En Morella no había un solo bar sino dos, y por las mañanas se veía en la calle una gran animación. A Nourissier el cambio de lugar no parecía haberle afectado demasiado; se recluía como de costumbre a trabajar en su habitación. Era Infante quien preparaba el terreno para conseguir informaciones. No sólo debía jugar sus cartas habituales, sino dejar correr la voz de que iban tras la estela de bandoleros célebres en la zona. Los estudios generales del psiquiatra eran la coartada. Suponía que algún pez caería en la red con esas premisas. Frecuentó los bares, las tiendas de comestibles, el mercado… y habló cuanto pudo con la gente.
El primer resultado de su siembra no fue el que esperaba. Dos días después de sus incursiones se presentó en la pensión un teniente de la Guardia Civil. Quería hablar con él, también con Nourissier. Era alto, delgado, de unos cuarenta años, y representaba la máxima autoridad en plaza. Quiso saber qué hacían en el pueblo, cuánto tiempo se quedarían…, nada que a Infante le pareciera inusual. Sin embargo, el teniente no pareció muy satisfecho cuando recibió la explicación sobre los motivos por los que estaban allí. Que los estudios de Nourissier se centraran en el tema de los bandoleros debió de hacerlo sospechar. Les pidió sus documentos de identidad, los observó. Al devolvérselos, les espetó:
—Me gustaría tener una pequeña conversación con ustedes en el cuartelillo.
—¡Adelante, no tenemos prisa! —intentó Infante aparentar normalidad.
—¿Hay algo en contra nuestra? —preguntó Nourissier en un tono severo y glacial.
—¡En absoluto, señores, en absoluto!
—Puede llamar a la embajada de Francia en Madrid si le queda alguna duda sobre mi identidad.
—No me interpreten mal. He dicho conversación, no interrogatorio, y he dicho en el cuartelillo porque es mi sitio de trabajo. Además, ¿por qué iba a querer interrogarles a ustedes? Lo único que tengo es curiosidad por saber de esos bandoleros históricos tan interesantes; tranquilamente hubiera podido proponer una charla en el bar.
—¡Ésa es una idea excelente!, y si nos lo permite le invitamos nosotros. ¿Qué le parece si nos encontramos en el bar dentro de una hora? Mejor en el de la entrada del pueblo, tengo idea de que sirven la cerveza más fría.
En cuanto se quedaron solos, Nourissier miró a su compañero:
—No te entiendo.
—¿Qué querías, hablar en el cuartelillo donde manda él?, ¿declinar la invitación? Por lo menos hemos ganado una hora para ponernos de acuerdo sobre qué demonio le vamos a contar.
Subieron a la habitación de Infante, se sentaron sobre la cama. El periodista se sirvió una copa, que Nourissier no quiso compartir.
—¿Qué sabes sobre bandoleros españoles?
—Nada.
—¿Tu madre no te habló de Luis Candelas, de Panxampla?
—Jamás.
—Que no cunda el pánico. Si te hace preguntas háblale sobre la psicología de los delincuentes. Yo procuraré intervenir.
—Creo que me tomaré una copa yo también.
Acudieron a la cita y pronto comprendieron ambos que no tenían nada que temer. El psiquiatra hilvanaba explicaciones sobre la mente criminal con toda coherencia, pero el teniente no le escuchaba; evidentemente no estaba allí el centro de su interés. Nourissier lo observaba al mismo tiempo que hablaba: no habían topado con un hombre deseoso de un pasatiempo cultural; el teniente Álvarez sospechaba de ellos. En algún momento creyó entrever que estaba disfrutando al hacerles pasar un mal rato. Incluso llegó a tener la extraña sensación de que los consideraba culpables de algo que prefería callar. Pasada casi una hora, el guardia lo interrumpió:
—Ya veo, doctor, que sabe usted mucho sobre el tema y me parece todo muy interesante. Sólo le pediría que, cuando escriba usted ese libro, no deje en mal lugar a España.
—Nada más lejos de mi intención.
—Lo sé, pero a veces en el extranjero no se nos trata bien. Se dicen cosas negativas, dobles sentidos, falsedades…, que si somos un pueblo bárbaro, que si aquí no hay libertad… Pero lo cierto es que, después de la guerra, se ha iniciado en España una época de cambio y prosperidad. Gracias al Generalísimo gozamos de paz y convivimos sin problemas todos los españoles. Por eso fastidia mucho que circulen tantas insidias por ahí.
Nourissier se impacientó levemente, tomó la palabra con seguridad y elevó la voz para no parecer en ningún caso intimidado.
—No comprendo qué le ha hecho pensar que yo, con mis investigaciones, puedo contribuir a algún tipo de descrédito para su país.
—Ya sabe a lo que me refiero, todo ese asunto de los bandoleros se presta a hacerse ideas equivocadas: que si robaban a los ricos para darlo a los pobres, que si fueron reprimidos salvajemente por la Guardia Civil…
Infante intervino antes de que el psiquiatra pudiera contestar:
—Los estudios del doctor sólo se ocupan del tema médico y tratan a los bandoleros como casos clínicos, por completo separados de su entorno o su nacionalidad.
—Está bien. Tómense lo que he dicho como una simple advertencia general. Usted me comprende porque es español. ¿Dónde nació?
—En Barcelona.
—¡Ah, una bella provincia! En ese caso no hace falta insistir más, usted sabe bien lo que pasa aquí.
—No habrá ningún problema, puede quedarse tranquilo.
Álvarez se puso en pie, hizo el saludo militar y salió con una sonrisilla superior pintada en la boca. Infante se dio cuenta de que su compañero estaba nervioso.
—No hagas ningún comentario ni te muevas —le dijo—. Vamos a pedir otra cerveza con tranquilidad y luego regresaremos a la pensión.
—Preferiría dar un paseo por el campo, tengo una horrible sensación de claustrofobia.
—Pues contrólala, Lucien.
Bebieron en silencio. La dueña del bar, una chica joven y atractiva, limpiaba los suelos con ojos somnolientos y movimientos mecánicos. Sólo tras haber apurado bien los vasos se marcharon. Caminaron buscando la salida del pueblo. La gente los miraba, pero eso era algo a lo que ya se habían acostumbrado.
Una vez en campo abierto, Nourissier dirigió la cara hacia el sol. Hacía frío, y aquel calorcillo lo reanimó. Necesitaba borrar de su mente los últimos momentos opresivos que acababa de padecer. Dejó el camino y se echó al suelo, en una zona de hierba seca.
—Hubiera querido matarlo —dijo—. Nunca en mi vida había sentido el instinto de matar a alguien, hasta hoy. Afortunadamente estabas tú para halagar a ese cerdo y humillarte ante él.
—Si esperas que ese comentario me moleste y podamos discutir para librarte de tu mal humor, estás equivocado.
—Lo siento, discúlpame.
—Ya sabes que el heroísmo no se hizo para mí. Dejemos a Franco, el gran hijo de puta, que muera en la cama.
—Me rebela oír eso. Estoy dejando atrás mi equilibrio habitual, reacciono con una violencia que no estaba antes en mí. ¿Crees que me habré vuelto apasionado en España?
—A lo mejor siempre lo habías sido pero no tenías ocasión de exteriorizarlo.
—También hubo problemas en Francia durante la guerra: traidores a la patria, colaboracionistas… Sólo que allí todo estaba bien definido: el enemigo era extranjero y representaba todo lo malo. Además, allí ganó mi bando.
—Y de repente, te topas con La Pastora y todo se derrumba a tu alrededor.
—Yo mismo empiezo a preguntarme si es así.
—Eso demuestra que siempre has sido un alma impoluta, preservada de la triste y mediocre realidad, que es justo el caldo de cultivo donde yo me he criado. ¡Muy injusto! En el fondo, el teniente lleva mucha razón, eres un maldito extranjero que viene aquí a vivir explosiones personales y a poner patas arriba este bendito país donde todos vivimos felices.
—Pero ¿qué dices? Salaud!
Nourissier se abrazó a las piernas de Infante, que aún permanecía en pie y lo hizo caer. Ambos rodaron por el suelo, riendo y propinándose falsos puñetazos que resonaban contra su ropa de abrigo. Siguieron así un buen rato, peleándose y jugando como niños hasta que todo el sentimiento de cólera y frustración que habían acumulado en las últimas horas se evaporó en el aire gélido y luminoso.
Por la noche, mientras cenaban una sopa caliente en la pensión oyendo sólo el tictac del antiguo reloj de pared, Infante levantó la vista del plato y la clavó en su compañero:
—Puedes comprobar por ti mismo cómo la idea de encontrarnos con La Pastora se hace cada vez más inverosímil. Ese guardia va a complicarnos la vida tanto como le sea posible. ¿Quieres que lo dejemos? Te libero de nuestro trato. Quizá lo más prudente sería que regresaras a Francia con tu familia.
—Ya me ofreciste eso en otra ocasión, pero he aprendido de ti que cuando se vive sin esperanza no hay que perder la esperanza.
—Es lógico que sea una contradicción lo que has aprendido de mí.
—Empiezan a gustarme las contradicciones.
—En ese caso, sea lo que sea lo que te impulsa a seguir, seguiremos; aunque creo que resultaría muy aconsejable salir de Morella. Con ese teniente pisándonos los talones no es seguro quedarse. Si estás de acuerdo conmigo, permaneceremos dos días más aquí para que no parezca que huimos. Después nos largamos. Ya estudiaré adónde.
—Lo que tú digas.
Pero no se marcharon. Un día más tarde tomó contacto con ellos don Eusebio Santillana, juez de instrucción jubilado, y lo que tenía que ofrecerles bien valía el riesgo de quedarse donde estaban.