«La sujeto era capaz de violencia extrema, de gritos e intimidaciones, de propinar palizas a gente indefensa, de presenciarlas sin sentir piedad. ¿Era también capaz de matar? Aparte de los cargos que se le imputan, nada menos que veintinueve asesinatos, no hemos tenido aún testimonio directo de ninguna muerte durante nuestra investigación. Tampoco contamos con dato alguno sobre su sexualidad. Al parecer sufría una deformación genital, pero no sabemos de qué índole. Eso nos hace plantearnos todo tipo de preguntas: ¿practicaba el sexo con hombres o con mujeres?, ¿era un ser asexuado?, ¿su malformación le provocaba algún sufrimiento moral?, ¿se trataba de un hombre atrapado en una identidad femenina?, ¿de una mujer que se vengaba de su imposibilidad de ser madre?».

Nourissier se daba cuenta en sus sesiones de trabajo de que la sexualidad de La Pastora sería muy difícil de determinar. Aun en el caso hipotético de que llegaran a encontrarse con ella, nada conseguirían preguntándole. Y sin embargo, aunque su formación no era psicoanalítica, no podía despreciar la gran importancia del tema sexual en la configuración del perfil patológico de la bandolera. Los testigos de sus últimos asaltos no dudaban en afirmar que era un hombre, y sólo los informes de la Guardia Civil seguían atribuyéndole el sexo femenino. Teresa Pla Meseguer, ésa era su cara oficial para el mundo.

El francés suspiró profundamente. Si la psiquiatría moderna intentaba apartarse cada vez más de los terrenos especulativos propios de la diagnosis por la palabra y ahondar en las certezas biológicas, la persona que había escogido como objetivo de su estudio no podía ser menos indicada. Al no estar nunca presente, sólo contaba con testimonios de terceros sobre su comportamiento, y éstos nunca hacían hincapié en estados de ánimo o reacciones psicológicas, limitándose a enumerar sus acciones. Se trataba de un auténtico reto para cualquier profesional de la psiquiatría: ir trazando un retrato psicológico de alguien que estaba empezando a devenir en mito. ¿Cómo desbrozar la verdad en testificaciones influidas por el aura de misterio e imbatibilidad de La Pastora? Y sin embargo, seguía pensando que el personaje era oro puro para una investigación científica. Su vida azarosa: primero pastora, luego maquis, después simple delincuente, su sexo, su violencia… Todo ello tenía sin duda una influencia en su carácter y serviría para generalizar numerosas hipótesis, que podían devenir auténticas teorías.

Miró por la ventana de su habitación. Era un día nublado que imponía al campo un velo grisáceo. Un día de los llamados tristes. Si aquella mujer seguía escondida en el monte, ¿tendrían algún sentido para ella los cambios de tiempo: se sentiría melancólica con la lluvia, vital con el sol, le harían los truenos estremecerse?

Llamaron a la puerta. Le sorprendió oír la voz de Infante, que no solía interrumpirlo jamás.

—¿Puedo entrar, Lucien?

Nunca visitaban el uno la habitación del otro. No era un acuerdo al que hubieran llegado, pero resultaba una manera práctica de salvaguardar su intimidad. Quizá por eso el psiquiatra se quedó un momento en suspenso y dio una ojeada para comprobar qué aspecto podía presentar la estancia. Todo estaba en orden. Le hizo pasar. Apartó los libros que yacían en su segunda silla e Infante se sentó. Enseguida declaró teatralmente:

—Detesto molestarte, pero tenemos un problema. Se trata del alcalde de La Sénia.

—¿Es también un corrupto?

—No sé si es corrupto, pero sí es muy cortés. Se presentó esta mañana cuando me lo encontré por la calle. Sabe que somos huéspedes en su pueblo y nos ha cursado una invitación. Mañana se celebra una fiesta pública en la Plaza Mayor y quiere que estemos presentes.

—No veo ningún problema, a eso se le llama hospitalidad. Creo que debemos asistir.

—Sí, pero en una fiesta se bebe, se baila, se come y… ¡se habla! De modo que pueden preguntarnos un montón de cosas: ¿qué hacemos aquí, por qué permanecemos tanto tiempo en el pueblo, adónde vamos cuando salimos de excursión?… Saciar toda esa curiosidad puede ser complicado.

—¿Y si declinamos la invitación con alguna excusa?

—Será peor, pensarán que tenemos algo que ocultar.

—En ese caso hay que ir, y limitarnos a contestar vaguedades cuando nos pregunten.

—¡Me veo en un calabozo!

—No te preocupes, le diré a mi embajador que interceda también por ti.

—Es un detalle muy delicado por tu parte.

Se miraron con sorna, sonrieron. Su relación era cada vez menos tensa, más amistosa. Nourissier preguntó:

—¿Te ha dicho cómo tenemos que ir vestidos a esa fiesta?

—Ya se sabe, de esmoquin o de frac.

—Perfecto, miraré en mi equipaje.

Se vistieron como en un día normal, si bien el francés añadió a su atuendo un fular de seda blanca que a todos llamó la atención. La plaza estaba engalanada con guirnaldas de papel y bombillas de colores. En una zona lateral habían colocado largos tablones a modo de mesas en los que se alineaban jarras de vino tinto con trozos de fruta, bandejas de pastissets, tortas saladas y un barril de vino preparado para servir cuando se agotaran las jarras. En el extremo opuesto, una tarima elevaba a los cinco componentes de una orquesta popular que, cuando ellos llegaron, ya había empezado a tocar pasodobles y boleros.

Había niños bailando entre sí, correteando, intentando picar la comida de las mesas mientras eran reprendidos por los mayores. Había hombres y mujeres de mediana edad, muchos viejos y un número minoritario de jóvenes. Todos charlaban a grito pelado, se gastaban bromas y miraban más o menos de reojo hacia la pareja de extraños constituida por Infante y Nourissier.

El alcalde pronunció unas palabras en castellano, lengua que sólo empleaba en los actos oficiales, y dio por iniciada la fiesta, momento en el que todos se abalanzaron sobre las bebidas provistos de vasos que habían traído desde sus casas. Como ellos no habían sido advertidos de este detalle, permanecieron mirándose tontamente con las manos vacías. La patrona de la pensión les sorprendió entonces dándoles dos copas que había cogido para ellos.

—Muchas gracias, señora, si lo hubiéramos sabido hubiéramos traído los vasos nosotros mismos —se desvivió por ser amable Nourissier.

—Beban, que el vino es bueno —dijo ella sin sonreír.

Tal y como habían previsto, el alcalde se les acercó enseguida. Infante le presentó a su compañero para que se las apañara solo con el interrogatorio que estaba seguro iba a desarrollarse. Mientras eso sucedía, dio vueltas por la plaza, se divirtió viendo cómo danzaban mujeres con mujeres moviéndose garbosamente, atacó sin piedad los deliciosos pastissets, y hasta unas chicas lo sacaron a bailar disimulando su timidez entre grandes risas. De vez en cuando miraba en dirección al psiquiatra y el alcalde, comprobando que su conversación parecía avanzar sin contratiempos. El vino, endulzado con la fruta madura, estaba haciendo que se achispara por momentos. Empezó a imaginar que La Pastora también asistiría a bailes como aquél antes de convertirse en una proscrita y dedujo que el ambiente era tan desinhibido que quizá le tocara soportar alguna que otra broma pesada debido a su aspecto hombruno. Claro que hacer ese tipo de conjeturas no formaba parte de su trabajo; lo suyo en aquel momento hubiera sido proteger a Nourissier del fastidioso alcalde. Pensó que el asedio quizá estaba durando demasiado y corrió a rescatar a su compañero. Sin embargo, cuando estuvo junto a ellos, le sorprendió darse cuenta de que su charla era en extremo animada. El alcalde estaba contando pormenores sobre las costumbres ancestrales del país y lo más curioso era que el francés parecía disfrutar con ello. La situación le divirtió y se quedó callado pensando en otras cosas.

Cuando la comida había casi desaparecido de las mesas, unos individuos empezaron a colgar ollas de barro de un cable que atravesaba la plaza. Estaban bien tapadas con un pedazo de arpillera atada con una gruesa cuerda. El alcalde explicó que se trataba de piñatas.

—Dentro de cada olla hay una golosina diferente: caramelos, polvorones… En una de ellas se mete una sorpresa que la gente no espera. Se les vendan los ojos a los que quieren participar, cada uno coge un palo y… ¡adelante, a intentar romperlas sin ver nada! El que rompe una olla se queda con lo que hay dentro.

—¿No es peligroso? —preguntó ingenuamente Nourissier—. Estando todos juntos pueden golpearse los unos a los otros.

—Eso forma parte de la gracia del juego —intervino Infante con ironía.

Asistieron al desarrollo del concurso entre los gritos, risas y algarabía de la gente. Cuando alguien rompía una de las piñatas, se producía una pausa durante la cual el ganador recogía sus trofeos del suelo. Después todos volvían a la carga.

—¡Ay, cuando lleguen a la sorpresa! En aquella última olla está —exclamó el alcalde muy animado.

—¡Seguro que hay agua dentro! —aventuró Infante.

—Otros años se ha hecho, pero éste hay algo todavía más divertido.

—¿Qué es? —preguntó un Nourissier intrigado.

El alcalde se inclinó un poco hacia ellos y bajando la voz dijo:

—Un gato.

—¿Un gato de peluche? —volvió a preguntar el francés.

—¡Un gato vivo! Ya verá cómo sale de rabioso cuando le den.

Infante vio cómo el rostro del psiquiatra se contraía, cómo, acto seguido, se cubría de un rojo intenso. Nada pudo hacer por detenerlo cuando, levantándose, se dirigió a grandes zancadas hasta donde los participantes apaleaban las ollas. Allí abrió los brazos de par en par y dio un grito estentóreo:

—¡Basta, basta, salvajes!

La gente quedó callada, en suspenso. Los jugadores iban retirándose las vendas para ver qué estaba sucediendo. Entonces Nourissier fue directo hasta la última olla, que, con su estatura, no tuvo dificultad para descolgar. Retiró la tela que hacía las veces de tapadera y, en ese momento, un pobre gato despavorido y cegado por la luz salió al exterior corriendo y bufando como si hubiera visto al mismo diablo. La gente, desconcertada, no sabía cómo reaccionar, hasta que un hombre joven empezó a reír a grandes carcajadas y los demás le siguieron en un acto mimético. La música recomenzó y volvió el movimiento a la plaza. Algunos preguntaban, otros todavía permanecieron unos instantes observando atónitos a un Nourissier agachado y absorto. Infante había llegado hasta él a toda velocidad y lo tomó del brazo, le ayudó a levantarse.

—¿Pero tú has visto, Carlos…, quién podía imaginar…? —balbuceaba el francés, conmocionado. Infante le susurraba:

—Vamos, salgamos enseguida de aquí.

—Pero es que…

—¡Calla y date prisa!

Lo sacó por una esquina, mientras en la plaza continuaba el jaleo festivo. Iban rápidos por las calles estrechas, completamente vacías, fantasmales. Cuando casi habían llegado a la pensión, Nourissier se liberó con brusquedad del brazo de Infante:

—¡Suéltame! ¡Éste es un país de bestias, de bestias salvajes sin respeto por nada ni por nadie! Necesito una copa.

—La tomaremos en mi habitación; no me parece que debamos seguir exhibiéndonos.

Una vez en su destino, Infante tomó el vaso en el que solía beber, enjuagó otro con el que se lavaba los dientes y sirvió un dedo de whisky en cada uno de ellos. Apuró el suyo de un solo trago. Nourissier le imitó.

—¡Perfecto, Lucien, una jugada maestra! Si hasta ahora habíamos conseguido permanecer aquí discretamente y sin que nadie se metiera con nosotros, acabas de cambiar esa idílica situación. Ahora ya somos famosos, sobre todo tú. Me pregunto cómo te llamarán en el pueblo a partir de hoy: ¿el salvagatos, el aguafiestas, el gatero?

—¡Detesto la crueldad con los animales!

—Llevas aquí casi un mes enfrentándote a las consecuencias desastrosas de una guerra civil, oyendo testimonios estremecedores de palizas, tortura, hambre y muerte. ¿Y por quién se te ocurre interceder? ¡Por un maldito gato! Explícamelo porque no lo entiendo.

—Los animales son más indefensos que las personas. Además, ¿cómo podría intervenir yo en vuestra asquerosa guerra?

—¡Exacto, ése es el punto! Nuestra asquerosa guerra, la cual nosotros solitos nos la buscamos, ése es el sentir general desde fuera de España: dejemos que esos bárbaros se maten los unos a los otros; en el fondo, sus vidas no son valiosas.

—Estás sacando las cosas de quicio. Yo sólo estaba hablando sobre animales.

—Cierto, en eso también somos salvajes: corridas de toros, lanzamiento de una cabra viva desde el campanario de no sé qué maldita iglesia, la matanza del cerdo es una fiesta… ¡Ya sé que somos un país salvaje, pero tú has venido aquí atraído por esa barbarie: guerrilleras en el monte, venganzas, caseríos sangrientos!… ¡Ese desgraciado tipismo es lo que te ha traído hasta aquí!

—No tienes ningún derecho a hablarme de esa manera.

—¡Sí lo tengo, estás en mi habitación!

Nourissier se levantó al instante y salió abruptamente, dejando la puerta abierta tras él. Infante la cerró de un portazo, fue a servirse otro trago. ¡Al demonio con el francés! Empezaba a estar harto de sus contradicciones, de su fina sensibilidad de damisela, de sus prejuicios civilizados, de su aire de superioridad. Pensó que aquélla era una aventura ridícula de la que ya empezaba a intuir el desenlace: Nourissier se daría cuenta de que los datos que obtenían eran demasiado pobres para su trabajo y acabaría por claudicar antes de que se cumpliera el plazo. ¡Tanto mejor!, tres meses en su compañía le parecían ahora un tiempo interminable.

El psiquiatra entró en su habitación completamente consternado. Las situaciones de violencia lo alteraban hasta hacer que se sintiera mal físicamente. Toda su vida había luchado por crear un ambiente de armonía a su alrededor. Su labor profesional consistía en restaurar el equilibrio en la mente trastornada de sus pacientes, y en el ámbito personal se esforzaba por que hasta los mínimos detalles formaran un microcosmos de serenidad. Adoraba la música clásica, arreglar las flores del jardín, pasear por el campo con sus hijas, charlar con su esposa después de cenar. Todo ello contribuía a su bienestar íntimo, le daba fuerza para pensar, para analizar los problemas adecuadamente. Sin embargo, desde que había llegado a aquella tierra se había roto cualquier atisbo de armonía; demasiada violencia, demasiado odio. Aquel ambiente que flotaba en el aire conseguía alterarlo, hacer que sus nervios estuvieran siempre a flor de piel. Lástima, pensó, porque la tierra era armónica en sí misma, con un equilibrio propio que tenía componentes atávicos, indomables, viscerales, apasionantes. En cualquier caso, aquél no era su mundo, de ningún modo pertenecía a aquella abrupta realidad. Se le representó la escena en la que había discutido con su compañero y no pudo por menos que reconocer que había actuado con una gran subjetividad. Había sido brutal con Infante, lo había ofendido sin necesidad, dejándose llevar por el mal humor que lo embargaba desde el episodio del gato. Se sintió estúpido y culpable, deseó pedirle disculpas, recomponer su relación. Llamar a su puerta y excusarse no estaba mal, pero el español era cabezota, susceptible, y tardaba mucho en olvidar los enfados. Probaría de todas maneras, se le había ocurrido un sistema que podía funcionar. Salió sigilosamente de su habitación y se acercó a la puerta de Infante. En vez de llamar con los nudillos, dio un maullido felino que resonó en toda la pensión. Inmediatamente abrió el periodista, riendo, y con un gesto le hizo pasar:

—Deberías balar como las cabras, es un papel que te va más.

—¿Si lo hago me invitarás a otra copa?

—Lo pensaré.

Rieron como los hombres jóvenes y llenos de vida que en realidad eran. Se sentaron de nuevo, Infante volvió a servir.

—No te comprendo, Lucien, hasta ahora siempre había pensado en ti como en alguien equilibrado; pero cada vez te veo más cambiante, más radical.

—Llevas razón, ¿qué quieres que te diga?, llevas razón. Yo mismo lo pensaba hace un rato: bajo la influencia de esta búsqueda estoy empezando a perder todas las virtudes que había adquirido con esfuerzo a lo largo de mi vida.

—¿Cómo ha sido tu vida? Cuéntamelo.

—Plácida, supongo, preservada de todo lo malo. Mis padres se amaron hasta la muerte. Tengo dos hermanas y un hermano, todos mayores que yo. En mi casa reinaba la alegría, el respeto. Se valoraba el estudio, la calma, la sensibilidad artística. Elegí la profesión de mi padre y él tuteló mis estudios, los primeros tiempos de mi trabajo. Me enamoré de una mujer hermosa, me casé, tuve unas hijas deliciosas… Es demasiado bueno para parecer verdad, pero así fue. He sido un hombre afortunado, y las únicas experiencias negativas de la existencia las he conocido por medio de mis pacientes.

—¿No cambiarías nada del pasado?

—Nunca he pensado que pudiera cambiarse; siempre tuve la impresión de que me encontraba en la única de las vidas posibles. Imagino que eso se debe a que jamás elegí nada en realidad.

—El hecho de elegir incluye el riesgo de error.

—Sí, pero me imagino que la posibilidad de equivocarse acaba siendo estimulante.

—Yo no estoy tan seguro. De todo lo que has narrado, justamente el no haber tenido que escoger me parece lo mejor.

—¿Por qué?

—Porque escogiendo quedas muy bien retratado y luego te ves siempre a ti mismo, tal y como decidiste ser.

—No te entiendo. Ahora te toca a ti. ¿Y tu vida, cómo ha sido?

—El que no tiene futuro no suele tener pasado.

—O no quiere hablar de él.

—Algo así.

En el silencio les llegó la música desde la plaza, se miraron y se sonrieron.

—Liberaste a un pobre gato, pero habrán encontrado otro; siempre es así.

—Ya lo sé —respondió Nourissier, y una pátina de tristeza le veló los ojos.

Tres días después del episodio del gato se presentó un hombre en la fonda diciendo que quería hablar con el médico francés. Infante había salido y fue Nourissier quien le recibió. Debía de tener unos veinticinco años.

—Soy de una masía que está cerca de Vallibona y me llamo Manuel —dijo como toda presentación. Luego añadió bajando la voz—: He oído decir que busca información de La Pastora.

—¿Quién le ha contado eso?

—Da igual, es algo que corre por ahí.

—¿Sabe dónde está La Pastora?

—No, eso no lo sabe nadie. Pero hace tres años Francisco y ella robaron en mi casa. ¿Eso le interesa? Si le interesa se lo contaré, pero no aquí. Demos un paseo por los campos de olivos.

—Espere, voy a buscar mi abrigo.

Caminaron por las calles de La Sénia hasta que dejaron atrás el pueblo. Llegados a un recodo del camino, se sentaron en unas piedras.

—A Francisco y La Pastora los vio mi hermano pequeño cuando estaba pastoreando. Se subió a una roca y se puso a cantar. Cantaba y cantaba, pero yo no entendía que quisiera avisarme de nada y sólo pensé que estaba contento aquel día. Se me rompió una pieza del arado que necesitaba, y me fui hacia la casa para buscar otra de repuesto. Entonces los dos maquis se creyeron que lo de cantar era una señal convenida y que yo iba a dar parte a la Guardia Civil. Se acercaron enseguida y cogieron a mi hermano y a mi padre, que también estaba por allí trabajando. Como yo tardaba en llegar hasta la casa, le dijeron a mi padre que si no me veían enseguida le iban a romper todas las costillas con un garrote que llevaban. Luego vi el garrote, era largo y gordo como la pierna de un hombre, pero Francisco lo levantaba en el aire como si no le costara nada.

»Cuando llegué, mi padre dio un suspiro de alivio. Dijeron que querían comida, que fuera mi padre a buscarla. Ellos me llevarían como rehén y cuando ya hubieran comido, me soltarían. No fuimos muy lejos, pero yo estaba muerto de miedo porque caminábamos por un sendero por el que muchas veces pasaban los guardias, y si pasaban en aquel momento y veían a tres tíos escondiéndose entre las malezas, primero dispararían y luego preguntarían. Luego estuve muchas horas con ellos. La Pastora iba vestida de hombre y a mí, que la conocía de antes, me costaba darme cuenta de que era ella.

—¿De qué hablaron durante el tiempo que estuvieron juntos?

—Primero de política: que si Franco, que si la guerra…, ya sabe. Pero enseguida La Pastora se quedó mirándome y empezó a preguntarme por gente de Vallibona, que es su pueblo de nacimiento.

—¿Qué quería saber?

—Cómo estaban los que ella conocía: que si la Rosita no sé qué había tenido otro crío, que si su amiga no sé cuántos ya estaba casada… Bueno, las cosas que se preguntan cuando hace tiempo que no ves a alguien.

—¿Preguntó por su propia familia?

Se quedó pensando con absoluta concentración.

—No, por su familia no preguntó.

—¿Qué actitud tenía cuando hablaba con usted?

—Eso es muy difícil de contestar. Ella nunca había sido de muchas emociones en la cara, pero desde joven te miraba con unos ojos que se te metían dentro, y seguía después de tanto tiempo.

—¿Le apuntaba con el fusil?

—No, pero no lo soltaba ni para ir a mear, y usted disculpará la expresión. Cuando llegó mi padre nos trajo pan, jamón y vino tinto. Entonces ella me hizo probar la comida para saber si estaba envenenada. Cuando vieron que no me pasaba nada, se lanzaron como perros hambrientos; se notaba que llevaban mucho tiempo sin comer. Luego nos dejaron marchar.

—¿Pasó usted miedo?

—Sí. El otro no me daba miedo, pero La Pastora sí. Tenía la sensación de que en cualquier momento podía dispararme de lo seria que estaba. Aún ahora tengo miedo de que se presente una noche para hacernos daño.

—¿Cree que sigue viva?

—¡Pues claro que sí! Todo el mundo lo cree, no sólo yo. Hicieron montones de asaltos y la Guardia Civil siempre estaba a punto de cogerlos pero nunca los cogía, desaparecían como fantasmas. Esa mujer ha vivido en el monte toda la vida, se conoce cada árbol y cada camino. Todos sabemos que está escondida en alguna parte. Llegará un día en que se muera, pero será cuando le llegue su hora, porque matarla nadie la va a matar.

Nourissier había estado tomando notas. Sin ayuda de Infante había conseguido las respuestas que necesitaba, pero al finalizar echó de menos la presencia de su compañero, porque únicamente él parecía saber cuándo era indicado ofrecer dinero a un informador. Lo intentó con diplomacia:

—A lo mejor usted ha gastado algo viniendo hasta aquí.

—Algo sí que he gastado.

—Entonces permítame que le compense.

Se lo permitió, y se fue contento gracias a la generosidad del francés, que se encaminó a toda prisa hasta la pensión. Una vez en su cuarto, pasó a limpio todas las anotaciones antes de que los detalles pudieran olvidársele. Había sido una entrevista fructífera porque aportaba un dato importante: La Pastora preguntó por sus antiguos amigos de Vallibona. No se trataba de un ser asocial, sino que había sido capaz de integrarse en una red humana organizada. Hasta aquel momento, siempre había pensado que rencor era lo único que debía de sentir aquella mujer hacia la gente. Alguien tan especial como ella debía de haber sufrido muchas burlas y afrentas en aquella sociedad primitiva. Sin embargo, se las había apañado para tener amigos, no estaba completamente aislada de los demás. Quizá su rencor se canalizaba sólo hacia su familia, para quien no había tenido ninguna mención en la conversación que el informante sostuvo con ella. Se frotó la cara con fuerza. Cada vez se hacía más evidente que necesitaba saber cosas sobre el entorno íntimo de aquella mujer. Todos los datos que estaba atesorando se inscribían en la actividad delictiva de la sujeto. De ahí podía sacar consecuencias que aportaban luz sobre su personalidad; sin embargo, su lado humano quedaba siempre velado e incompleto. Además, las palabras del último testigo le permitían darse cuenta de que La Pastora estaba convirtiéndose en un mito para la gente si no lo era ya. Así, los testimonios que recibieran estarían contaminados de ideas falsas, de tópicos: la bandolera invencible, la mujer de las montañas a la que nadie puede atrapar. Empezaba a hacerse imprescindible otro tipo de noticias, algo más doméstico, más personal, más cercano a la mujer antes que a la guerrillera.

Por desgracia, en cuanto Infante oía hablar de aquello se ponía nervioso, como se puso una vez más cuando, al regresar, Nourissier le hizo partícipe de sus conclusiones.

—Ya lo sé, Lucien, lo sé. Pero si nos aproximamos a su círculo privado las dificultades se multiplican por mil, también los riesgos. De momento la Guardia Civil parece habernos catalogado como individuos poco peligrosos y nos deja en paz. Pero ¿qué sucederá cuando vean que no hablamos con las víctimas de La Pastora sino con sus posibles partidarios? Eso nos convierte en subversivos, podemos ser considerados incluso como espías. Te recuerdo que esa mujer se encuentra aún en busca y captura.

—Me hago cargo.

—Por no hablar del miedo. ¿Qué amigo o familiar de La Pastora querrá entrevistarse con nosotros? No vamos a encontrar más que labios sellados.

—Entonces te das por vencido.

—Yo no he dicho tal cosa. Si hay que intentarlo, lo intentaremos. Pero para eso hemos de tomar una primera decisión: olvidarnos de nuestra tranquila vida en La Sénia. Hemos de mudarnos a Morella, buscar allí nuevo alojamiento e instalarnos en él. Estaremos cerca de Vallibona, de La Pobla de Benifassà, de los lugares donde la gente la conoció cuando todavía no llevaba la escopeta colgada del hombro. ¿Asumes el riesgo?

—Quien debe pensarlo con más detenimiento eres tú. Finalmente La Pastora es mi obsesión, no la tuya.

—Si aparezco en una cuneta con un tiro en el occipital, regala mi cadáver a la ciencia.

—Si el del tiro soy yo, haz que me repatríen.

—Lo malo es si nos tirotean a los dos.

—Allí donde nos maten nos quedaremos; pero no te preocupes, las cunetas florecen en primavera.

—Perfecto. Le diré a la patrona que mañana nos vamos.

Nourissier subió a su habitación con el ánimo encogido. Bromear servía para alejar los espectros del miedo estando en compañía, pero luego llegaba el momento de la soledad. Al principio de aquella aventura se sentía a veces asaltado por el pensamiento de que todo aquello era una ficción; pero ahora eso había cambiado: era un proyecto real que estaba llevándose a cabo. Debía seguir adelante aunque fuera arriesgado, aunque nunca se encontrara con aquella mujer, aunque no llegara a saber de ella más de lo que en aquel momento sabía. Sin embargo, sentía el peso de la responsabilidad gravitando sobre su espalda, también una fuerte sensación de alteridad. ¿Seguía siendo él la misma persona que había salido de París hacía apenas un mes? Era como si hubiera abandonado su mente, incluso su cuerpo en algún lugar. Su pasado se le antojaba el de otro hombre, alguien a quien conocía pero que no era él mismo. En la charla con Infante había utilizado la palabra obsesión, y en eso había devenido su interés profesional: en una obsesión contra la que no luchaba. Había construido su nueva y provisional vida en el centro del huracán, y cada vez necesitaba más la violencia del viento para sentirse a gusto. No olvidaba llamar por teléfono ni escribir a su familia, pero ¿en realidad echaba de menos a sus hijas, a su esposa? En el fondo había empezado a percibirlas como seres lejanos, ajenos a su nueva realidad. Sintió miedo y decidió poner aquella misma noche una conferencia; se esforzaría por recordar los rasgos físicos de las niñas, que cada vez se le representaban más borrosos, le diría a Evelyne que la amaba.

Le sorprendió advertir cómo su esposa parecía haber presentido su estado de ánimo en la distancia.

—¿Por qué no vuelves, Lucien? —le preguntó con angustia—. Cada vez te noto más lejos, como si estuvieras distanciándote de nosotras. Ya debes de haber recopilado muchos datos sobre esa mujer, ¿no es suficiente? Regresa a casa. Sabes que nunca interfiero en tu trabajo, pero esta vez es distinto. Nunca te había visto tan cegado por algo, tan cautivo de una idea, tan inaccesible para mí. Déjalo todo y vuelve, por favor.

—Vamos, no te dejes llevar por la nostalgia. Ya sabías que estaríamos separados hasta Navidad. Es cuestión de aguantar un poco más y luego… el reencuentro. Todo va bien, querida, todo va bien.

A través de los cristales miró las oscuras montañas antes de meterse en la cama. Abrió la ventana y entró el aire fresco con olor a campo. Por un momento tuvo la sensación de haber estado diciendo la verdad. «Todo va bien, Lucien —se repitió a sí mismo—, todo va bien».