Aquello de ser enlace de los maquis me gustaba. No sólo por el dinero que me daban, sino porque además me trataban bien, como a una persona, con respeto. Fui conociendo al grupo que venía por allí y vi que era buena gente. Hablábamos y nos reíamos. Me decían que confiaban en mí, y era verdad. Me daban la lista de lo que necesitaban para que se la llevara a El Cabanil y se la pasara a Francisco Gisbert. Luego iban ellos y le pagaban. Eso era al principio, luego yo también iba con ellos y me daban el dinero a mí para que yo mismo le pagara. Las risas más grandes las teníamos cuando Gisbert les vendía latas de las que les daban de ración a la Guardia Civil. La primera vez los del maquis se meaban de risa cuando las vieron. Solían ser chorizos y latas de carne de vaca. Parecía de risa pero la cosa estaba clara: Gisbert vivía delante de la casa cuartel, tenía buena relación con los guardias, que nunca sospecharon nada hasta que lo trincaron. Los guardias le cambiaban las latas por harina, por naranjas, por arroz. Luego él se las vendía a los maquis. Gisbert era el primero que se partía cuando pasaba eso. Les decía: «Venga, que os aprovechen las latas, aunque yo creo que a lo mejor os sentarán mal». ¡Pobre Gisbert, eran tan buen hombre, tan trabajador! No se merecía lo que le hicieron esos hijos de puta. Todos dicen que cuando lo detuvieron después del asalto que los civiles hicieron a El Cabanil delató a mucha gente y por eso hubo tantos arrestos de masoveros que vivían cerca. Pero con todo lo que le hicieron yo también hubiera cantado seguramente. Hay un punto que el ser humano ya no puede soportar más lo que le hacen. Aún se me llenan los ojos de lágrimas cuando lo pienso, un hombre que no había hecho daño a nadie, ni matado, ni robado. ¿Cómo se puede ser tan malo, tener tan poca humanidad? Lo peor fue el final que tuvo. Lo tenían retenido en Morella y un buen día, seguramente cuando ya le habían sacado todos los nombres que le podían sacar, lo bajaron a la prisión de Pobla de Benifassà. Lo visitó su madre y la pobre mujer, antes de entrar, les preguntó a los civiles que lo custodiaban si sabían qué sería de él. La engañaron, le dijeron que lo dejarían en libertad. La madre entró a verlo muy contenta y, como lo vio hecho un guiñapo, sólo quería decirle algo que pudiera hacerle bien. Como le gustaban mucho las judías le dijo que le prepararía una olla para cuando volviera a casa. Ya ven, ¡pobre mujer!, no podía hacer mucho más para alegrarlo. Entonces lo llevaron un montón de guardias a El Cabanil para que les enseñara algo, a lo mejor algún rincón que la casa tenía para esconderse y que no habían encontrado aún. Pues bueno, llegan allí y les enseña lo que tuviera que enseñarles y luego salen y le dicen: «Ya es suficiente, hemos terminado contigo. Ahora te puedes marchar». Cuando había caminado diez o doce pasos le arrearon una ráfaga de metralleta por la espalda, y adiós Francisco Gisbert. Se quedó allí muerto, después de haber padecido tanto, de haberle hecho creer que lo soltaban. Allí en el suelo se quedó.
Se lo llevaron subido en un mulo, tapado con una manta. Iban dos guardias civiles delante y uno detrás. Le colgaban las piernas y los pies, aún metidos en alpargatas blancas. Eso me dijeron los que pudieron verlo. Les dieron el cadáver a los familiares para que lo enterraran y cuando lo desvistieron para asearlo se dieron cuenta de que le habían arrancado los testículos. Tal y como yo se lo cuento así fue. Yo puedo haber sido maquis y bandolera y haber hecho cosas que no estaban bien, pero díganme cómo hay que ser y qué entraña hay que tener para arrancarle a un hombre los cojones. Ni las alimañas del monte, ni los buitres harían una cosa así con un hombre vivo.
Como ya se pueden imaginar, yo ya tenía la cruz puesta al lado de mi nombre y sabía que vendrían a por mí. También había sido enlace de los maquis tanto o más que Gisbert, y a esas alturas los civiles ya debían de saberlo.
Carlos el Catalán era el jefe maquis de toda la zona y había seguido el asalto de los guardias a El Cabanil desde unos montes cercanos. Se había enterado de que de sus hombres no quedaba ninguno, los mataron a todos. Vino a buscarme.
—Pastora, ¿qué vas a hacer?
Yo, en alguna noche de vino, le había contado que me sentía más hombre que mujer. No se había reído, no había soltado ninguna exclamación. Recuerdo que me dijo:
—Esas cosan pasan. Pastora, pero en el extranjero no tiene importancia, uno es lo que quiere ser.
—Pero yo vivo aquí y se me ríen, y quieren verme por debajo y sólo metiéndoles miedo he conseguido que me dejen en paz. Lo he pasado muy mal con eso, Catalán, toda la vida —le contesté.
—Pero ¿tú eres maricón?
—No. No me gustan los hombres y a las mujeres nunca me he acercado en ese plan. Y ahora ya me da igual, no sé cómo explicarte, es como si me lo hubiera sacado tanto de la cabeza que ya no lo quisiera meter más. Nunca he hablado de esto con nadie. Mi madre me dijo que era una mujer y mujer fui, pero todo lo tengo de hombre: la fuerza, la barba, las maneras, la mala leche. Pero a la gente qué le vas a contar, sólo ven la malicia.
—Porque no tienen cultura, Pastora, porque ya se encargan los fachas que han ganado la guerra de que no lean un libro y sigan tan burros como su madre los trajo al mundo. Los franquistas lo que quieren es que todo siga igual, la gente partiéndose el espinazo trabajando para el amo y sin instrucción, no vaya a ser que aprendan algo y se revolucionen.
—¿Y qué tiene que ver la instrucción con que se me burlen por si soy hombre o mujer?
—Todo, Pastora, todo. En el partido comunista te enseñan que las personas, sean como sean, tienen una dignidad y se merecen un respeto, y eso se aprende leyendo lo que hay que leer y teniendo libertad. Además te voy a decir algo, en Francia tu caso no tendría ninguna importancia. Allí no tiene importancia ni siquiera que seas maricón, que ya es decir.
Nunca me habían hablado de esa manera, nunca. Tampoco estaba acostumbrada a que la gente charlara tanto rato por charlar. Me pasaba la vida trabajando y cuando eran las fiestas tampoco hablábamos mucho, entre las copas y el baile, los juegos de cartas y demás… Así que me hacía gracia que los maquis a las palabras les tuvieran tanta querencia y tanta fe. Por eso cuando después de todas las desgracias de El Cabanil se presentó Carlos el Catalán y me dijo: «Pastora, ¿qué vas a hacer?», yo le contesté con el corazón un poco encogido, pensando que lo que allí dijéramos iba a ser muy importante para mí:
—¿Tú qué crees que debo hacer?
—Venirte con nosotros, echarte al monte.
—Eso es muy grave, ya lo sabes tú.
—¿Y aquí qué harás, esconderte por los rincones como un animal o dejar que te revienten los civiles como a Gisbert?
—Pero yo no tengo ideas como vosotros tenéis, ni ésas ni otras.
—En el maquis te daremos instrucción política y, por supuesto, aprenderás a leer.
Cuando oí eso se me subió la sangre a la cara. ¿De verdad me enseñarían a leer?
—¿Qué me dices, Pastora?
—¿Y de qué os sirvo yo?
—Tú eres un tesoro más grande que las piedras preciosas. Te he visto andar por ahí cuando te encargábamos las mercancías y te mueves muy bien, vas rápido como el viento entre la maleza. Además me han dicho que te conoces estos montes como la palma de tu mano, como nadie.
—Eso es verdad.
—Pues eso nos hace falta.
—Te diría que sí, pero con estas faldas…
Entonces el Catalán se me puso delante y me miró a los ojos, serio como una estatua.
—Yo te dije una vez que en la guerrilla cada uno es lo que quiere ser. ¿Tú te sientes un hombre, Pastora?
—Sí —le dije, y bajé la vista para decirlo.
—Pues un hombre serás. Esta noche te vienes conmigo a casa de mi hermana que es mujer y del maquis, y ella te cortará los pelos y te buscará ropa de hombre. Y Teresa a la mierda, ¿comprendes? ¡A la mierda con ella!
Y se echó a reír a carcajada limpia. Yo también quise reír y reía, no crean, pero al mismo tiempo me puse a llorar. Entonces él me dio unos golpes fuertes en la espalda para consolarme y me dijo:
—Tranquilo, hombre, tranquilo, que ya dicen que los hombres no deben llorar. Mira tú qué pronto te manda y te jode la gente con lo que puedes y no puedes hacer.
Nos fuimos a La Sénia, con muchas precauciones. Por la noche ya estábamos allí y era verdad que la hermana del Catalán nos esperaba. Cinta estuvo muy amable conmigo. Dormí con ella esa noche, como aún era una mujer… Al día siguiente me dijo: «Vente para acá». Me senté en la cocina, en una silla baja. Cinta cogió un peine y unas tijeras. Me cortó el pelo mechón a mechón. Yo los veía caer al suelo y otra vez me dio por llorar. Ella iba diciéndome que no me preocupara porque iba a quedar muy bien. Lo que me pasaba por la cabeza no lo sé, pero me acuerdo de que tenía miedo, un miedo que no sabía de dónde me venía. Yo, que había dormido en el monte sola desde chica, que me hubiera enfrentado a cualquiera sin que me temblara la mano jamás, aquel día tenía un miedo que me dejaba quieta como un pájaro caído de un nido.
Al cabo de un rato Cinta dijo que ya estaba y me peinó y me repeinó para atrás. No me dejó que me mirara en ningún espejo porque aún no estaba vestida como debía. Me trajo la ropa de hombre y salió para no avergonzarme mientras me cambiaba. A medida que me iba quitando la ropa de mujer el miedo era más fuerte aún. Cuando ya estuve preparado entraron todos y se echaron a reír. Me sentó mal:
—¿De qué os reís?
—De que parece que siempre hayas sido un tío desde que tu madre te parió. Mírate en este espejo —me dijo Carlos.
Y me miré. No sabía si reír o llorar, porque era verdad que de Teresa no quedaba nada. Era un hombre, un hombre de verdad, un hombre de arriba abajo. Me entró una risa tonta y no podía parar, y todos se reían también.
—Ahora verás lo que vamos a hacer con Teresot —dijo Cinta, y cogió toda la ropa que me había quitado y la echó al fuego, la muy loca. Salieron unas llamaradas que parecía que hasta la casa se iba a quemar. Nos reímos tanto que nos dolía la cara. Cinta trajo coñac y unas copas y, aunque era por la mañana y no eran horas de ponerse a beber, echamos unos tragos para celebrarlo.
Pedí otra vez el espejo y me miré bien la cara. Me pasé la mano por la cicatriz de la operación.
—Me voy a dejar bigote —solté—. Siempre me había gustado tener bigote. Además, así me vengaré de todas las veces que me tenía que afeitar pelo a pelo con la navaja y el dedo gordo sin que nadie me viera.
—¡Anda que no es presumido ni nada!
—Es que hasta hace poco era una mujer —dije, y les hizo mucha gracia y se rieron un poco más.
—¿Y cómo vas a llamarte? —preguntó el Catalán—. Porque Tereso no puede ser.
—Me llamaré Florencio. Lo había pensado muchas veces. Florencio Pla Meseguer suena bien.
—Pues con Florencio te quedas. Y de nombre de guerra Durruti, ¿qué te parece?
—Me gusta.
—No se hable más. Ahora perteneces al sector 23 de la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón y yo soy tu jefe. Bienvenido, compañero.
Me dio un abrazo de hombre a hombre y, en ese momento, me sentí más contento de lo que había estado nunca.
Nos quedamos dos días en la casa sin salir a la calle, claro. Yo tenía miedo de que se presentara la Guardia Civil, pero el Catalán me dijo que en aquel momento tenían mucho trabajo y pocos efectivos. Los que se presentaron fueron dos maquis que les llamaban Valencià y Rubén. Hubo mucha alegría porque desde hacía tres meses los habían dado por perdidos. Venían de una misión por Benifallet y Xerta, también de Rasquera y Móra la Nova. Carlos y Valencià se largaron por su parte y yo me fui con el que llamaban Rubén. Fuimos a Mosqueruela y Fortanete, donde había un campamento con muchísimos compañeros, que luego a algunos los han ido matando. Me los presentaron a todos. Yo me iba fijando a ver si me notaban algo raro de que había sido una mujer, pero no, no parecía. De todas maneras no se me pasó la manía de eso hasta tiempo después, cuando un día fuimos a la masía de Eloy a por comida. Ramón del Mas, el dueño, me conocía de sobra de cuando era Teresa. Así que, mientras esperábamos que su mujer nos pusiera la comida, que la pagamos, me acerco al Ramón y le digo:
—Ramón, ¿me conoces?
Se quedó parado. Me miraba y remiraba. Al final, nada seguro, me dice:
—¿Eres Teresa?
Y entonces me levanto el bigote, que ya lo llevaba, y le enseño la cicatriz de la operación en el labio y dice:
—Pero ¿tú eres Teresa?
Parecía que hubiera visto a un muerto escapado del cementerio. Entonces entendí que ya nadie me iba a tomar nunca por la mujer que había sido.
En el campamento que les digo estuvimos pocos días. Luego pasé a Fortanete, a otro campamento que le llamaban el de Viejo de Gúdar y ahí sucedió algo muy importante: me armaron, me dieron un fusil ruso que es este que ustedes ven. Siempre me ha acompañado como si fuera mi hermano. Ahora a lo mejor lo dejo aquí, ya veré.