Es verdad que en la guerra la gente pasó muchas penalidades, hambre y todo lo peor. Yo no. No quiero decir que estuviera bien, pero estaba acostumbrada a cosas que los otros ni se imaginaban. Por ejemplo, dormir al raso, por ejemplo, comer lo que viniera bien y no probar nada caliente en muchos días. Además, no fui al frente por ser mujer y, aparte de que me mataran a mi hermano, no tuve ningún muerto más. Seguí con las ovejas en la montaña, trabajando en una u otra masía, que cambiar de amo tampoco me importaba porque me conocía todo el territorio y a la gente también. Ya era dura como una piedra, para qué lo voy a negar, y nunca tuve ninguna enfermedad ni me subió la fiebre ni me dolió la espalda ni las rodillas, y eso que por las noches había mucha humedad.
Todos sabíamos que la guerra se acabaría un día u otro, y cuando se acabó a unos les vino bien que ganara Franco y a otros no, pero todos estaban aliviados de que hubiera paz por fin. Ya les dije que vi cosas malas, todos las vimos, pero donde estaba, de la mayor parte de las burradas que se hicieron me traían noticias los demás. Donde más se veía que estábamos en guerra era en lo mucho que lloraban las mujeres. Lloraban y contaban las penas que tenían, las animaladas que le habían hecho a un hijo o a un sobrino. Muchas lloraban por la muerte del marido, de algún conocido. A mí de oírlas se me encogía el corazón.
Hacía otros trabajos además de pastora. Hilaba lana y todos decían que lo hacía muy bien, así que me llamaban, y me sacaba unas pesetas más. Después de la guerra me llamaban también para acopiar leña, para buscarla por la montaña. La gente no tenía para pagar carbón y aquello de la leña estaba a la orden del día. Para mí todos esos trabajos no eran nada pesados porque con las ovejas tenía mucho tiempo para descansar. Además los hacía con ilusión porque quería conseguir algo muy importante y para eso tenía que ahorrar. Y ahorré; al cabo de unos años, en el 44, cuando ya tenía veintisiete y la guerra quedaba un poco atrás, había amontonado una buena cantidad de dinero. Gastaba muy poco, casi no gastaba nada, llevaba poca ropa nueva porque no era coqueta y en las ferias sólo tomaba una copita, de comprar golosinas o caprichos, ni hablar. Mucha gente guardaba el dinero debajo del colchón porque era lo que les parecía más seguro. A mí me parecía más seguro debajo de una piedra, en el campo de La Pobla de Benifassà. Ahí no lo hubiera encontrado nadie ni aunque hubieran buscado cien hombres con picos y palas, todos a la vez.
Les voy a decir por qué ahorraba tanto. ¿Ven esta señal que tengo en el labio? Pues es la marca de una operación. Para eso quería las pesetas, para pagar al médico que me operó. Yo había nacido con el labio partido que los médicos llaman «labio leporino». Lo tenía así como arremangado y me hacía la cara muy rara. Siempre me dio complejo. Si yo ya no era muy guapa como mujer sólo faltaba aquel defecto que además no me dejaba hablar bien. Emilia, mi amiga viuda que trabajaba de pescadera, me contó que el médico de Rossell operaba muy bien el labio leporino. Había operado a muchos chavales y no les quedaba ni siquiera la cicatriz. Cuando reuní el dinero para la operación me fui a verle. Se llamaba Juan Sáiz Muñoz y era valenciano, muy buena persona, muy cariñoso, a veces bromista. Me dijo que sí que me podía operar, que me haría un raspado y luego me lo cosería para que se soldara bien. Me gastó la broma de que quedaría tan guapa que tendrían que buscarme un novio. Estaba en el dispensario Faustino el de l’Hostalàs. Y va el doctor, se vuelve hacia él y suelta: «Mira, este mismo te irá muy bien de novio». Y Faustino venga a decir: «¡No, que yo no quiero novia ni nada!». El pobre, ¡si era más bajito que yo!, estaba espantado de imaginarse de novio mío. Nos reímos mucho. Al cabo de unos días me operó y quedé bien, ¡vaya si quedé bien! No como para echarme novio, porque a mí nunca se me acercó nadie en todos los años de mi vida, ni nadie quiso cogerme de novia ni por asomo, pero bien como para que la gente ni siquiera se diera cuenta de lo que había tenido, ni de que me habían hecho una operación.
Estaba más contenta que unas pascuas, feliz. Nunca me miraba en el espejo pero esos días hasta me compré uno en la feria y no paraba de verme el labio en él. Entonces me cogieron unas ganas muy grandes de que me viera mi hermano Juan que estaba en Francia. Quería que estuviera orgulloso de mí, que se diera cuenta de que había cambiado y ya no era la cría mierdosa que había dejado en Els Ports. Lo que hice fue irme en uno de mis días libres a Rossell. Un mes antes me habían entregado un vestido que me quedaba muy bien: negro, entallado, con unos cierres en la parte delantera que brillaban mucho y lo hacían más elegante aún. Me había acompañado Emilia para escoger cómo iba a ser y desde luego que acertó. Pues bueno, estreno el vestido para ir a Rossell y le digo a Emilia que quiero ir a la peluquería a que me hagan la permanente. Emilia me dijo que tenía que ir donde la Aguideta. Y allí que me presenté. Mi amiga me había dicho lo que tenía que cobrarme por si acaso me estafaban, porque yo a la peluquería nunca había ido antes. La Aguideta era bajita y casi no me habló. Me miraba con una cara como si no se atreviera a tocarme ni a hacer su trabajo. Creo que tenía miedo de mí. ¡Vaya con el miedo!, a veces me vino bien que me lo tuvieran, pero otras me dejaba parada delante de la gente y sin saber qué hacer. De buena gana les hubiera dicho: «No os haré nada, soy como todo el mundo».
El caso es que salí de allí con la permanente muy bien hecha, el vestido nuevo y el labio operado. ¡Nunca me había sentido tan guapa! Me largué a la feria y me hice retratar, un retrato de medio cuerpo donde el vestido lucía muy bien. Cuando fui a recoger la foto a la semana siguiente el resultado me dejó muy satisfecha. Le pedí a Pepita la d’en Fornell que me escribiera una carta para mi hermano, que ella sabía leer. Le decía que me encontraba bien de salud, que estaba contenta, que tenía ganas de verlo y me acordaba de él. Le contaba lo de la operación para que se fijara en el labio nuevo de la foto. Le comentaba que en el pueblo todo iba bien y que hacía buen tiempo. Luego metí la foto en el sobre, le hice poner a Pepita la dirección y se lo envié a Francia. Nunca había hecho una cosa así. Lo hice porque era joven, supongo.
La verdad es que le quedé muy agradecida al médico don Juan, nadie me había tratado tan bien como él. Nadie me había hecho nunca algo tan bueno como aquella operación. Muchas veces cuando iba a Rossell pasaba a saludarlo. Le pedía a Emilia que me acompañara porque me daba vergüenza ir sola. En alguna ocasión hasta le llevé un regalo: lana hilada por mí para que le hicieran una chaqueta, la más fina, la mejor. Como quería que pensara que había valido la pena operarme, siempre cuidaba de estar presentable cuando lo visitaba. Me salían pelos negros en el bigote y en la barbilla y me los arrancaba con la navaja y el dedo dando un tirón. Emilia se portaba conmigo como una amiga del alma. Para que no tuviera que marcharme andando por la noche me dejaba dormir en su pajar, que allí estaba calentita y a gusto. Una mañana que se iba muy temprano a vender el pescado a la plaza entró sin avisar en el pajar y estoy segura de que me vio arrancándome los pelos. Hizo como si no se hubiera dado cuenta y lo mismo hice yo. No hablamos nunca de ese día. Ella debía de pensar que yo era como era y que no valía la pena avergonzarme. También se lo he agradecido siempre, también le llevaba lana preparada para tejer. Es una pena que una mujer tan buena llevara la vida que llevó, viuda de joven, con los hijos… Cuando me fui con los maquis ni se me ocurrió nunca pedirle que me escondiera para no comprometerla. Y si lo pienso con atención me doy cuenta de que ayuda, lo que se dice ayuda, eso es algo que nunca reclamé de nadie. Has de saber apañártelas solo cuando tomas una decisión. Y yo sabía estar sola muy bien, quizá porque me acostumbré. Claro que por entonces ya tenía a mis perros. Eran dos: grandes, fuertes, oscuros de pelaje, fieles y listos como el que más. Me acompañaban a todas partes. Los cogí de cachorros, sobraban de la carnada y los iban a sacrificar porque nadie los quería. Nunca me arrepentí. Y a veces me quité el pan de la boca para dárselo a ellos. Un perro te ve cómo eres y no le importa nada que seas hombre o mujer.