Aquella noche, Infante se presentó a cenar con retraso. Nourissier había empezado a preocuparse porque nunca tardaba tanto en regresar de sus visitas por los alrededores. El comedor de la pensión estaba caliente en comparación con el frío intenso que había empezado a notarse fuera. El periodista se sentó y aceptó la taza de caldo extra que la patrona le propuso.
—Tengo buenas noticias —le dijo a su compañero.
—¿La ha encontrado?
—¡Por Dios, Lucien! Después de esa pregunta cualquier cosa que le cuente va a decepcionarle.
—¿Por qué no me lo cuenta y yo decido si me decepciona o no?
—Ya sabe que aquí no es prudente hablar. Después de la cena tomaremos una copa en el bar.
—Con tanta prudencia voy a regresar alcohólico a mi país.
Tras la cena se encaminaron al bar, bien abrigados. Ocuparon la mesa del rincón, que estaba convirtiéndose en su emplazamiento habitual. Pidieron dos coñacs al dueño, que ya les saludaba con cierta confianza. Tras un primer sorbo, la mirada inquisitiva del francés no concedió más tiempo a Infante, y éste tuvo que empezar.
—He cazado a un alcalde. Tiene información —anunció.
—¿Otro amante de la literatura?
—Me temo que no, esta vez tendremos que pagar. ¿Sigue teniendo fondos?
—No se inquiete por eso.
—Me inquieto por si no le alcanzan para mí.
—Alcanzarán.
—Se nota que es usted de bonne famille.
—Le agradecería que no entráramos en el terreno de lo personal. ¿Qué vende ese alcalde?
—Otro asalto de Francisco y La Pastora. ¿Le interesa?
—Todo me interesa, pero esos asaltos dan pocos detalles sobre la psicología de la mujer.
—Dudo que vayamos a toparnos con el psicoanalista que La Pastora solía visitar.
—Eso no tiene gracia.
—Sólo pretendo que se dé cuenta de que estoy haciendo todo lo que está en mi mano. De momento únicamente podemos acceder a ese tipo de informaciones. Sé que lo ideal sería hablar con sus familiares, con sus amigos si los tuvo, pero eso es impensable por ahora.
—No me haga caso, Carlos; lo está haciendo muy bien y tiene toda mi confianza.
—Eso espero; si no fuera así dimitiría de este trabajo y volvería mañana mismo a Barcelona. Puedo ser un simple mercenario, pero tengo mi dignidad.
El francés lo miró con estupefacción. Nunca se acostumbraría a lo muy quisquillosos que eran los españoles.
Al día siguiente salieron de viaje una vez más. Era un día soleado, pero demasiado frío para un incipiente otoño. Las montañas, azuladas en la lejanía, parduscas las cercanas, se habían convertido para ellos en un paisaje habitual. Una vez en Càlig, se dirigieron al ayuntamiento. Les esperaba el alcalde, un hombre mayor, grueso y desaliñado, vestido con ropas de campesino. Estuvo serio y malhumorado. Durante las presentaciones en ningún momento estrechó sus manos. Pasó al grano directamente, sacando un documento que les mostró. Se trataba de la copia de un atestado de la Guardia Civil. Narraba el asalto a la masía Blasco, en el término de Castellot. Cómo había llegado a su poder era algo que no tenía intención de aclararles. Debían leerlo en su presencia, imposible copiarlo o sacarlo de allí. Por esa lectura pedía tres mil pesetas. Nourissier accedió, y puso el papel de modo que Infante también pudiera leerlo. Mientras lo hacían, el alcalde no les quitaba la vista de encima.
Enseguida se dieron cuenta de que el contenido era importante. La masía que asaltaron estaba situada en un paraje de difícil acceso. El campo de la propiedad consistía en sembrados de centeno, la rodeaban barrancos y montañas. Sólo una persona que conociera el terreno palmo a palmo hubiera logrado llegar. Habitaban la casa dos matrimonios ancianos, uno de mediana edad y otro joven. Había también cinco chiquillos. Lo primero que les sorprendió fue que el móvil del asalto no era político ni económico. Se trataba de una venganza personal. Francisco quería a justar cuentas con el dueño porque, cinco años atrás, le había tratado mal. La Pastora tuvo sin embargo gran protagonismo en aquella fechoría. Siempre vestida de hombre, siempre armada con su viejo fusil, amenazó con gritos violentos a los habitantes hasta acorralarlos en la cocina. Una vez allí, Francisco entró en acción. Sin mediar palabra, empezó a golpear a la víctima, un hombre de unos sesenta y cinco años, hasta dejarlo tirado en el suelo, inconsciente y cubierto de sangre. La Pastora presenciaba la paliza y continuaba amenazando a los demás, que pedían clemencia entre llantos. Hubo un momento en el que todos pensaron que iban a morir. Después comenzó el expolio de la casa, de la que tomaron ropa, víveres, mantas… Al final, Francisco exigió una cantidad de dinero al maltrecho dueño. Se produjo entonces la situación habitual: como no tenía esa suma, iría al pueblo a buscarla mientras la familia entera permanecía como rehén. El plazo máximo era sólo de tres horas. El yerno del dueño se ofrece para ir hasta el pueblo y, una vez allí, toma la arriesgada decisión de contarle al alcalde lo que está sucediendo. El alcalde no lo duda y da parte a la Guardia Civil. El cabo al mando del cuartelillo toma a todos los hombres disponibles y en un camión se encaminan a la masía de Perogil, a tres kilómetros de la asaltada. Desde allí continúan a pie. Son siete hombres, armados hasta los dientes, que se acercan sigilosamente por entre los sembrados de centeno. A cien metros, rodean la casa, pero La Pastora advierte enseguida su presencia y avisa a Francisco, luego escapa aprovechando la oscuridad de la noche, rebasa la línea del cerco y empieza a disparar desde atrás sobre los guardias. En ese momento sale Francisco de la casa y los civiles le disparan a discreción, él contraataca con ráfagas de metralleta y vuelve a entrar en la casa para intentar escapar por el patio trasero. Allí, el pastor, que se había mantenido oculto durante todo el asalto, intenta obstaculizarle el paso. Francisco le dispara a bocajarro y lo mata. Ya en el patio de atrás, sube a un tejado y, desde allí, lanza dos granadas de mano. Luego salta al sembrado de centeno donde lo tirotean desde todas partes. Sin embargo, sale indemne, se reúne con su compañera y ambos huyen en dirección a la provincia de Castellón, donde seguramente tienen un escondrijo. En la marcha dejan abandonados sus macutos y cayados, que fueron encontrados días más tarde. A ellos no hubo manera de darles alcance.
Una nota bene decía al final del texto: «Si no hubiera sido por la presencia de las fuerzas del orden, el bandolero hubiera cumplido seguramente su amenaza de matar a los rehenes, habida cuenta de sus criminales antecedentes, propios de un sádico o un demente».
El alcalde, imperturbable, con el ceño fruncido, les preguntó si ya habían terminado la lectura.
—¿Cree que podríamos hablar con los habitantes de esa masía? —preguntó Infante.
—Dijeron que iban a venderla y largarse a otra parte. Muchos masoveros lo han hecho, estaban hartos de que tanto hijo de puta se aprovechara de ellos. Han sido muchos asaltos.
—¿Cómo es posible que la Guardia Civil no los cogiera nunca?
—La Pastora es como una rata de monte, sabe rutas a campo través y se esconde en rincones que no conoce nadie. Además, los guardias tenían miedo. Mire lo que acaban de leer: siete guardias contra dos hombres solos; pero sabían que iban armados, que hubieran matado a su propia madre sin pensárselo. No, no querían jugarse la vida.
—Creí que estaba usted a favor de las fuerzas del orden —comentó Infante con ironía.
—Yo estoy a favor de mí mismo. Y les diré algo: si se les ocurre contar a alguien que les he dejado leer ese papel, se buscarán problemas.
—¿Nos está amenazando? —se exaltó levemente Nourissier.
—Sólo les advierto de las cosas malas que les pueden pasar.
—Soy ciudadano francés y cuento con la protección de mi país.
—A ver cómo le protege su país si se cae por uno de esos barrancos que hay en la montaña, ¡ni siquiera le encontrarán!
—¿Cómo se atreve?
Infante medió rápidamente, temiendo lo peor.
—Vamos, Lucien, no demos tanta importancia a las palabras. Estoy convencido de que el señor alcalde no ha querido ofendernos.
—No he querido ofenderlos, pero páguenme. Yo he cumplido mi parte del trato.
Nourissier, con aire altivo, lanzó los billetes de banco sobre la mesa. Infante estiró de él como pudo y se despidió, mientras el alcalde se metía el dinero en el bolsillo con una sonrisa. Camino del coche empezaron a discutir:
—¿Cree que debemos marcharnos sin más? ¡Ese hombre es un corrupto y nos ha amenazado de muerte!
—Seamos sensatos, Lucien. Ese palurdo nos ha dado lo que queríamos. Eso es lo único que importa.
—¡Me rebela que un esbirro franquista salga bien librado después de haber intimidado a un ciudadano francés!
—¡Es verdad, no lo había pensado! ¿Por qué no llama a su embajador y le dice que después de haber sobornado a una autoridad en un asunto que roza el espionaje internacional, éste le ha ofendido con sus burdas expresiones? Estoy seguro de que quedará muy conmocionado. ¡Ah, y por mí no se preocupe! Como no tengo embajador que vele por mis intereses, si me tiran a un barranco alguien me recogerá.
Había hablado a toda velocidad, pero sin atisbo de ira. Nourissier se quedó mirándole con los ojos muy abiertos y luego se echó a reír.
—Perdóneme; me he comportado como un estúpido.
—No, se ha comportado como lo haría una persona normal en un lugar normal; pero este país es diferente, ¿comprende? Su suerte es que dentro de un tiempo saldrá de él, mientras que yo tendré que quedarme aquí de por vida.
—Lo siento, de verdad.
Infante se había puesto serio, pero enseguida sonrió:
—Tampoco nosotros contribuimos demasiado a que éste sea un sitio normal. Imagínese: dos individuos que, en pleno siglo veinte, buscan a una bandolera de la que ni siquiera saben si es hombre o mujer.
El francés reía como un niño. De pronto, dio un profundo suspiro y aspiró el aire que el sol había empezado a caldear.
—En mi profesión muchas veces me he preguntado qué es normal y qué no lo es, quién está loco y quién no. La mayor parte de las veces es difícil de determinar. Pero olvidemos este asunto; fíjese en el día tan precioso que hace hoy. ¿Por qué no damos un paseo y lo disfrutamos un poco?
—No tengo nada que objetar, pero salgamos de este pueblo. No me gustaría tener que vérmelas con todo el consistorio municipal. Si el tipo al que hemos visto es la máxima autoridad, imagínese cómo puede ser el resto.
Las carcajadas les impedían casi caminar. Subieron a la furgoneta y se pusieron en marcha de excelente humor.
—Todo es extraño, ¿verdad? —exclamó Nourissier—. Acabamos de leer la noticia de unos hechos de violencia estremecedora. Más que eso, hemos vivido una escena del todo desagradable y ¿qué se nos ocurre hacer?: reír y proyectar una excursión campestre.
—A eso se le llama supervivencia.
—¿Así sobrevive usted habitualmente?
—Yo soy un cínico, Lucien, o, mejor dicho, me he convertido en un cínico; nadie nace cínico desde un principio. Pare el coche allí, al lado de aquel pedrusco.
Subieron a un altozano desde donde se veía el mar a lo lejos, los extensos campos de olivos trepando por las lomas, la carrasca salvaje y perfumada.
—¡Qué paz! Ni una casa a la vista, ni un solo ser humano —exclamó Infante tumbándose en el suelo.
—Me gustaría saber qué tiene en contra de los seres humanos, Carlos.
—Prácticamente todo. Le recuerdo que vivo en una gran ciudad.
—Yo también, pero por poco tiempo. Dentro de un par de años pediré mi traslado a una universidad más tranquila: Burdeos, quizá Toulouse. Podré seguir investigando, perteneciendo a un claustro de profesores, pero fijaré mi residencia en los alrededores de la ciudad, en el campo. Mi familia será más feliz.
—¿Echa de menos a su familia?
—Enormemente. A veces pienso que no tenía derecho a dejar a mi mujer y mis hijas solas tanto tiempo. Me he atrevido a hacerlo porque el trabajo es también muy importante, mi segunda gran pasión. ¿Usted tiene novia?
—¿Puedo pedirle un favor, Nourissier? Ya que entramos en confidencias quiero pedirle que empecemos a tratarnos de tú. Ya sé que en su país no es costumbre, pero para mí constituye un martirio tanta formalidad.
—¡Por supuesto que sí, adelante! Deberías haberlo dicho antes. Pero no aproveches el cambio de conversación para zafarte de mi pregunta.
—No tengo novia, no.
—¿Nunca te has enamorado?
—Sí, alguna vez, pero sin resultados prácticos.
—¿No te gustaría tener una esposa, hijos?
—Tú procedes de un país libre y no sabes cómo son las cosas aquí.
—¿La política también influye en el matrimonio?
—¡Por completo! Vivimos en una sociedad donde el catolicismo más severo y atrasado impone las normas de convivencia. Aquí una mujer busca para casarse un hombre con oficio y beneficio, alguien que ocupe un lugar social respetable. ¿Y qué puedo ofrecer yo a las candidatas? Nada. Soy un periodista que se gana la vida a salto de mata, un desgraciado. Si hubiera sido un luchador, un vencido en la guerra civil…, eso a muchas mujeres les gusta, resulta romántico. Pero no es el caso. Así que las novias se alejan cuando ven a un tipo como yo, cobarde y pobre.
—Eres demasiado duro contigo mismo.
—Soy incapaz de negar lo que veo. Desgraciadamente una de mis escasas virtudes es la lucidez.
—Siempre es posible cambiar.
—¿Qué te complacería más: que me convirtiera en activista de una resistencia antifranquista que ni siquiera existe o que me apuntara a trabajar en un periódico del Régimen y fuera a misa cada domingo? ¡Ah, no! No estoy en un extremo ni en el otro; sólo intento ser un ciudadano normal, aunque en España eso parezca imposible.
—Llevas razón. Voltaire ya dijo que no puede exigirse de un ciudadano que se convierta en héroe por ser fiel a sus ideas.
—Voltaire era un tipo con mucho fundamento. ¿Conoces aquellos versos españoles que dicen: «Au revoire, dijo Voltaire tirando su chapeau al aire»? Hay que pronunciar mal el francés para que rime, pero resulta muy inspirado. ¡Vamos, te echo una carrera hasta aquella cima! ¡El honor de España contra el de Francia!
Se puso en pie de un salto y echó a correr enloquecidamente, sorprendiendo al psiquiatra, que le imitó al instante. Iban a toda velocidad, como si en aquella carrera les fuera la vida. Nourissier, de piernas más largas, se adelantó, pero, cuando estaba alcanzando la meta, Infante le hizo un tremendo placaje y lo derribó. Ambos rodaron por la loma entre gritos y risas. El francés vociferaba en su lengua:
—Tricheur! J’allais gagner sans doute!
Quedaron tumbados sobre la hierba intentando recuperar el resuello, riendo aún.
—¿Qué país ha salvado el honor? —preguntó Infante entre jadeos.
—Me temo que el honor de ambos países ha quedado en franco entredicho.
Hubo un silencio. Se levantó una brisa suave que presagiaba el frío de la tarde. Olía a romero y tomillo, a espliego, a tierra. De pronto, Infante se arrebujó en su abrigo y anunció:
—Tengo sueño —durmiéndose al instante. Nourissier se sentó con las piernas encogidas, las abrazó. Estaba enamorándose de aquel paisaje desolado y agreste. De pronto tuvo la extraña idea de que quizá La Pastora estaba mirándolos desde un escondite. Si así era, se preguntaría qué hacían allí y por qué se mostraban tan felices. Y en efecto, ¿qué hacía él allí, en medio de aquella tierra seca y dura? La vida era imprevisible, singular, a veces bella. Sacó su cuaderno y se puso a escribir:
«Hoy he leído un testimonio que pinta una sujeto menos fría y pasiva que de costumbre. No realiza acciones violentas directas, pero grita, amenaza, parece dispuesta a matar. El testimonio la presenta como una especie de gato montaraz que se mueve con agilidad por todas partes y todo lo ve, incluso en la oscuridad. En esta ocasión, aunque dispuestos a robar, ella y su compañero clamaban venganza. Cabe la posibilidad de que sea justamente por eso por lo que la sujeto se muestra más agresiva. Digamos que tienen más influencia sobre su personalidad las cuestiones directas y primarias que las ideológicas o alimenticias. Ese extremo sí vendría a confirmar ciertas raíces psicopatológicas en su proceder. La posibilidad de que reciba daño el que daño ha infligido la excita hasta el extremo del grito, del insulto, de la amenaza. No es ella directamente la que se venga, pero siente los males de su amigo como propios y reacciona con visceralidad. Mientras le piden clemencia, ella arrecia en su crueldad, como si se sintiera espoleada. Hay otro punto que debe ser considerado. Los bandoleros saben que corre la leyenda de que son inalcanzables por la Guardia Civil, que nunca consigue atraparlos. En ese punto cabe pensar que ambos individuos sean conscientes de su llamémoslo así, “aura de prestigio” entre los lugareños, por lo que sus reacciones se vuelven más extremas aún. Son seres desesperados, pero en el caso de la sujeto, que nada tiene que perder sino su vida, podría existir un cierto placer adquirido en una manera irresponsable de vivir. Si anteriormente a su entrada en el maquis la sujeto se veía obligada a realizar duras y largas tareas como pastora, el ejercicio continuado de la libertad y de la falta de obligaciones, así como el gusto por la facilidad de los asaltos, pudieron llegar a constituir para ella un modo agradable de vivir. También el componente de riesgo perpetuo, de juego con la muerte y de burla de la autoridad quizá se convirtieron en una constante que necesitaba, alejando de este modo la desesperación y la infelicidad profunda de su carácter».
Sintió sueño él también, de buena gana se hubiera dormido junto a Infante, pero no le pareció prudente. Despertó a su compañero.
—Carlos, vámonos. Te vas a quedar helado aquí.
Regresaron en silencio. Nourissier tuvo la sensación de que el catalán caminaba en estado de sonambulismo. Al llegar a su alojamiento, sin dar muestras de estar completamente despierto, imprimió potencia a sus pasos y desapareció escaleras arriba antes de que Nourissier pudiera cerrar tras de sí la puerta principal. Cuando se disponía a hacerlo, oyó que alguien le chistaba desde la oscuridad. Salió a la calle y escudriñó la acera. De las sombras surgió un joven, alto y delgado, vestido con traje de pana y calzado con alpargatas. El psiquiatra decidió no ponerse en guardia antes de tiempo y le dio las buenas noches.
—¿En qué le puedo ayudar? —preguntó luego, aparentando normalidad.
El joven se acercó, permitiendo a Nourissier observar con más detalle su apariencia: era moreno de piel, con grandes ojos y aspecto refinado. Al cuello llevaba colgada una gruesa cadena de oro.
—Sé lo que estáis haciendo aquí —le espetó de pronto.
Nourissier sintió como si alguien lo hubiera abofeteado. Lamentó mil veces que Infante no estuviera allí. En aquel momento ni una sola idea vino en su ayuda.
—¿Cómo dice? —preguntó estúpidamente.
—Ya sabes lo que digo. Vais contando que sois médicos pero habéis venido a hacer política contra Franco.
El francés no conseguía entender la situación, cada vez estaba más confuso.
—¿Quién es usted?
—A ti eso no te importa una mierda. Habéis ido a ver a la familia de gente del maquis. Hacéis cosas prohibidas. Mira qué bien me lo sé.
El aspecto refinado del chico era mera apariencia. Hablaba de modo inculto y tenía una actitud lacerante y vulgar.
—No sé de qué me habla. Dígame qué quiere de mí o márchese.
—Quiero dinero, diez mil pesetas. Si no me las das iré a contarle a la Guardia Civil lo que hacéis de verdad.
Nourissier estaba aterrorizado, no manejaba los elementos que le hubieran permitido reaccionar: ¿los había visto aquel tipo ir a Castellot?, ¿sabía lo suficiente como para denunciarlos?, ¿de dónde había salido? Decidió hacer lo único que le pareció indicado.
—El dinero lo tiene mi compañero, que acaba de subir.
—Sí, ya lo he visto, ¿y qué?
—Tendré que ir a su habitación, explicarle lo que quieres.
—Dile que baje aquí, y traed las pesetas. Si intentáis algo o despertáis a alguien iré directamente al cuartelillo; así que tú verás.
Su mente trabajaba a toda prisa mientras subía las escaleras. Llamó con dos suaves toques a la puerta de Infante, pero éste no respondió. Intentó abrirla y ésta cedió; por fortuna, su compañero no había echado el pestillo. Lo vio durmiendo tranquilamente bajo un grueso embozo de mantas y edredón. Encendió la luz, pero el dormido no reaccionó. Empezó a zarandearlo. De pronto, Infante dio un salto y se sentó en la cama. Al ver el rostro demudado de su compañero hizo un esfuerzo y recobró la lucidez. Nourissier le contó. Infante echó pie a tierra. Llevaba un pijama rayado de algodón. No se puso ni las zapatillas, como una exhalación bajó los peldaños de dos en dos, seguido del francés.
El joven no se había movido, pero al ver a Infante vestido de noche hizo algo extraño: sonrió. Éste se puso frente a él.
—¿Qué coño quieres? —preguntó con fiereza.
—¿Habéis traído el dinero?
—¿Qué sabes tú que valga tanto?
—Fuisteis a Castellot a ver a la familia de unos maquis. Ya se lo he dicho a ése.
—¿Y eso vale diez mil pesetas?
El joven se acercó a la cara de Infante. Le miró de modo desafiante y pasándose la lengua por los labios, le dijo en voz más baja:
—A no ser que queráis otra cosa, pero eso vale más.
Infante lo empujó contra la pared de la casa, lo tomó por las solapas y acercó la boca a un milímetro de su cara.
—Así que vas a ir a denunciarnos a la Guardia Civil, ¿eh, basura? ¡Adelante, ya puedes hacerlo! Luego iré yo a contarles que eres el puto del médico de Catí, que te metes en su cama por dinero. Ya sabes cuánto les gustan los maricones a los guardias. Te darán para el pelo, y de ahí a la cárcel. ¿Es eso lo que quieres?
El chico, en un súbito estado de terror, negaba con la cabeza. Infante lo soltó.
—¡Venga, pues aire, ya te estás largando de aquí! Y esta noche pensaré a ver si le cuento al doctor Ramos que has venido. A lo mejor hoy se te ha acabado la buena vida, cabrón.
Echó a correr y se perdió en la noche. Infante empezó a dar saltitos de frío en el suelo, con cara de mal humor.
—¡Joder, voy a agarrar una pulmonía!
Subió por la escalera, seguido por un atónito Nourissier, que le preguntó procurando no elevar la voz:
—¿Cómo has podido saber…?
—¿Cómo?… No hace falta ser Sherlock Holmes. El viejo sarasa se ha ido de la lengua con su principito local. Pero no le ha dado detalles. No hay nada que temer. Ahora ese pobre diablo estará maldiciendo haber hecho el viaje hasta aquí.
Abrió la puerta de su habitación. Nourissier, aún con cara de sorpresa, intentó detenerlo.
—Pero…
—Asunto solucionado, Lucien. Buenas noches.
—Carlos.
—¿Qué? —dijo Infante de mala gana.
—¿Tienes algo contra la homosexualidad?
—¡Por Dios bendito, doctor!, estoy helado, cansado y tengo mucho sueño, ¿comprendes? Lo único que deseo es dormir, algo tan simple y tan primario como dormir. ¿Es pedir demasiado? ¡Buenas noches!
—Buenas noches —susurró Nourissier, y fue a su habitación, donde intentó recomponer mentalmente paso a paso todo lo que acababa de suceder.