Se llamaba Rogelio, y habían quedado citados con él en las inmediaciones de Rossell. Semejantes cacofonías —Rogelio, Rossell— hacían que Infante se mondara de risa y su diversión llegaba al paroxismo si le añadía la circunstancia irónica de que alguien con semejante nombre tuviera entre sus deberes el combatir a «los rojos». Nourissier, menos festivo, caminaba a su lado por el campo en medio del impresionante vendaval con el que el día se había estrenado. Ambos iban bien pertrechados con sus pellizas y llevaban cuadernos donde tomar notas. El encuentro debía producirse en una masía abandonaba que conservaba aún parte de la techumbre, donde podían guarecerse.
Lo vieron desde lejos, vestido de paisano, y al francés le pareció que era extraordinariamente joven para ser guardia civil; con un pantalón de pana y una gruesa chaqueta de punto no estaba muy lejano a algunos de sus alumnos en la Sorbona. Era rubio y de piel clara y los miraba como si fueran seres venidos de otro planeta. Se encargó de dejar inmediatamente claras sus intenciones.
—Yo soy guardia civil por las necesidades de la vida, pero no tengo nada en contra de los periodistas ni de los extranjeros. Me parece normal que quieran enterarse de las cosas que han pasado en esta tierra porque han sido muchas y muy gordas.
Portaba en la mano, de uñas sucias, un enorme manuscrito encuadernado. Se lo mostró a Infante:
—¿Puedo dárselo ya?
—Démelo, le prometo que lo leeré con gran interés.
—Tiene que tener presente que yo no he ido nunca a la escuela. Me enseñó a leer y a escribir en casa un hermano de mi madre que era maestro. Desde bien pequeñito ya aprendí. Si ve alguna falta de ortografía espero que lo comprenda. Las faltas pueden corregirse cuando se haga el libro, ¿no es eso?
—Así es. ¿De qué trata su libro?
—Es la historia de un hombre muy pobre y sin familia que, gracias a su tesón y a lo muy valiente que es, se hace rico y acaba teniendo mucha cultura. Al final vive como un rey en París.
—¿Ese hombre es español?
—De Córdoba, como yo.
—Me parece un tema muy interesante y le prometo que lo leeré de principio a fin. Y ahora cuéntenos, el doctor tiene muchas ganas de oír sus informaciones.
—No les voy a mentir, la información que yo tengo es sólo de los atracos que hicieron Francisco y La Pastora en los tiempos antes del asalto a la casa de los Nomen. Conozco a unos masoveros a los que les robaron en el año 54, o sea, hace dos años. Sé que hicieron más cosas y algunas muy graves, pero de eso no tengo información ni testigos. Sólo sé lo que sé.
—Quizá deberíamos advertirle de que nos interesan los delitos en los que los atracados hayan podido ver a La Pastora, hablar con ella.
—Claro que esa gente ha hablado con La Pastora; no sé si lo que dijeron les servirá, pero seguro que hablaron.
—Cualquier cosa nos vendrá bien.
—Entonces vamos allá. Hay que llegar hasta Fortanete, pero está un poco lejos.
—Hemos dejado nuestro coche cerca de aquí.
—No quiero que me vean con ustedes. Ya sé que no estamos haciendo nada malo, pero es mejor no tener que ir dando explicaciones a los jefes.
—No le verán. Supongo que los masoveros con los que hablemos mantendrán la boca cerrada sobre nuestra entrevista.
—De eso me encargo yo.
El guardia Rogelio Sánchez se colocó en la parte trasera de la furgoneta y, bastante ingenuamente, levantó sobre su cara las solapas del jersey para ocultarse. Nourissier conducía, Infante ocupaba el asiento del copiloto. Éste no las tenía todas consigo, al subir al vehículo había visto el bulto de una pistola en el bolsillo del joven guardia civil. Esta acémila ha venido armado, pensó, y cruzó los dedos para que el psiquiatra no se diera cuenta. Durante el viaje Rogelio empezó a hablar:
—Los asaltos de Francisco y La Pastora tienen siempre el mismo sistema: exigían dinero y le daban un plazo de tiempo al masovero para ir a buscarlo al pueblo si no lo tenía. Casi nadie lo tenía, claro, porque eran cantidades que subían bastante. Mientras tanto se llevaban secuestrado a alguien de la familia. Pasado el plazo, si el masovero no volvía o no había conseguido reunir las pesetas, la amenaza era matar al secuestrado. Uno de los dos bandidos hablaba con los masoveros; el otro se quedaba vigilando. Siempre iban los dos armados, siempre.
El mistral, casi huracanado, agitaba la furgoneta en las curvas. Nourissier se veía obligado a dominar el volante con decisión. No hablaron más. Infante se encontraba un poco asustado: si aquel escritor de pacotilla había empleado la coacción y pensaba usar la fuerza para que los testigos les contaran los hechos, todo podía complicarse. No sabía cómo podía reaccionar Nourissier. Su lucha contra el nerviosismo le sumió en una especie de duermevela. Cuando oía la voz del guardia dándole indicaciones al conductor sobre el itinerario, sufría un sobresalto. Luego regresaba al sopor.
La masía hasta la que los había guiado consistía en un conjunto de tres casas distribuidas en dos niveles, con campos de cultivo alrededor y una amplia era en uno de los flancos. El viento levantaba polvo y hojas muertas en oleadas furiosas. Rogelio Sánchez bajó solo del coche, entró en la mayor de las casas y regresó al cabo de un minuto.
—Ya nos estaban esperando. La madre ha ido a buscar a los hijos al campo de atrás y vuelve enseguida. Éstos no son los dueños, sólo los trabajadores, los aparceros. Los dueños no viven aquí. Tenemos tiempo para un cigarrito.
Fumaron en silencio. Infante se decidió a hablar con claridad:
—Nada de violencias, ¿eh, Rogelio? Lo que quieran contarnos que sea por las buenas.
El guardia se limitó a echar una algodonosa bocanada de humo, negando con la cabeza. Nourissier se quedó escamado ante aquella recomendación. Tras breves instantes, apareció un hombre en la puerta. Tenía unos cincuenta años, llevaba ropa vieja. No sonrió, no habló. Sólo hizo una indicación para que entraran.
En el interior vieron a seis chicos y chicas de edades diversas, todos colocados en hilera, de pie junto a una mujer huesuda y despeinada, prematuramente envejecida, la madre. El guardia tomó la palabra, en tono calmado pero imperativo:
—Ya sabéis que estos señores son médicos que han venido para saber cómo pasó el asalto que os hicieron Francisco y La Pastora. Así que se lo contáis entero, sin dejaros nada.
Nourissier se sintió terriblemente incómodo. Habían irrumpido en aquella casa sin saludar, sin presentarse, y mantenían firmes a todos los miembros de la familia como si fueran a pasar revista militar.
—Me llamo Lucien Nourissier —dijo con una sonrisa estúpida—. Y éste es mi compañero Carlos Infante. —Le miraban sin ninguna expresión. De pronto se dio cuenta de lo absurdo que era emplear aquellas fórmulas de cortesía. Sin embargo, añadió—: No es necesario que se queden de pie; pueden sentarse si lo desean.
—No hay sillas para todos —masculló la madre sin atreverse a elevar la voz—. Si quieren puedo traer asientos para ustedes.
—No se preocupe, estamos bien así.
Continuaron todos en la misma posición. Se hizo un silencio violento; sólo podían oírse lejanos cacareos de gallinas y el soplido del viento bisbiseando en las ventanas.
—¡Venga, empezad ya! —soltó Sánchez desabridamente.
El hombre hizo una indicación a su esposa, ella comenzó a hablar:
—Todos estaban arando el campo con las mulas. Era por la tarde. Yo estaba en la cocina haciendo la cena. La puerta se quedó abierta porque estábamos en junio y hacía buen tiempo. Por ahí entraron los dos. Eran dos hombres, iban vestidos con trajes de pana y el que luego nos han dicho que es La Pastora tenía puesta una boina que le venía grande. También nos han dicho que era una mujer, pero nosotros la vimos como un hombre. Era muy alta, fuerte, nadie hubiera sabido que era una mujer disfrazada. En la mano tenía un fusil con la culata muy vieja. El otro llevaba una metralleta y me la puso casi en la cara. Me mandaron que me sentara en el suelo. Cuando iban llegando del campo todos mis hijos, los iban mandando sentarse en el suelo también, y dijeron que nos quedáramos callados. La Pastora se puso en la puerta sin acabar de entrar del todo. Vigilaba fuera de vez en cuando. A la que ya estábamos todos, el otro nos dijo que venían a por dinero.
El marido volvió a hacer un gesto, esta vez para que se callara. Continuó hablando él. Parecía evidente que habían ensayado antes de nuestra llegada cómo transmitirnos el relato.
—Me pedían diez mil pesetas. Les dije que no las tenía. ¿Por qué no tienes dinero?, me preguntaron. Y yo les contesté que éramos muchos, que la tierra no es mía y que lo poco que nos pagan lo necesitamos para comer. Y así, discutiendo que sí que no, estuvimos hasta la madrugada. Yo le hablaba de «usted» y con respeto y él de «tú» y me chillaba. Por fin el que se llamaba Francisco me dice: «Ya basta. Si no tienes dinero vas a buscarlo al pueblo, que te lo den si te lo deben o lo pides prestado. Yo me llevo conmigo a dos de vosotros y cuando me traigas el dinero al sitio que te diré, ya los dejaré libres». Entonces cogió al hijo mayor, que es ese de ahí, y a esta chica. Mi mujer saltó enseguida: «No, a la chica no, llévame a mí en vez de a ella». Y así lo hizo, se llevó al hijo mayor y a mi mujer. Me amenazó diciendo que, si daba parte a la Guardia Civil, no los vería nunca más. Al hacerse de día fui al pueblo y le pedí el dinero a mi cuñado. Me dio siete mil pesetas porque no tenía más. Yo le dije que, pasadas unas horas, avisara a los guardias. Cuando me acercaba a donde habíamos quedado para vernos ya me salió al encuentro. Discutió conmigo porque sólo eran siete mil pesetas, y no las diez mil. Decía todo el rato que yo no había buscado bastante. Le contesté que si llego a buscar más, la gente hubiera sospechado. Al final soltaron a mi mujer y al hijo. Y no hay más. Al cabo de un mes se presentó la Guardia Civil con una fotografía de Francisco muerto. Me preguntaron si era el que nos había asaltado y les dije que sí.
—Se deja usted lo mío, padre —había levantado la voz la más pequeña. Fue entonces la madre quien retomó el relato.
—Sí, ese Francisco se quedó de repente mirando a la cría y va y dice: «Yo tengo una chiquilla de esa edad. Qué lástima, ya no la veré nunca más en mi vida». Entonces sí que se me paró el corazón porque creí que, por la rabia de no tener a la suya, nos iba a matar a la nuestra. Pero no le hizo nada, la miró un poco y luego se olvidó.
Nourissier escuchaba con absoluta concentración. Al notar el silencio a su alrededor fue como si volviera en sí. Sánchez se dirigió a él, lo animó a que hiciera preguntas.
—Usted pasó la noche en compañía de esos dos hombres, señora. Cuéntenos cómo fue.
La madre lo miró con inquietud. No parecía acostumbrada a que la trataran con deferencia, a que la llamaran señora.
—Nos ataron a un árbol a mi hijo y a mí. Se pusieron a comer pan y jamón que habían cogido de nuestra casa. Hablaban entre ellos, pero no sé qué dijeron porque se apartaron de nosotros. Francisco dejó el arma a un lado, pero La Pastora la llevaba encima todo el tiempo, no la soltó ni para comer. Vigilaba sin parar, como un gato, y si había algún ruido enseguida volvía la cabeza hacia el sitio de donde venía. A la hora de dormir, Francisco ató a mi hijo a una pierna suya y a mí me dejaron donde estaba. La Pastora no durmió, estaba sentada con la espalda contra una piedra. Yo la veía en lo oscuro y no cerró nunca los ojos. Miraba a la montaña.
—¿Cómo era esa mujer?
—Daba miedo —respondió enseguida el marido—. El otro, Francisco, era el que nos amenazaba, pero ella daba más miedo porque estaba callada y te miraba a los ojos. Tan alta, tan delgada, con la cara que no le cambiaba nunca, y siempre con el fusil en la mano…, daba miedo.
—¿Habló con ustedes?
—Lo justo: siéntate, levántate…, nada más.
Nourissier se dio cuenta de que poca más información podría obtener. Les dio las gracias con delicadeza y se prepararon para marchar. Antes de que hubieran dado un paso, el hijo mayor se adelantó y espetó con nerviosismo:
—Yo quiero contarles lo que pasó después.
—¡Cállate! —fue la orden tajante de la madre, que él no obedeció.
—Cuando llegó la Guardia Civil después del asalto insultaron a mi padre, le llamaron de todo por haber pagado a los maquis y no haber dado parte enseguida de que estaban aquí. No le pegaron pero le llamaron de todo, cosas que no se le pueden decir a un hombre mayor.
Rogelio Sánchez se tensó, miró al joven con enorme desprecio.
—¿Y eso, a qué viene ahora esa historia, crees que a los señores les importa eso? Es mejor que te calles, tu madre lo ha dicho muy bien. Más vale que tengamos la fiesta en paz. Y si le decís a alguien que hemos estado aquí, la próxima vez vendré de uniforme, y ya sabéis lo que quiere decir eso. Vámonos, señores.
El sol los cegó al salir. El guardia intentaba excusarse por la intervención del chico:
—Ustedes dispensarán, pero esta gente no tiene educación ni maneras.
—No era necesario que los tratara así —respondió secamente Nourissier.
—Es la única manera que entienden, doctor, son casi como animales. No saben leer ni escribir, no han salido en su vida de estos campos.
Infante impulsó a su compañero hacia delante. Le susurró:
—Déjelo, Lucien, salgamos de aquí.
Durante el trayecto de vuelta, Sánchez parecía haber olvidado la visita que acababan de hacer. Hablaba sin parar sobre la poesía de Campoamor, sobre las novelas de Alejandro Dumas que le gustaba tanto leer. Viendo que nadie le respondía, fue amainando su verborrea hasta guardar completo silencio. Después se quedó dormido. Cuando faltaba poco para llegar lo despertaron. Saltó del coche, volvió a recomendarle a Infante que leyera su novela, luego desapareció.
—¡Maldito gilipollas! —soltó el periodista.
—Necesito una copa —anunció Nourissier.
La tomaron al llegar a La Sénia, en el bar. Infante llevaba el manuscrito del guardia en la mano. Lo abrió al azar.
—Escuche esto —dijo. Leyó—: «Armando, seguro de sí mismo, respondió con orgullo: nadie tiene que decirme lo que debo hacer, yo lo sé muy bien. Actuaré siempre como lo que soy: un hombre de honor».
Soltó una risotada. Nourissier lo miró con severidad.
—No quiero volver a ver a ese tipo nunca más, Carlos.
—Lo siento, pero habrá que verlo de nuevo. Me ha dicho que puede acompañarnos a alguna masía más.
—Que le diga dónde están e iremos solos.
—Si los masoveros no se sienten intimidados por su presencia, lo más probable es que no quieran hablar.
—No se preocupe, podemos insultarlos nosotros mismos, herir su dignidad, incluso darles unos cuantos golpes, ¿no es eso, Carlos? A usted dar golpes se le da muy bien.
—¡Basta! Es usted el típico señorito que no soporta enfrentarse con la realidad. ¡Usted ya sabía lo que está sucediendo en España, deje de comportarse como si todo rozara su finísima piel!
Había levantado la voz, y la poca gente que había en el bar los miraba. Nourissier no respondió, se puso en pie y salió a la calle. Infante no hizo el más mínimo intento de seguirle.
El psiquiatra miró cuánto dinero llevaba en el bolsillo. Subió a la furgoneta. No era necesario que le acompañara nadie, recordaba perfectamente el camino. Mientras conducía iba acopiando fuerzas; él nunca había tratado a nadie de aquella manera, ni había consentido jamás que se humillara a ninguna persona en su presencia. Y ahora… aquel condenado guardia, el propio Infante… Aceleraba, consiguiendo únicamente levantar polvo del camino, hacer chirriar las ruedas. Con el paso de las horas, el viento se había convertido en un huracán. El sol decreciente daba tonalidades rojas a las nubes, pero en aquel momento él era inmune a cualquier belleza, se sentía inflamado de cólera, empapado de deseos de compensación.
Su furia sólo amainó cuando se vio de nuevo en el claro que se extendía frente a las tres casas y su desnivel. No había nadie a la vista y la luz, más tenue que la matinal, iluminaba de modo distinto los perfiles de las cosas, causándole la impresión de que se encontraba en otro lugar. De la chimenea salía humo y notó su olor. Recordó los atardeceres en su casa de París, junto a su mujer. De pronto hubiera dado cualquier cosa por estar allí. Se quedó parado, sin atreverse a acercarse a la puerta. Decidió dar un grito, pero ni siquiera conocía el nombre de aquella gente.
—¡Hola! —lanzó, y el sonido de su voz le resultó impostado, ajeno a él. No hubo respuesta—. ¡Hola, soy el doctor Nourissier! —repitió.
—¿Qué quiere?
La pregunta llegó desde su espalda. Se volvió, asustado. Era el hijo mayor. Estaba serio, lo observaba desde una cierta distancia.
—¿Qué quiere? —inquirió otra vez.
Nourissier hizo un esfuerzo por sonreír, empezó a caminar hacia él.
—No se acerque —dijo el joven, y Nourissier tuvo la momentánea idea de que podía estar armado.
—Perdone, no quiero importunarlo, pero antes, cuando hemos estado aquí y he visto a su hermana pequeña… Bueno, he tenido la sensación de que deberíamos haberle hecho un pequeño regalo; nada, unas cuantas pesetas para que se compre algo de nuestra parte: unas chocolatinas, una muñeca…
Le había parecido que era una manera elegante de ofrecerle una compensación, pero el chico, unos veintitantos, fornido, los ojos encendidos como teas, lo miraba con odio. Él sacó varios billetes del bolsillo, se los tendió:
—Es una tontería, ya lo sé, pero por lo menos que la niña no se lleve un recuerdo tan desagradable de nosotros. Cójalos, por favor, usted mismo se los da.
De su espalda, nuevamente, surgió otra voz:
—¿Qué pasa, Pere?
La figura del padre se recortó contra la entrada. El chico, la cara contraída, contestó:
—Este hijo de puta dice que quiere acostarse con la nena, hasta ha traído dinero para pagarnos, ahí está.
Nourissier sintió cómo el sobresalto lo zarandeaba, el horror lo precipitaba en un abismo. Abrió la boca, pero no podía hablar. Estaba en una pesadilla, en un mal sueño, no era capaz de moverse, de explicar, de hacer algo que pareciera lógico, normal.
—No, no, por Dios… —acertó a balbucear. El hombre fue hasta él.
—Pero ¿qué coño dice?
—No, ¿cómo puede creer…?
Se sintió empujado desde atrás. Cayó al suelo de rodillas. El joven iba a precipitarse sobre él, llevaba un palo en la mano. El padre lo hizo retroceder:
—¡Déjalo!, ¿estás loco?, si le pegas la has cagado. ¡Cógele todo el dinero que lleve encima!
Nourissier se incorporó, no permitió que lo tocaran. Sacó su cartera y la vació en el suelo. Los billetes descendieron en torrente, empezaron a volar impulsados por el viento. El padre fue tras ellos, intentando recuperarlos. Su acusador lo miró de través:
—¡Lárgate, hijo de puta! Por hoy te has librado, pero a la próxima te juro que te mato.
—¡Pere, ven aquí, ayúdame, déjalo que se vaya de una vez!
El hijo corrió intentando capturar los billetes aquí y allá. Nourissier miró hacia aquella figura saltarina y escupió a sus pies. Luego fue hacia el coche y empezó a conducir sin mirar. Hubiera podido perderse, matarse quizá, no se sentía capaz de saber qué estaba haciendo ni hacia dónde se encaminaba. No quería pensar, ni recordar ni sentir. Por un momento dudó de su propia identidad: ¿quién era, qué hacía allí, realmente había escupido en la tierra, cuando antes había hecho algo semejante en su vida? Transcurrido un tiempo, se serenó. Volvió a ver con claridad las curvas de la carretera. Le dolía la cabeza y, al llegar a la pensión, subió a su cuarto, tomó un par de aspirinas y se tumbó sobre la cama. Se sentía mal, pero no era capaz de determinar qué sentimientos le embargaban: ¿tristeza, enfado, sensación de ridículo, humillación? Lo despertaron unos golpecitos en la puerta.
—Lucien, ¿está ahí? Le espero en el comedor, es hora de cenar.
Contestó atropelladamente. Se lavó la cara, bebió agua y bajó. Infante le recibió con una sonrisa, estaba comiendo un plato de sopa:
—¿Ha estado durmiendo?, ¡bien hecho! A mí me ha telefoneado ese becerro de Rogelio Sánchez. No pierde el tiempo. Dice que tiene otro testimonio. Le he pedido que me lo contara él, ya sé que a usted no le apetece pasar por otro trance como el de antes. Se trata de otro asalto, en el término de Morella. El masovero asegura que Francisco y La Pastora le llamaron «enemigo del pueblo» y lanzaron vivas a la República. Le secuestraron a sus dos nietas y tuvo que pagar veinte mil pesetas por ellas. Dice que La Pastora le pegó puñetazos, que tenía una fuerza bestial. También dice que La Pastora no gritaba, pero que lo traspasaba con unos ojos que daban miedo. Usted verá si es conveniente que nos entrevistemos con él o no le parece necesario.
—Es mejor que no.
—¿Qué le pasa, se encuentra mal?
—Estoy un poco destemplado.
—Cómase la sopa, le sentará de maravilla.
—No tengo hambre.
—¡Vamos, cómasela, si se pone enfermo tendremos que volver a Barcelona! Beba un poco de vino, le estimulará.
El francés obedeció en silencio. Se llevó la cuchara a la boca, el vaso de vino a los labios. Casi inmediatamente se sintió mejor. Agradeció en su fuero interno que su compañero mostrara interés por su salud. Tenía auténtica necesidad de un contacto humano grato, fraternal. De buena gana le hubiera contado a Infante lo sucedido horas antes, pero de nada hubiera servido. En el relato lo más importante hubieran sido las emociones experimentadas, cómo había pasado de la piedad a la desconfianza, de la desconfianza a la cólera, de la cólera al desprecio. Ahora se despreciaba a sí mismo también. Había sentimientos en su interior que desconocía y verlos aflorar a la superficie no le había gustado. Un desierto de hielo le atenazaba el corazón. Por eso la charla animada de Infante le parecía un oasis de paz.
—Así que de vez en cuando les daba la vena ideológica y volvían a sus orígenes del maquis. «Enemigos del pueblo»… Es increíble, ¿no le parece, Lucien?, que esos dos tipos permanecieran solos en el monte mientras su grupo político había ya desaparecido… ¡Menuda sensación de soledad!
Nourissier comía y asentía. Cuando Infante hizo ademán de servirle más vino, no se negó.
El resto de la semana lo pasó el psiquiatra poniendo en limpio las notas que había tomado. Trabajaba sin la convicción de estar avanzando en la dirección correcta. El perfil de La Pastora que iba delimitando resultaba confuso aún. Se trataba de un ser silencioso, distinto de los demás, a quienes sólo su visión ya infundía miedo. Parecía imperturbable, capaz de acciones violentas sin alterarse. Sin embargo, era difícil, quizá prematuro, determinar el origen de aquella impavidez: ¿dureza, indiferencia, imposibilidad de sentir, simple autodefensa? En principio, no parecía tener las características de una asesina; a no ser que se tratara de una auténtica psicópata, siempre viendo la realidad a través del filtro inalterable de sus deformaciones mentales. Leyó una y otra vez los recortes de periódico que Infante le había aportado como documentación. Las frases, de una contundencia escandalosa, se sucedían en todos ellos: «mujer de entrañas de pedernal», «monstruo con una larga historia de asesinatos», «hembra con instintos de hiena», «asesina con sed patológica de crímenes», «alimaña sin piedad por la vida humana». Nada de aquello le podía ayudar mínimamente, no era más que un reclamo para vender ejemplares, un halago a la dictadura también. Ni uno solo de aquellos periodistas mencionaba que iba vestida de hombre durante sus andanzas en el maquis. Ni un solo artículo intentaba profundizar en la parte humana del personaje. Teresa Pla Meseguer había nacido bandolera, eso era todo.
Se sentía ligeramente desanimado. De momento, lo único a lo que podía aspirar era a reconstruir los delitos de La Pastora, pero eso aportaba poca luz sobre su psicología. Los testigos la veían sólo como asaltante y en esas circunstancias no era fácil percatarse de comportamientos que traslucieran algo íntimo o personal. Sin duda había minimizado los inconvenientes de su proyecto, no todo era desplazarse a los escenarios donde la mujer vivió. Aquella zona de España, desconocida y algo salvaje aún, se hallaba sumida en un ambiente de posguerra. Cualquier movimiento que realizaban venía envuelto en miedo, desconfianza, odio, recuerdos del horror. Era como avanzar por una selva tupida. Pensó que el encuentro con La Pastora se convertía en una quimera más evidente cada día que pasaba. Pero no estaba dispuesto a renunciar, seguiría adelante, aunque añoraba muchas cosas además de a su familia. Había empezado a recordar con nostalgia los pequeños detalles de refinamiento que siempre habían punteado su vida: el color del té en una taza de porcelana, los cuadros que colgaban de la pared de su despacho en París, la fragancia del perfume que usaba su mujer. Pero dejar un asunto de trabajo sin concluir era algo que no estaba en su naturaleza, de modo que sólo se daría por vencido cuando una pared demasiado alta para ser escalada o demasiado gruesa para ser demolida se alzara frente a él.
Mientras tanto, Infante activaba por teléfono sus contactos, hacía cortos viajes por los alrededores en busca de informantes, descartaba posibilidades y apuntaba otras. La imposibilidad de hablar con los familiares directos de La Pastora lo llenaba de frustración. Sabía que cualquier tentativa en ese sentido toparía con la negativa de los mismos y los precipitaría en manos de la Guardia Civil. También le causaba enfado no poseer más recursos para penetrar en aquella sociedad tan hermética. En algunos momentos desesperados se imponía a sí mismo un minuto de calma y reflexión. Pero ¿qué estaba haciendo, desde cuándo se tomaba las cosas tan a pecho, permitiendo que las dificultades llegaran a deprimirlo? Debía estar convirtiéndose en un estúpido; lo único que debía preocuparle era que Nourissier recibiera la impresión de que él trabajaba con denuedo. Si el francés se sentía estafado peligraba el resto del dinero que debía recibir y ésa era la meta principal de sus esfuerzos: cobrar. Entonces se tranquilizaba lo suficiente como para replantearse la situación: sus aspiraciones debían ir encaminadas a gestionar correctamente toda aquella historia hasta que llegara el final del plazo. Poco más.