Las fiestas de los pueblos eran divertidas, pero con la guerra todo se acabó. Dicen que se veía venir, pero yo era joven y estaba en el monte, con los corderos, así que no me daba cuenta de nada. Además sabía que tanto si eran rojos como nacionales, los vecinos del pueblo a mí me tratarían igual: la mayor parte ni se fijaba en que fuera por el mundo, otros me miraban como a un bicho raro y unos pocos eran amigos míos. Eso no iba a cambiar. Lo que sí cambió fue el mal aire que se respiraba por todos lados y los odios que se destaparon por las buenas, como si siempre hubieran estado escondidos esperando para salir. A mí todo eso me tocó de cerca, claro, porque ya nadie me contrataba mucho tiempo seguido. El trabajo empezó a escasear y yo tenía que ir de masía en masía. Me daban lo que podían, un sueldecillo pequeño, y también la comida de cada día. Así podía vivir. También trabajé para José Vicente, que era el hermano al que más quería. Luego, cuando a él lo mataron trabajé para la viuda, que se portó muy bien conmigo. A José Vicente lo mataron los rojos. Se escondió en el monte porque quería pasarse a las tropas de Franco cuando llegaran. Allí se quedó un montón de tiempo. Luego los nacionales estaban concentrados entre Morella y Vallibona para preparar una batalla de las grandes. Cuando iban de retirada los republicanos, mi hermano se confundió y quiso juntarse con ellos y entonces le dispararon. Ya es mala suerte, el pobre, aunque nunca la había tenido buena. Pero en esos años de guerra la mala suerte la regalaban. Yo lloré mucho, podía llorar lo que quisiera porque era una mujer entonces. Aunque todo el mundo lloró en aquellos malos tiempos porque los unos o los otros tarde o temprano podían hacerte una faena. Si mi hermano hubiera vivido hubiera acabado siendo mi enemigo. ¡Qué cosas!, pero yo no me enteraba mucho entonces, me enteré más después de la guerra, que vi barbaridades que no hubiera tenido que ver nunca. A veces quiero imaginarme cómo hubiera sido mi vida si no hubiera pasado todo lo que pasó, pero no se me ocurre nada. La vida de cada uno es como es. ¿Para qué amargarse si ya es todo bastante amargo? Claro que, como digo, yo era joven, y de joven no te da por pensar. Además no tenía marido, ni novio ni nada, así que no penaba por nadie. Vivía con mucha libertad.

Las tropas de Franco no batallaron nunca aquí, se hubieran perdido en la montaña. La montaña no es sitio para guerra sino para guerrilla, como me enseñaron después. Pero lo que gritaban los rojos de «No pasarán» de nada sirvió; los nacionales pasaron, ¡vaya si pasaron!, e hicieron muchas animaladas también. Yo oía cosas, veía que la gente sufría y se asustaba, el miedo campaba a sus anchas por todos lados. Pero yo miedo no tuve, y como era una mujer no me reclutaron ni me tocó luchar. Lo que a veces les vino muy bien a los que se quedaron en casa. A los que se quedaron en la retaguardia yo los ayudaba. Como aquella vez de los moros. Con los de Franco iban muchos moros, que estaban muy locos, bebían cosas fuertes y fumaban hachís. Los que vinieron por aquí eran del ejército de Galicia, de donde nació Franco. Ya se sabía que si iban delante de la tropa estaban más controlados, los jefes del ejército los vigilaban para que no hicieran abusos. Pero ¡ah, amigo!, esos de Galicia, que los mandaba el general Antonio Aranda Mata, cuando estaban en estas tierras iban siempre detrás, en la pura retaguardia, y entonces solían hacer de su capa un sayo. Los masoveros les tenían más miedo que a un nublado; se organizaban para guardar de ellos las casas y a las mujeres. Estaban preparados con palos por si aparecían por allí. Aunque hubieran podido tener armas de fuego no las querían, porque sabían que los moros decían que si te matan de un disparo resucitas en África, en tu tierra natal. Y así, con los palos, los fastidiaban más. Ya ven ustedes, cosas de la religión, que son todas una incultura y un montón de supersticiones a cada cual más tonta como me enseñaron los compañeros del maquis. Así que a los fusiles no les tenían miedo, pero al palo sí, porque si te mataban a palos no resucitabas en ninguna parte. De modo que los masoveros usaban palo sin más. Yo sabía que los moros estropeaban a las mujeres, quiero decir que las violaban y todo eso. Entonces un día, cuando trabajaba en casa de mi cuñada, pasó algo que me pone los pelos de punta aún. Yo estaba en la casa ese día, que no había subido con las ovejas no me acuerdo por qué. En eso que se presentan en la casa dos moros vestidos de soldados, con toda cara dura. A mí me cogen limpiando la pocilga y, sin poder defenderme por la sorpresa, me dan un empujón y me echan al suelo. Luego oigo que atrancan la puerta con un madero que estaba para eso. Se largan y un rato después me llegan los gritos de mi cuñada y las otras mujeres, que en aquella casa hombres no había desde que a mi hermano lo mataron. Me entró una desesperación como si estuvieran estrujándome el estómago. Empecé a darle patadones a la puerta con toda mi fuerza, que era mucha, ustedes ya lo saben. Patadas y patadas hasta que el jodido madero se partió y salí por piernas de la pocilga. Ya se pueden imaginar el jaleo que armaban los cerdos, gritando de puro miedo y por el jaleo. Allá que voy siguiendo los gritos de Marieta y las risotadas y las palabras en moro de aquellos dos hijos de la gran puta. La habían encerrado en un cuarto para abusar de ella. Le estaban rompiendo el vestido a jirones. La puerta estaba cerrada con llave, pero yo ya tenía la pierna caliente, así que le empecé a dar patadas también y se abrió enseguida. Me hervía la sangre, estaba fuera de mis casillas. Cogí a uno y le di un puñetazo en plena cara, lo tumbé. Luego al otro, exactamente igual. Con los dos en tierra era más fácil: los pateé, en las costillas, en los cojones, en el cuello. Me hice con un palo y les di con el palo también. Uno echaba sangre por la boca, el otro no se movía. Marieta me dijo: «Para ya, Tereseta, para ya, que si los matas nos metemos en un buen lío». Esperé a que se recuperaran un poco y los eché de la masía. «¡Cuando queráis volvéis a buscar juerga! ¡Ya veis cómo nos las gastamos las mujeres aquí!». No sé si me entendían, supongo que no, pero la paliza sí la habían entendido, vaya que sí. Marieta lloraba y se reía a la vez. Me dijo que era valiente y que la había salvado, me besaba las manos, que yo las tenía ensangrentadas y hechas un Cristo. Al día siguiente todos los de las masías de los alrededores y en el propio pueblo me felicitaban. «Muy bien, Teresa, muy bien». ¿Ahora ya no soy Teresot?, pensaba yo; cuando os conviene, lo que tenga entre las piernas os da igual. Pero así eran las cosas. Mi cuñada al cabo de los años me enteré de que se volvió a casar y que vivía en Remolins, un barrio de Tortosa. Pero no he sabido más de ella, de nadie de la familia he sabido más, como es lógico. Ellos ahora seguro que tampoco quieren saber nada de mí por la cuenta que les trae, lo que es lógico también.

Cuando ya había entrado en el maquis me llegaron noticias sueltas de la historia que me había pasado con los moros. La gente iba diciendo que los había matado a los dos, que les había sacado las tripas, que les había arrancado la piel. Barbaridades, ¡qué sé yo! Todo era mentira, pero matarlos no me hubiera importado tampoco. Además, que se corrieran esos rumores me venía bien. Me respetaban más, se andaban con mucho cuidado de lo que pudieran decirme.

Justo antes de la guerra, y durante la guerra también, como no había celebraciones patronales y no era cuestión de estar todo el tiempo penando y llorando, hacíamos bailes en las masías, que les llamábamos bureos, en una masía distinta cada vez. Allí íbamos todos y bebíamos y bailábamos. Yo tanto bailaba con hombres como con mujeres. Con los hombres me reía un montón, y hacía que ellos se rieran lo mismo o más que yo. Recuerdo a Joaquín del Sacristá. Era soltero aunque tenía más de cuarenta años. Le gustaba empinar el codo y no se perdía un bureo. En cuanto nos encontrábamos y después de que yo me hubiera tomado mis dos copitas de coñac, ya estábamos bailando agarrados y haciendo payasadas de las gordas. Que si él se arramblaba contra mí, que si yo hacía como que le daba de bofetadas… La gente se partía, y también nosotros, que todos teníamos ganas de reír y olvidarnos de tantas desgracias.

Lo que ocurría con todo eso era que había algunos que no sabían hasta dónde se podía llegar y querían pasarse. Me acuerdo de un bureo que iba a ser sonado porque había buena cantidad de comida, de bebida y de gente que iba a asistir. El día antes me llega Diego muy nervioso, que era aún el niño de mi corazón y a quien yo quería más. Va y me dice: «Tereseta, he oído decir en el pueblo que hay un grupo de graciosos que han hecho el plan de emborracharte mañana y entre todos acogotarte y subirte las faldas para ver si eres un hombre o una mujer». «No te preocupes, chaval, que ya sabré cómo defenderme», le dije yo. Llega el día siguiente y, antes de presentarme, dejé pasar un buen rato hasta que la fiesta estuviera empezada y hubiera bastante animación. Estaban todos en la era y entonces llegué yo. Había cogido el hacha más grande que había en la casa. Voy y me planto allí en medio: «Buenas noches», digo con toda educación. Todos se quedaron callados. Un árbol que estaba cerca lo estaban usando para guardar las zamarras y la ropa que les molestaba para bailar. Me quito mi chaqueta, la cuelgo allí y después cuelgo el hacha. Voy y digo en voz alta: «Vamos a ver si alguien me va a dar trabajo esta noche». No se oía ni una mosca. Luego, muy tranquilita, pido un vaso para beber vino. Siguió la fiesta, y nadie me molestó, y los que querían levantarme las faldas se quedaron con las ganas.

El día de después viene Diego a verme al campo cuando estaba con el rebaño y me dice: «¡Ay, Tereseta, no sabes cómo me reí ayer! Me tuve que esconder en un rincón para poder reírme a gusto. ¡Estaban todos con los cojones en la garganta sólo de ver el hacha!». Entonces yo le respondo: «¿En la escuela te enseñan a decir malas palabras?». «¡Ya no voy a la escuela, Tereseta!». «Pues es igual, ya te lo enseño yo si no te lo enseña ningún maestro. Un chaval como tú no tiene que decir malas palabras, tienes que ser educado y procurar tener instrucción». Ése es el mal, señores, el mal de España es que la gente no tenemos Instrucción, como me dijeron después los compañeros del maquis. Pero ¿qué podíamos hacer si nadie nos la daba, qué podíamos hacer?