franco si lo tuvieras ahora delante?». Y él, con el fin de congraciarse, respondió: «Le arrancaría la piel a tiras como estoy haciendo con este animal». En ese momento…

Infante lo interrumpió con voz y gesto gélidos:

—¿Figura La Pastora en esa historia, juez?

Lejos de molestarse, el interpelado reaccionó como un niño al que cogen en falta y dijo a toda prisa y como disculpándose:

—No, no figura, pero esperen un momento, voy a traer unos documentos que encontré ayer en el juzgado. Los guardo en mi habitación.

En cuanto se ausentó, Nourissier susurró al oído de Infante:

—¿Es imprescindible que seas tan rudo con él?

—No hemos viajado hasta aquí para confraternizar con los habitantes.

—Pero estamos en su casa, somos sus invitados…

—No te engañes, este tío es un maldito cabrón.

Santillana regresó hojeando unas cuartillas, las gafas caladas, el ceño fruncido. Volvió a sentarse sin dirigirles ni una mirada, abstraído en los documentos.

—Veamos…, sí, aquí está. Les he localizado noticias sobre las represalias que se tomaron contra los familiares de La Pastora cuando ésta se echó al monte. ¿Les interesa?

—Nos interesa muchísimo —dijo el psiquiatra, y sacó su bloc de notas al instante. El juez sonrió con satisfacción.

—Bien. Al poco de verificar que La Pastora se había unido al maquis, sus tíos fueron detenidos por la Guardia Civil como posibles encubridores. Primero detuvieron al tío. Lo prendieron en su propia casa, la registraron y encontraron una escopeta de caza, pero como tenía los papeles en regla, no pudieron presentar cargos en ese sentido. Su esposa estaba bastante enferma y un médico desaconsejó su traslado a la cárcel, pero dos días después de haberse llevado al marido, volvieron a buscarla y la transportaron acostada en un colchón de lana. Los trajeron aquí, a Morella, y aquí fueron interrogados. También, para ejercer presión, detuvieron al mayor de sus hijos. Como nadie decía dónde podía estar La Pastora, intentaron sacarle datos a la pequeña de la familia, una niña de diez años, sin ningún resultado. Se presentaron cargos sobre el matrimonio y ambos fueron conducidos a la prisión de Tarragona. No he podido hallar el dato de cuánto tiempo estuvieron allí retenidos. El único fruto que sacaron de aquellas represalias fue la información que proporcionó un cuñado de La Pastora sobre un episodio bien nimio: una vez fueron los maquis a buscarla para que fuera a recogerles los trajes que habían encargado a un sastre de Vinaroz. Eso fue todo, una delación inútil. Nada más.

—¿Los maltrataron? —preguntó Nourissier.

—A la niña, no. Sé que la forzaron diciéndole que no volvería a ver a sus padres, pero, al no obtener nada de ella, fue depositada en casa de una tía. A los adultos…, no consta en el sumario, pero supongo que sí.

—Es repugnante —masculló el francés—. ¿Cree que La Pastora llegó a enterarse de lo ocurrido a su familia?

—Sin duda. Los maquis solían ser informados por sus contactos. En especial durante los primeros tiempos.

Infante interrumpió abruptamente la conversación.

—Le agradecemos mucho lo que ha hecho por nosotros, juez, pero ahora tenemos que despedirnos.

—Muy bien, entonces nos veremos pasado mañana.

—¿Pasado mañana, para qué?

—Les daré los últimos datos que tengo sobre La Pastora, los más importantes.

—¿Por qué no nos los da ahora?

—Ahora no es el momento.

—Juez, es peligroso para usted y para nosotros que el teniente Álvarez nos vea entrevistarnos tantas veces. Además, nosotros deberíamos marcharnos de Morella cuanto antes, estamos vigilados.

—Entonces reunámonos mañana para cenar.

—Será un placer —intervino, tajante, Nourissier—. ¿Le parece bien en nuestra pensión? Le invitamos nosotros; no se come del todo mal.

—Estaré allí a la nueve.

El francés sabía que, en cuanto pisaran la calle, tendría que oír las objeciones de su compañero, como así fue:

—Esto es absurdo, y a mí lo absurdo me parece sospechoso. ¿Por qué quería vernos pasado mañana?

—Va a decirnos algo que pesa sobre su conciencia de una manera especial. Desea hacerlo pero teme el momento y lo pospone. He visto ese tipo de conducta en muchos pacientes.

—¡No me vengas con monsergas, Lucien, este tío trama algo!

—¿Qué puede tramar? Está aportándonos revelaciones valiosísimas; si quisiera entregarnos lo hubiera hecho antes.

—¿Tanto te han servido esas confesiones?

—Mucho, de verdad. Las represalias de las que ha hablado hoy completan el cuadro que estoy haciendo, aclaran los motivos de esa mujer.

—¿Llevas mucho trabajo adelantado?

—Cuando lleguemos a la pensión te lo enseñaré.

—Baja la voz. Ahí tenemos otra vez a ese guardia que nos sigue.

Pasaron muy cerca de él en silencio, sin mirarlo. El guardia no intentó disimular su presencia. Al llegar, Nourissier llevó a Infante a su cuarto. Le mostró la gran cantidad de folios que tenía escritos, subrayados, garabateados.

—Has debido de especular una barbaridad —le dijo—, porque las noticias que nos han proporcionado no dan para demasiadas certezas.

—Mi trabajo siempre es especulativo; la mente humana no se puede radiografiar.

—¡Afortunadamente, la mía tendría un aspecto siniestro! Creo que voy a ir a emborracharme un rato. Mañana nos veremos.