Después de la guerra seguí trabajando con las ovejas, como siempre. Como siempre no, todo estaba más apagado, resultaba más difícil ganarse el pan porque a muchos hombres de las masías los metieron en la cárcel. A veces las mujeres estaban obligadas a trabajar como burras en labores que no tenían ni fuerza para hacerlas. Yo me movía de aquí para allá siempre por los alrededores de Vallibona. Como no me importaba cambiar de lugar, nunca me faltaba trabajo. También me contrataban porque tenía la misma fuerza que un hombre. Por otro lado, se corrió la voz de que era muy trabajadora. Entre que faltaban hombres y yo podía hacer lo mismo que ellos, que tenía buena fama y que conocía bien mi faena, los masoveros me daban trabajo, todo el que podía hacer. Eso sí, ¡lo que yo trabajé en aquellos años no hay muchos que lo hayan trabajado! Aparte de estar con el rebaño, recogía leña del monte y la llevaba hasta las masías para que pudieran hacer la comida y calentarse. Labraba los campos cuando era el tiempo, acarreaba el grano y lo llevaba en mulo al molino de Boixar o al molino l’Abat, recogía las patatas y las cargaba… Ni siquiera un animal era capaz de trabajar tantas horas como yo sin cansarse.
El ir de un lado a otro se acabó cuando me cogieron en la masía El Cabanil, en la Pobla de Benifassà. Los amos eran los hermanos José y María Abellá. Tenían mucha tierra para arar: viñas y tierra de pan. Yo echaba una mano en eso pero, sobre todo, cuidaba las ovejas. Se daba la circunstancia de que todos los hombres de la familia estaban en la cárcel por rojos. Me contrataron en 1944, que yo ya tenía veintisiete años. Les pedí la soldada y doce días al año libres para mí, como siempre solía hacer. Había ido ahorrando dinerillo y me compré quince ovejas. El ama me dejaba que las apacentara junto a las suyas. Los hermanos eran muy buena gente y se portaban muy bien. Estaban muy contentos conmigo porque cargaba sola los sacos para los que normalmente hacía falta dos hombres. Yo me los echaba al hombro de una tacada y los subía al mulo de una vez. Además, como era una mujer, sabían que no tenían problemas conmigo, porque a veces en las masías donde sólo había mujeres y cogían a un hombre de peón, habían pasado cosas raras. Me dejaban también plantar lo que quería. A mí me gustaba sembrar y recoger cosas muy grandes: coles forrajeras para darles a los corderos, calabazas, que ponía pocas en el sembrado para que se hicieran gigantes… Una vez tuvimos que llevar una de esas calabazas en un carro para venderla, de tan gorda que era. No sé por qué hacía eso de sacar de la tierra esos bicharracos, a lo mejor para demostrarles a los otros de lo que era capaz.
Los días de descanso que tenía, algún rato jugaba con el crío de la casa. Me lo subía a hombros y trotaba por el campo. Aún me acuerdo de los gritos que pegaba, de lo contento que se ponía al poder estar conmigo.
Todos esos años no gastaba nada y ahorré un buen montoncito de dinero. Algunos del pueblo necesitaban pagar cosas y venían a mí. Yo les prestaba con pagarés. De cien duros, de doscientos duros… Nunca tuve con eso ningún problema, y todo se me dio muy bien. La verdad es que viví bastante contenta.
En esos años vi a maquis de vez en cuando. Cuando estaba sola en el monte venían a verme y a hacerme compañía. No me daban miedo, tampoco la primera vez que se me pusieron delante me asusté. Sabía quiénes eran y por qué hacían lo que hacían, lo había oído en el pueblo. A mí no me interesaba la política, de manera que allá ellos con lo que quisieran sacar viviendo a salto de mata por las montañas. Tampoco se me ocurrió nunca ir a denunciarlos: a mí no me habían hecho nada malo. Llegué a conocer a unos cuantos en aquel tiempo. Tenían ganas de charla porque andaban solos por el monte y lo mismo me pasaba a mí, que me venía bien un poco de compañía. Así que charlábamos y nos reíamos y más de una vez me invitaron a vino de la bota que llevaban. Poco a poco entablamos bastante amistad y me pedían que les comprara cosas en La Pobla. Yo los complacía, porque como hacer recados para ellos siempre tenía un riesgo, pues me pagaban alguna que otra pequeña cantidad por hacerlos yo. Me contaban que ellos eran guerrilleros que luchaban contra la dictadura, que cuando el mundo se diera cuenta de lo que pasaba en España, ayudarían a que Franco cayera, y entonces estarían ellos allí, en primera fila. Me decían que la vida de la gente como yo sería mejor, que no habría pobres ni ricos. Según ellos, cuando Franco cayera tendríamos cultura para todos y todos sabríamos leer. Yo les dejaba hablar, pero lo que decían me parecía muy difícil, casi imposible. Era difícil, de acuerdo; pero si ponías atención y lo pensabas te dabas cuenta de que estaba muy bien lo que querían. Me sonaba muy raro pensar que yo podía aprender a leer y escribir, pero tampoco era una barbaridad. Si me hubieran mandado a la escuela de cría, hubiera aprendido.
No fue hasta el año 48, cuando yo creo que los guerrilleros estaban ya más organizados, que se me presentaron una noche en mi caseta. Venían varios que yo no había visto antes: Valencià, Tío Pito, Andaluz, Ventura, Rubén… Fue la primera vez que me pidieron algo que no fuera hacerles recados en el pueblo. «Danos de cenar, Pastora, que venimos con hambre atrasada y ganas de algo caliente». Con sopa, huevos y un poco de tocino les apañé una cena que bien que les gustó. Luego me amenazaron con que me quedara callada y no diera parte a los civiles. No me hizo gracia, ¿para qué me amenazaban si otras veces yo no los había denunciado? Estaba muy claro que no pensaba ir corriendo con el cuento a la Guardia Civil. A la semana siguiente se presentan otra vez los mismos maquis y me vuelven a pedir de cenar. Yo no rechisto, claro, porque eran muchos, aunque entonces no me amenazaron. Cuando acaban de cenar me largan una nota para Francisco Gisbert, el marido del ama del Cabanil, que ya había vuelto a casa. Le pedían que les comprara fideos, arroz, harina y doce litros de vino. Eran muchas cosas, él tenía que comprárselas todas. Le daban el dinero para pagarlas. A mí me dijeron que le avisara de que si se iba de la lengua volverían a por él y sería hombre muerto. Hice lo que me mandaron, le di la nota y el marido del ama les compró todo lo que pedían y no los denunció. Regresaron más veces y era siempre Gisbert quien les compraba lo que necesitaban. Ya estaban de acuerdo, habían hecho un trato. De qué manera acabó todo aquello ya se lo contaré.
Mientras sucedían todas esas cosas yo hacía mi vida normal. No tenía miedo, nunca lo tuve. Seguía yendo en mis días de fiesta al Sindicato, que desde Franco se llamaba «La Sociedad». Allí me reunía con otros pastores como yo, con labradores… Jugábamos a las cartas y bebíamos alguna copita de coñac. Me dejaban entrar aunque fuera una mujer.
En las fiestas de La Pobla de Benifassà monté algunos jolgorios que aún deben de recordarse ahora. Un día para la piñata me ofrecí a hacer de burra y que Nelo de Setrels se me subiera encima para intentar romper la olla. El Nelo era un hombre que se dedicaba a arrastrar troncos con caballerías en el monte. Era muy gracioso, de la broma como yo. Así que nos tapan la cara y me lo subo a caballito, haciendo yo de burra de carga. Y allá vamos. A la primera no rompe la olla, así que lo intentamos otra vez. La gente se caía de risa de verme a mí con las faldas largas y negras y aquel tío subido al lomo. La rompimos a la segunda y todo eran aplausos, todo eran risas. A mí me gustaba de esa manera, que se rieran cuando quería yo, no cuando ellos querían. Igualmente me gustaba que me miraran cuando yo quería. Un día en las fiestas de Boixar me presenté vestida toda de rojo. Antes les dije que siempre iba de negro o de azul marino porque no quería destacar. Pues ese día que les comento iba de rojo de arriba abajo, menos las alpargatas, que de ese color no las pude encontrar en el mercado. Me dio por ahí, me apeteció armar un poco de lío y a ver quién era el guapo que se atrevía a decirme algo o hacerme una broma que a mí no me pareciera bien. En esos tiempos, tengo que reconocerlo, me gustaba provocar un poco, sólo de tanto en tanto para darme cuenta de que nadie tenía pelotas para meterse conmigo. Ese día del Boixar se armó un buen revuelo, ¡vaya si se armó!, que la gente corría para verme de colorado y tan templada como iba. Se acercaban a mí y venga a fijarse en la falda, en la blusa y todo lo demás. Les solté: «¿Tengo monos en la cara o qué?, ¿es que nunca habíais visto a una mujer vestida de rojo?». Y la gente enseguida: «No, Tereseta, no. No te lo tomes a mal, que sólo miramos lo guapetona que vas y lo bien que te sienta el color». Ni una palabra más, ni una mala mirada, ni una risita de esas que te dejan con mal cuerpo. A aquellas alturas ya sabían todos que conmigo no valían juegos ni gracias. ¡Y tampoco di tantos mamporros!, pero es mejor lanzar la fama que el puño.
Me acuerdo de otra cosa que les hará reír. Otro año, por las fiestas de San Bartomeu, también en Boixar, venía siempre el cura de La Pobla de Benifassà para hacer misa y todo lo demás, ya que en Boixar no había parroquia. Venía montado en una caballería, con la sotana arremangada para no ensuciársela. Después de estar en la iglesia y hacer los rezos y todo lo que tuviera que hacer, se quedaba al baile. Estábamos en la plaza, todos bailando menos el cura y yo, claro. Yo ya llevaba encima un par de copitas de coñac y no iba borracha, pero sí animada. Entonces me da la locura, me voy para él y le digo: «Mosén Vicent, ¿quiere que salgamos a bailar usted y yo?». El cura, que era buena persona y ya un poco mayor, no se enfadó para nada sino que se echó a reír. Entonces me contestó: «Tú y yo no podemos bailar juntos, Tereseta, que los dos llevamos faldas». No me quedé callada. Con una buena risotada le suelto: «Yo llevo pantalones también», y sin darme ninguna vergüenza me levanto el vestido y le enseño que, debajo, llevaba unos pantalones cortos como esos que llevan los chiquillos. ¡Ni les cuento la que se lió! Los que estaban cerca y se enteraron de la conversación, que fueron muchos, empezaron a carcajadas y las mujeres a gritos, y todos dando palmadas y arreándose golpes en las piernas. Hubo mucha diversión, y el pobre cura, que se quedó parado, sólo iba repitiendo: «¡Ay, Tereseta, eres de lo que no hay, eres de matar!».
Así iba pasando mi vida. ¿Se puede decir que era feliz? Me imagino que no. No tenía lo que todas las mujeres querían tener: un marido, hijos, una casa… A aquellas alturas ya sabía que nunca los tendría. Estaba muy sola. Mi familia no había querido saber más de mí. Pero cuando me paraba a pensar me daba cuenta de que también tenía cosas buenas: fuerza, salud, trabajo, unos pocos ahorros y el respeto de la gente, que ya no se reía de mí. En el fondo estaba bien. Ya se sabe que la gente pobre no podemos pedir más, y yo no pedía más. Si acaso aprender a leer, y eso porque me lo habían metido los maquis en la cabeza, que si no…