Lo que voy a contarles ahora es posible que ya lo hayan oído por ahí. También habrán oído que nadie sabe, ni sabía entonces, si yo soy un hombre o una mujer. Nací con mis partes mal formadas, ya se lo he contado antes. No se lo voy a enseñar porque tengo mi dignidad. Como les dije, cuando mi madre me vio por primera vez pensó que sería mejor para mí figurar como mujer. Y mujer fui por mucho tiempo, aunque yo me sentía hombre. Ya saben que la gente siempre quería mirarme ahí abajo, pero nunca lo consiguieron porque yo me sabía defender. «¿Qué tienes entre las piernas, Pastora, qué tienes ahí?». Nunca me vio nadie, nunca. Desde que tuve uso de razón nadie se atrevió a mirar donde no debía. Me volvía una fiera, hubiera sido capaz de machacar cabezas, de morder hasta perder los dientes, de matar. Pero no fui capaz de morir. Me gustaba demasiado la vida y viva estaba hasta aquella tarde. Me hice la pregunta a mí misma, no crean, en aquellos momentos en que los tenía a todos a mi alrededor, me dije: «¿Vale la pena morir, Teresa?». Pensé que no, que quería seguir viva, subir al monte con los corderos, ver amanecer, tomarme copitas de coñac, bromear en las fiestas. No, morir no. Y no quise dejarme matar.
Fue una tarde muy fría. Había nevado y la nieve se había quedado en la hierba y en las matas, blanca, bonita con la poca luz que quedaba ya. Yo bajaba del monte, había dejado a las ovejas arregladas, metidas en el cobertizo, asegurándome de que la helada no pudiera hacerles daño. Como me había entretenido más tiempo del normal iba deprisa por temor de que me cogiera la noche. Entonces los vi, esperándome en el camino, abrigados con capotes los guardias y con zamarras los del pueblo. Daban patadas al suelo para no congelarse. De la boca les salía el vapor de la respiración. Me fijé en que sonreían y enseguida supe lo que iba a pasar, pero seguí andando en dirección a ellos, no podía hacer nada más.
Los conocía a todos: el teniente Mangas iba al frente. Estaba destinado en Morella, pero lo veíamos bastante porque muchas noches se quedaba a dormir en la casa del pueblo de Vallibona. La gente decía que era un cobarde porque cuando tenía que enfrentarse a los maquis llevaba encima más miedo que vergüenza. Yo no sé si era verdad, porque todos los guardias civiles estaban cagaos cuando tenían que vérselas con los rebeldes, y ustedes perdonarán la expresión. Habría que ver si él tenía más miedo que los otros o sólo igual. Pero a lo que voy, aquel día venía gallito, con la fusta en la mano: era alto, de buena planta, del tipo que les gusta a las mujeres. Traía cinco guardias acompañándolo, a unos los tenía yo vistos y a otros no, pero todos estaban por la zona de Morella. Y luego estaban los dos de paisano, que a ésos sí los conocía muy bien, todo el mundo los conocía. Eran somatenes, dos hijos de puta, siempre armados, siempre con palizas a la gente por cualquier cosa, con amenazas y chulerías. Todos los somatenes eran así, por llevar un fusil en la mano se creían más hombres, y como nadie les pedía cuentas…
Ustedes pensarán que es raro que yo ya supiera a qué venían y qué querían de mí. Hubiera sido más normal que, habiendo ayudado a unos maquis como lo había hecho yo, creyera que venían a ajustarme las cuentas por eso, o hasta a detenerme. Pero no, llevaban la sonrisa en las bocas y toda la malicia del mundo en los ojos y no se va a detener a un sospechoso con esa sorna en la cara. Yo no era una enemiga para ellos, era mierda, no era nada.
El primero en hablar fue el teniente Mangas. Me saludó:
—¡Vaya, Tereseta, buenas tardes! ¿De dónde vienes a estas horas y con tanto frío?
—De guardar el ganado, como siempre.
—¿Vas para casa?
—Sí.
—Pues nosotros estamos dando un paseo, pero ha sido una suerte encontrarte, mira, porque así nos podrás hacer un favor.
—Ustedes dirán.
—Es que estamos curiosos por saber una cosa: si eres hombre o mujer.
—Soy mujer y me llamo Teresa, usted me acaba de llamar por mi nombre.
Uno de los somatenes amartilló el arma haciendo mucho ruido, me puso la culata en la barbilla.
—¡Háblale con respeto al teniente!
—Déjala, no te preocupes, que violencias no tiene por qué haber. ¿A que no, Tereseta? —dijo Mangas.
No contesté. Entonces a Mangas se le borró la sonrisa de la cara, subió la voz y me dijo:
—Oye, tonterías, ni una. Ahora mismo te vas a quitar el vestido y te bajas las bragas que todos queremos ver lo que llevas ahí.
—Eso no lo voy a hacer —dije.
Los dos somatenes se pusieron como fieras, empezaron a darme empellones, me tiraban de la falda.
—¡Venga, mala puta, enséñanos el coño o te pegamos un tiro aquí mismo! —gritó uno.
El otro soltó:
—El coño o lo que tenga, que a lo mejor le sale una polla como la de un cabrón.
Se rieron todos. Luego Mangas levantó la mano:
—Ya está bien. Venga, chica, que lo del tiro va de verdad. Si te pegamos un tiro, te llevamos en un camión y te tiramos por un barranco nadie te va a reclamar. Con un perro sería más difícil, que suelen tener dueño, pero tú… Empieza ya a quitarte la ropa que sólo será un ratito y daño no te vamos a hacer. Luego te vas a tu casa y aquí no ha pasado nada.
No tenía miedo, pero ése fue el momento en que pensé si valía la pena morir y creí que no, quería seguir viva y la muerte estaba allí, a un paso, en mi cara, preparada para llevarme por siempre jamás. Me solté la cinturilla de la falda, que cayó al suelo. Debajo llevaba las sayas de lana para no pasar frío. Todos se habían quedado callados como en la iglesia. Me quité las sayas y entonces salió el pantalón corto que siempre me ponía debajo. Oí que soltaban algunas risitas, pero no dije nada. No tenía que decir nada, ni rogarles, ni llorar, ni mirarlos a la cara. Paré un momento y entonces la voz de Mangas, tranquila, me mandó:
—Quítate eso también.
Y me lo quité. Noté el frío que me traspasaba la carne que había estado tapada. Se acercaron todos. Hubo alguna exclamación, siempre malas palabras, ¡hostias!, ¡joder!… Alguien dijo: «¿Habíais visto alguna vez algo así?», pero no puedo decir quién habló porque no les miraba. Eso fue lo peor, escoger hacia dónde mirar. Al suelo, no. Miré hacia arriba, al cielo. El tiempo se me hizo largo, pero no quería pensar en nada. Entonces tuve que mirar por necesidad. Noté que algo frío me tocaba las partes. Era el teniente Mangas que con la fusta me levantaba lo que colgaba para verlo mejor. Entonces sí que tuve que apretar los dientes porque empecé a notar una rabia que me llenaba por dentro y que casi no podía aguantar. Me eché a temblar muy fuerte y ellos creyeron que era de frío. Ya no se reían.
—Bueno, venga, ya está visto. Ponte la ropa que te vas a helar. Y ya sabes, a portarse bien. Ni una palabra a nadie. A la mínima que te vayas de la lengua, volvemos a buscarte y te enteras de lo que vale un peine —dijo el teniente Mangas.
Me vestí, di media vuelta y eché a caminar. Ellos se quedaron detrás, hablando y dando risotadas. Al llegar a la masía me metí en el cobertizo donde vivía. Casi no podía respirar. Me encerré por dentro con la tranca. Empecé a darle patadas a la pared, patadas fuertes. Luego también le di puñetazos hasta que se me desollaron las manos. Me estiré de los pelos como para arrancármelos. Al final me tumbé en la paja y me eché a llorar. Lloraba tan hondo que me ahogaba. Después ya me ahogaba menos y lloraba más calmada. No sé cuánto tiempo pasó porque me dormí.
Cuando me desperté tenía los ojos tan hinchados que no podía abrirlos. Me los lavé con agua helada y me encontré mejor. No cogí tocino ni pan para llevarme. Si me daba prisa en salir del mas no vería a nadie, además no tenía hambre. Sólo tenía ganas de llegar a la montaña y estar con los corderos, sola y en paz.