Se presentó una mañana mientras estaban desayunando en el comedor. Era sábado, y un grupo de feriantes que se había alojado en la pensión, ocupaba una larga mesa en la que reinaba gran animación. Casi sin pedir permiso, se sentó junto a ellos y empezó a hablar:
—Soy Eusebio Santillana, juez de instrucción en Tortosa durante los últimos años. Ahora estoy jubilado y vivo en Morella. Me gustaría hablar con ustedes.
Nourissier se quedó estupefacto ante semejante abordaje, pero Infante enseguida comprendió. Le sonrió con jovialidad:
—¿Quiere tomar un café?
—No, mejor vengan a mi casa. Los invito a comer hoy. Vivo en la que llaman «la casa del milagro», ¿saben dónde está? Hay una placa en la pared. Se supone que allí obró un milagro san Vicente Ferrer. Un día se presentó el santo en la casa de los campesinos justo a la hora del almuerzo. Como eran muy pobres y no tenían nada que ofrecerle, sacrificaron al hijo pequeño y la madre lo metió en el cocido para que éste resultara sustancioso. Mientras estaban comiendo, la familia lloraba y lloraba hasta que san Vicente, sorprendido, les preguntó la razón. Entonces le contaron lo del filicidio y el santo se apiadó, decidiendo recomponer al muchacho troceado, devolverle la vida y entregarlo sano y salvo a sus padres. Todo un milagro, como pueden comprobar.
—Mon Dieu! —exclamó el psiquiatra por lo bajo.
—Son historias irracionales propias de gente sin cultura. Les espero a las nueve.
—Iremos con mucho gusto —dijo Infante y, con una sonrisa, añadió—: Y no se preocupe si su cocido no tiene carne, somos de poco comer.
Santillana soltó un extraño sonido gutural a modo de carcajada y se levantó para marcharse. Cuando casi había alcanzado la puerta, volvió sobre sus pasos, se inclinó sobre ellos y murmuró:
—No confíen en el teniente Álvarez; es un hijo de la gran puta.
Se alejó con un andar brioso, aunque su figura se inclinaba ligeramente hacia delante. Nourissier parecía haber visto un trasgo; incluso su boca estaba un poco abierta por el asombro.
—¿Y ese tipo?
—Un espontáneo, el tam tam de la selva nunca suele fallar. Debería sentirme feliz por esa invitación, pero mucho me temo que sólo vamos a obtener una larga perorata típica de un jubilado sobre bandoleros de otros tiempos. Ésa es la especie que he difundido y los frutos vendrán por ahí.
—¡Lástima!, porque un juez debe de tener excelente información.
—Quizá podamos preguntarle sobre lo que nos interesa, pero me da un poco de miedo sin saber cómo respira. Habrá que sondearlo. Ya decidiremos sobre la marcha.
—Da la impresión de estar bastante loco, ¿no?
—Dicen que los fuertes vientos de este lugar trastornan a la gente.
—Debe de ser cierto, porque lo he notado en mí.
—¡Ah, cher docteur! ¡Ojalá hubiera escogido usted el tema del trastorno eólico para investigar, nos hubiéramos ahorrado muchos problemas!
—Lo hubiera hecho si tú hubieras escrito sobre eso en los periódicos.
Abandonaron el comedor riendo. En la calle lucía un sol de otoño, transparente y delicado. Cerca de la esquina vieron a un joven guardia civil, que desvió la mirada cuando aparecieron.
—Parece que Álvarez ha ordenado que nos vigilen.
—¿Eso impide que vayamos a casa del juez?
—No. Puede que parezca loco pero sabe bien por dónde pisa.
—Al menos deberíamos avisarle de que llevamos a alguien pegado a los talones.
—Descuida, Lucien, ya debe de estar al quite. Si ese juez ha dicho que vayamos a su casa, a su casa iremos.
Tardaron un buen rato en distinguir los detalles en la placa del milagro porque la iluminación de la calle era pobre. Consistía en una baldosa de cerámica donde, con toscos dibujos coloreados, se representaba la comida en cuestión. De una gran olla emergía hasta la cintura un muchacho. A la mesa se sentaban varios comensales que mostraban su asombro llevándose las manos a la cabeza. En el centro estaba el que debía ser san Vicente, con barba, pelo largo y la vara de obrar milagros.
—¡Vaya historia macabra! —cuchicheó Nourissier en el oído de Infante.
—Si alguna vez te quedas sin asunto para tus investigaciones no tienes más que analizar psicológicamente las vidas de los santos españoles. Ahí encontrarás todas las aberraciones de las que es capaz un ser humano.
Se abrió la puerta de la casa, sobresaltándolos. El juez Santillana los miró gravemente con sus acuosos ojos de besugo.
—Pasen, les he visto por la ventana.
—Estábamos contemplando la placa del milagro —se excusó Infante mientras entraban.
—¡Supersticiones abominables, cuentos de miedo que los curas inventan para mantener aterrorizadas a las gentes sencillas! —tronó Santillana precediéndolos hasta el salón. Una vez allí elevó un dedo y añadió en tono apocalíptico—: ¡Este país nunca será moderno hasta que no demuelan todas las iglesias, hasta que el último monje no sea exclaustrado, hasta que no se fundan todos los cálices y las patenas para regalar el oro a los desheredados!
Los dos invitados se miraron sin saber cómo reaccionar. Nourissier se atrevió a afirmar tímidamente:
—Eso será difícil, España siempre ha sido profundamente católica.
El viejo juez lo fulminó con la mirada.
—No es necesario que me lo diga, lo he comprobado personalmente. ¡Cuarenta y cinco años he estado casado con una mujer católica, apostólica y romana, aunque era gallega! Durante cuarenta y cinco años he observado todas las reglas del catolicismo sin saltarme ni una: he desfilado en las procesiones de Semana Santa, no he comido carne durante la Cuaresma, he asistido a misa los domingos y fiestas de guardar, he venerado al niño Jesús en Navidad y ensalzado a la Virgen en las fiestas patronales. Excepto profesar como sacerdote me he chupado todos los sacramentos y liturgias sin excepción. Hace dos años murió mi esposa, que debe de estar en el cielo por fuerza mayor, y desde entonces no he vuelto a pisar una iglesia. ¡Se acabó, hasta ahí llegó la fe de Eusebio Santillana! Presenté una petición al ayuntamiento para que quitaran de mi puerta la infame plaquita de san Vicente y los antropófagos, pero nada, por razones que fácilmente pueden colegir no me hicieron ni caso y, encima, desde entonces he sido mal visto por la autoridad.
—¿Por qué aceptó esas imposiciones religiosas durante tanto tiempo? —preguntó Infante mientras aceptaba la copa de albariño que le ofreció el juez.
—He sido un hombre profundamente enamorado, amigo mío; ése es el quid de la cuestión. No había bendición papal que me resultara gravosa ni hostia que me supiera amarga con tal de ver a mi esposa contenta. Aunque lo religioso no deja de ser anecdótico, por ella hice otras cosas por las que nunca la perdonaré, ésa es la triste realidad.
Su voz había adquirido un tono trágico y el gesto se le volvió sombrío. Entonces agitó la cabeza con fuerza como un perro que sale del agua y retomó la normalidad para decir:
—Vamos a cenar, señores. He cocinado yo como siempre hago cuando tengo invitados. Mi doméstica se marca unas comidas que parecen los brebajes de una bruja; así que he preparado macarrones con queso, es lo que me sale mejor. A veces también soy capaz de atacar un buen caldo gallego, pero hoy me faltaban ingredientes; aquí no se encuentran grelos con facilidad.
—Los macarrones con queso están muy bien —afirmó Infante, y le pasó el testigo de la cortesía con una mirada a Nourissier.
—¡Me encantan los macarrones con queso! —dijo éste con precipitación.
Santillana desapareció rumbo a la cocina y los dejó sentados a una sencilla mesa, puesta ya. La casa estaba llena de estanterías con libros y transmitía la impresión de un cierto desaliño. Olía a humo de tabaco depositado durante años en la pared, en las cortinas.
Regresó con una fuente repleta de macarrones y una botella de vino precariamente transportada bajo el brazo. Nourissier se levantó como un autómata y le ayudó a dejar la carga sobre la mesa. Sin más preámbulos, el juez se sentó, sirvió y empezó a comer con la ferocidad del que no ha probado bocado en días.
—¡Deliciosos! —intentó lisonjearlo Infante, pero el anfitrión no le hizo el menor caso; seguía devorando con total concentración.
Los invitados intentaban seguirlo, pero les resultaba imposible comer con tanta rapidez. Cuando ellos andaban por la mitad del plato, el juez ya había terminado. Adoptando una postura de Buda feliz, se puso a contemplarlos tranquilamente. Nourissier, violento, se vio obligado a conversar.
—¿Es usted de esta tierra, juez?
—Sí, nací aquí, en una familia de labradores ricos. Cuando quise estudiar Derecho tuve que ir a Valencia y sólo volvía con mis padres por Navidad. Al morir ellos recibí esta casa en herencia, y aquí he venido a jubilarme. Mal hecho, por cierto, hubiera debido emigrar a su país, doctor. Al oír que estaban por Morella pensé que era la confirmación de esa duda que tuve: ir a jubilarme a un pequeño y coqueto pueblo francés.
—¿El teniente Álvarez le habló de nosotros?
—No, la noticia no ha venido de esa acémila. —Los miró despaciosamente como sintiéndose protagonista y, parándose en Carlos Infante, recitó—: «La aurora extendía sus trémulos dedos llenándolo todo de luz cenital. Aquel hombre valiente y generoso se estremeció de emoción». ¿Le suena de algo?
—¡Rogelio Sánchez! Nadie en el mundo puede haber escrito algo tan cursi.
Santillana estalló en carcajadas:
—¡Acertó! ¡Ah, el jodido guardia novelista! Le conocí en la instrucción de un par de casos y un buen día se presentó en el juzgado con un mamotreto infumable para que lo leyera y le diera mi opinión. Se la di, por supuesto, le dije que me parecía un bodrio pestilente y que era obvio que Dios no lo había llamado por los caminos de la literatura. Se largó muy mosqueado, pero a partir de aquel día me dejó en paz. Hace poco vino a mi casa justo para decirme muy orgulloso y desafiante que un periodista de Barcelona iba a interceder por la publicación de su novela frente a una editorial importante. ¿Es eso cierto, usted le prometió algo así?
—Supongo que sí —respondió Infante con cautela.
—¿Tanto disfrutó de esa bazofia seudoliteraria?
—No, no disfruté en absoluto.
—¿Y entonces?
Infante atajó aquella situación violenta en la que parecía que Santillana estaba jugando con ellos.
—Disculpe, juez, nos ha invitado a cenar porque quería hablar con nosotros. Si no le importa deberíamos empezar esa conversación antes de que se haga más tarde y tengamos que marcharnos.
—La Pastora —soltó el juez de repente, y el silencio los envolvió a los tres. Se podían oír sus respiraciones. Nadie parecía dispuesto en ser el primero en abrir la boca. El viejo sonrió mostrando unos dientes renegridos. Se levantó y, llegando hasta el aparador, tomó un frutero y lo puso sobre la mesa. Sacó un extraño puro retorcido y lo encendió con chupadas parsimoniosas. Luego, entre fétidas vaharadas de humo, añadió—: Veo que el tema les interesa.
—Y yo veo que el tal Rogelio no es sólo un pésimo escritor, sino también un hombre poco discreto.
—Es inofensivo. Quien resulta peligroso es el teniente Álvarez, y Rogelio no le ha ido a él con el cuento, sino a mí. Han tenido doble fortuna: yo no los voy a denunciar y, además, puedo darles valiosas informaciones sobre esa mujer. Estuve instruyendo el caso que la decidió a entrar en el maquis. Naturalmente todo esto tiene que permanecer en el más absoluto secreto.
—Supongo que ese guardia también le contaría que sólo queremos esos datos para investigaciones médicas.
—Lo que hagan con los datos me da igual.
Infante se quedó mirándolo fijamente a los ojos.
—Rogelio, a cambio de su información, quería que me hiciera cargo de su novela. Otros nos han pedido dinero. ¿Qué quiere usted?
—Absolutamente nada.
—Eso es muy inusual.
—¿No se fían de mí?
—Nos gusta saber qué razones tienen las personas para obrar como lo hacen.
—Digamos que me he visto obligado a colaborar profesionalmente con un régimen político que nada tiene que ver con la justicia, de lo cual no me siento orgulloso precisamente.
—¿Busca redención?
—Llámelo como quiera, aunque yo preferiría un vocabulario menos religioso.
—Rehabilitación moral.
—Ese término me cuadra mejor. Vengan mañana a las ocho de la mañana a una casa abandonada que hay en la carretera que va hacia Vallibona. La reconocerán porque tiene un gran reloj de sol sobre la puerta. Y procuren que el teniente Álvarez no les siga. ¿Les viene bien esa cita?
—Allí estaremos.
Al salir de la casa del milagro, Nourissier empezó a toser con estrépito.
—¡Ah, creí que no soportaría ni un minuto más el olor de ese puro asqueroso!
—Pero eres tan educado que has esperado a estar fuera para toser.
—Al principio ni me enteraba del humo, estaba completamente absorto en sus palabras. ¿Qué impresión te ha causado?
—Ya veremos; que este tipo necesite el perdón de sus pecados no significa que tenga nada que nos interese.
—Sí, ya veremos.
El psiquiatra se encogió de hombros y empezó a caminar con brío, esperando que el aire de la noche acabara de disipar de su nariz los efluvios de aquel condenado tabaco. De pronto, dio un brusco respingo:
—¡Dios! —murmuró—. Olvidé advertirle a mi esposa que hemos cambiado de alojamiento. Habrá estado llamando a la pensión de La Sénia, enferma de preocupación. ¡Me adelanto corriendo! Quizá aún esté a tiempo de ponerle una conferencia.
Infante vio alejarse su figura gallarda avanzando a grandes zancadas. Se quedó solo en la noche, deambulando como una sombra por las calles en penumbra. De pronto, tuvo la sensación de que alguien lo seguía, se volvió y descubrió que un joven echaba a correr a toda prisa. Quiso llamarlo, pero advirtió que, en la siguiente esquina, había un guardia civil que lo observaba. Siguió su camino en silencio, con la cabeza baja.
A la mañana siguiente, Infante se sintió asaltado por un súbito presentimiento: ¿y si la cita con el juez no era más que una trampa? Al fin y al cabo contaban como sospechosos y el lugar, una casa vacía en medio del campo; no podía ser más indicado para cazarlos in fraganti con absoluta discreción. Además, era absurdo que Santillana buscara un sitio recóndito para encontrarse cuando habían estado en su casa el día anterior. Si la premonición se cumplía, el teniente Álvarez tendría la excusa perfecta para expulsarlos de Morella y verse al fin libre de su presencia. Incluso podría acusarlos de reunión subversiva o de cualquier otro concepto de los que el régimen franquista se servía con facilidad. Tomó un whisky para serenarse, estaba poniéndose histérico. Se preguntó cómo era posible que hubiera llegado a implicarse tanto en aquel asunto. No supo responder, ni tampoco juzgar si aquel empeño era bueno o malo para él.
Se pusieron en marcha muy temprano, a pie, rodeados de la niebla con la que el día había amanecido. A Infante en ningún momento se le ocurrió comentarle a su compañero el mal augurio que había creído entrever. Encontraron la casa del reloj solar con facilidad y ambos parecían seguros de que nadie los había seguido. Aun estando abandonada, la vivienda se mantenía por dentro en un estado de conservación aceptable. Se sentaron en el suelo de madera desgastada y esperaron a que llegara el juez. Infante se incorporaba con frecuencia y miraba, inquieto, por la ventana. El francés se arrebujaba en su pelliza, muerto de frío. Con diez minutos de retraso, el juez Santillana, renqueante y con la nariz colorada, entró en la sala frotándose las manos.
—¡Diablo, estoy helado! ¡Mataría por tomar un café!
Infante no le dio tregua, se puso frente a él y le descerrajó la pregunta que le martilleaba en la cabeza:
—¿Por qué nos ha hecho venir hasta aquí? La Guardia Civil nos ha visto con usted. Si existe un riesgo, ya lo hemos corrido. ¿Por qué entonces esta casa?
—¡No tenga tanta prisa, ya lo verá! Siéntese. Voy a contarles todo sin pausa para que acabemos pronto y podamos volver a Morella y tomar algo caliente.
Acto seguido, acercó una caja de madera que yacía en el suelo y se acomodó sobre ella. Empezó a hablar.
—Yo instruí los hechos que sucedieron en la masía El Cabanil. Fue un asedio de tres jornadas que la Guardia Civil llevó a efecto sobre un grupo de tres maquis escondidos allí. Buscaban a Cedacero, otro guerrillero fugado de la cárcel y que, en efecto, se había refugiado en la casa con dos compañeros. La columna perseguidora la mandaba el teniente José Mangas. Con anterioridad habían detenido al dueño de la masía por colaborador con el maquis. Creo que les vendía comida. Me consta que lo torturaron y luego lo asesinaron. Oficialmente, yo mismo certifiqué que había muerto accidentalmente al disparársele el arma, pero el cadáver llevaba varios tiros de metralleta en la espalda. El teniente y sus hombres se acercaron a El Cabanil pensando que el mas estaba vacío, pero vieron elevarse humo por la chimenea. Iban acompañados de Manolete, un maquis capturado tiempo atrás y que les hacía de delator. Era febrero del 49, y ese año fue el más gélido que se puede recordar en los últimos tiempos: nieve, viento, un auténtico temporal. Cuando están a una distancia prudente de la casa, el teniente Mangas le hace ponerse a Manolete un gorro y un capote de la Guardia Civil. Le dice: «Tú conoces a Cedacero, te acercas y le dices que se entregue». El pobre desgraciado llega hasta la puerta muerto de miedo porque piensa que, si es verdad que sus antiguos camaradas están allí, su vida no vale nada: ellos saben que ha estado pasando informes a los civiles. Se planta frente a la entrada, se aclara la voz, que le tiembla, y chilla: «Cedacero, sal, que soy tu amigo. Entrégate en caliente, será mejor para ti». Entonces, por una ventanita que se abre sobre la puerta, aparece un fusil, se oye gritar el nombre del delator y un tiro en la cabeza lo mata limpiamente. Queda tendido en el suelo. Acto seguido, el teniente Mangas da orden de rodear la casa y se inicia un intenso intercambio de disparos y explosión de granadas. Los maquis intentan escapar por la parte trasera, pero el fuego de los guardias se lo impide. Mangas pide refuerzos que le llegan a última hora de la tarde. Son muchos los guardias que acuden. A las once hay un ataque muy fuerte de los guerrilleros que intentan de nuevo huir sin conseguirlo. Pasa la noche. Al día siguiente, la Guardia Civil pone dos petardos en los cimientos. Se prende fuego en la casa y cae la techumbre. Se entrega por fin uno de ellos, que iba malherido. Entran en la casa y descubren a otro maquis tendido en el suelo. Se había suicidado con el mosquetón: puso el disparador atado con una cuerda y la accionó con el pie; tenía un tiro que le entraba por la mandíbula inferior. Del tercer guerrillero no había ni rastro. Pero la Guardia Civil no ceja en el empeño; al tercer día y con el incendio ya extinguido, registran la casa. Cuando se acercan a la cisterna son tiroteados desde el fondo. Allí está el tercer hombre, que se rinde al fin. Izan sus armas desde el pozo con una cuerda, y luego lo sacan a él. Está malherido y, al cabo de cinco minutos, fallece.
Después de haber hablado de un tirón, el juez se quedó mudo, como si buscara fuerza para seguir, como si realmente estuviera exhausto. Luego se restregó la cara con ambas manos con una especie de frenesí y prosiguió, en tono más bajo:
—A los tres muertos los subieron a un mulo y los llevaron al cementerio. Yo estaba presente. Cavaron una fosa. Al primero lo echaron dentro de mala manera, como si fuera un pelele. Entonces, el guardia que estaba al mando les llamó la atención, dijo que tuvieran respeto porque, al fin y al cabo, también eran seres humanos. Ni siquiera eso fui capaz de decirlo yo. A los otros dos ya los bajaron con más comedimiento. A Manolete, el delator, le dieron un entierro digno porque había colaborado con ellos y vestido las ropas de la Guardia Civil. Un absurdo, ya ven. Nadie salió vivo de allí. —Se abismó en sus pensamientos con el ceño fruncido. De pronto, miró el reloj con sobresalto y se levantó—: Disculpen un momento, vuelvo enseguida. Ese chico ya debe de llevar un buen rato esperando.
Regresó inmediatamente acompañado de un joven, que los miró sin indicios de sorpresa.
—Buenos días —saludó.
Santillana le puso paternalmente la mano en un hombro:
—Siéntate donde puedas, Andrés, y diles a estos señores lo que sabes de La Pastora.
Permaneció de pie y con el tono de voz de quien ha preparado bien su discurso, anunció:
—Yo estaba delante cuando La Pastora se echó al monte. Vi cómo le cortaban el pelo y que se vestía de hombre.
Como si hasta aquel momento hubiera estado dormido, Nourissier despertó, se enderezó y aguzó los sentidos como un zorro que sale a cazar.
—Yo tenía entonces unos quince años y estaba en casa de una mujer que no les puedo decir quién es, pero que les juro que no es pariente mía. Esa mujer le cortó el pelo a Teresot, y luego se lo peinó para atrás como lo llevan los chicos. Había ropa de hombre preparada para ella en la casa: un pantalón, una camisa y una chaqueta, todo de hombre. Cuando ya tenía el pelo cortado se metió en una habitación y se puso toda la ropa y cuando salió era como si ya hubiera sido un hombre desde que nació. Nadie hubiera dicho que era una mujer.
Infante se incorporó, fue directo hacia él:
—¿Quién más había en la casa?
—Un hombre que iba con La Pastora; me parece que era del maquis.
—¿Dijo ella algo?
—Dijo que se echaba al monte por lo que había pasado en El Cabanil, por las muertes que hubo y porque mataron al dueño, que era su amigo. Dijo que los guardias civiles lo habían tratado peor que a una alimaña. Estuvieron hablando de eso. Al final, también le dieron un macuto y un cinturón para los pantalones.
Nourissier estaba reconcentrado, nervioso, dubitativo, como si comprendiera que en el testimonio de aquel chico había datos importantes que sólo aflorarían si su modo de preguntar era correcto.
—¿Qué hacía mientras le cortaban el pelo?
—Llorar.
—¿Cómo lloraba, de qué manera? —intentó.
El joven se quedó sorprendido por la pregunta, como si no entendiera qué era lo que el médico deseaba saber. Aun así, permaneció pensando en silencio y al cabo de un momento dijo:
—Lloraba despacio, no hacía ruido. Yo ni siquiera me di cuenta de que lloraba hasta que le oí decir a la mujer que le cortaba el pelo: «No llores más, que ya pasó todo». Entonces me fijé y sí, le caían lágrimas por la cara y tenía los ojos muy encarnados. Al cabo le dieron un pañuelo y se limpiaba una vez y otra, pero no podía parar de llorar.
—¿Y la mujer que le cortaba el pelo?…
El chico miró angustiado en dirección a Santillana y éste intervino con gravedad:
—Lo siento, doctor, pero este chaval protege una identidad y le he prometido que no le harían preguntas en ese sentido.
—Está bien. ¿Hay algo más que recuerdes?
—La ropa que le dieron era de pana negra; y también recuerdo que le dieron una boina. Luego se fueron ella y aquel hombre y no volví a verlos nunca más.
—El hombre que la acompañaba, ¿se dirigía a ella, le decía algo?
—Se quedó fuera, en la habitación no entró.
Una ráfaga de viento lanzó lluvia sobre el único cristal de ventana que estaba entero.
El juez se levantó y empezó a lanzar exclamaciones histriónicas:
—¡Santo Cielo!, ahora se pone a llover y yo no llevo paraguas. ¡Lo que me faltaba! Estaré hecho una sopa cuando llegue al pueblo.
—¿Puedo marcharme ya, don Eusebio? —aprovechó el chico para preguntar.
—Vete, hijo, no me acompañes; que yo ando despacio y tú en cuatro zancadas ya habrás llegado.
Saludó con la cabeza y salió. Nourissier sintió una gran ansiedad al verlo desaparecer. Hubiera querido retenerlo, pedirle precisiones, aunque no sabía cuáles, sacar de su cabeza las imágenes para contemplarlas él. Era como estar ante un perro testigo de un crimen al que nada puedes preguntar. El juez le sacó de su abstracción:
—Márchense ustedes primero. Yo esperaré a que escampe. No quisiera coger una pulmonía.
—Le doy las gracias, juez, lo que nos ha contado este chico ha sido de una importancia crucial. Sin usted…
—Váyanse y dejen los agradecimientos para otra ocasión. Si las cosas van como creo, aún podré proporcionarles alguna información más. Pero no intenten ponerse en contacto conmigo, ya lo haré yo.
Caminaron por el campo bajo la lluvia fría que el viento les metía en los ojos. Infante se dirigió a su compañero:
—¿Qué te ha parecido?
Se dio cuenta de que Nourissier no le oía, de que su mente estaba en otro lugar; tampoco notaba la lluvia, ni el frío, y, si él no le hubiera guiado, probablemente no hubiera encontrado el camino de vuelta con facilidad.
Al llegar no le dijo ni adiós. Subió a su habitación y se puso a escribir:
«Importantísimo descubrimiento: la sujeto cambió de apariencia al entrar en el maquis. Realizó todo un rito para convertirse de mujer en hombre. Le cortaron el pelo, como a una monja. Dejó atrás las ropas femeninas y las cambió por las masculinas en ese mismo momento. Daba un vuelco total a su vida: no sólo abandonaba una identidad sexual bajo la que había vivido siempre, sino que entraba en la clandestinidad política. Todo al mismo tiempo. ¿Era una consecuencia? ¿Entró en el maquis para, de una vez por todas, salir de un cuerpo que la aprisionaba? Quizá es lógico pensar que hubiera más razones: entró en el maquis porque vivió en primera línea la brutalidad del régimen franquista. Entró en el maquis porque le brindaba la oportunidad de pertenecer a un grupo social que la acogía. Y, desde luego, entró porque se sentía hombre y no mujer. Dentro de la organización guerrillera nadie iba a juzgarla, nadie le haría preguntas. Incluso su cambio de nombre quedaría englobado en un colectivo, ya que todos los pertenecientes a la guerrilla cambiaban el suyo propio por un alias. Su pasado quedaba atrás. Puede que llegara a creer que había un futuro para ella.
»Durante el rito del corte de pelo lloraba sin parar. Sin duda estaba pasando por un grandísimo trauma. Podía sentirse varón, pero había vivido siempre como mujer. Decía adiós a muchas cosas, a sí misma en primer lugar. Recordaba humillaciones, dolor, soledad, al tiempo que era consciente de todos esos recuerdos negativos junto a los positivos; es decir, todo lo que la configuraba como ser humano, desaparecería por completo».
Dejó la pluma y respiró hondo. Bien, por el momento era suficiente, más tarde haría las valoraciones psiquiátricas a que hubiera lugar. Valioso testimonio, valioso. No debía perder la esperanzar de completar un retrato de aquella mujer, hombre o lo que quiera que fuese. De hecho, estaba empezando a penetrar en su interior, a dibujar los contornos de sus sentimientos, si bien la gran pregunta permanecía en pie: ¿era una asesina?, ¿de verdad padecía una patología que la impulsaba a la crueldad?, ¿estaba estructurada su cabeza en torno a la muerte? Se percataba de que quedaban muchos interrogantes aún por aclarar, pero ¿acaso no persistían las dudas cuando diagnosticaba a alguno de sus pacientes? Siempre, siempre en psiquiatría permanecía un espacio en blanco que resultaba casi imposible rellenar con certezas científicas. La mente del hombre continuaba resistiéndose a ser abarcada, desmenuzada, sacada a la luz y a la transparencia. Quizá porque la llamada enfermedad mental no era sino la reacción lógica a un mundo absurdo, despiadado, caótico y brutal.
De repente se dio cuenta de que estaba en su habitación, de que no sabía qué había pasado con Infante, que hacía sólo un rato estaba junto a él. Alarmado, miró su reloj pero era temprano todavía, podía seguir trabajando hasta la hora de comer.